domingo, 6 de octubre de 2019



La expresión de las clases medias. La Unión Cívica Radical
Reseña del libro de David Rock “El Radicalismo Argentino, 1890 - 1930”

Los orígenes del partido se encuentran en la depresión económica y la oposición política a Juárez Celman del año 1890. En 1889 había surgido un grupo de oposición a este último en Buenos Aires, con el nombre de Unión Cívica de la Juventud; al año siguiente al ampliar su base de apoyo, este grupo pasó a llamarse simplemente Unión Cívica (UC).  En julio de 1890 la UC preparó una revuelta contra el presidente en la ciudad capital, que si bien no consiguió apoderarse del gobierno, obligó a aquel a dimitir. En 1891, con motivo de las relaciones que debían mantenerse con el nuevo gobierno de Carlos Pellegrini, la UC se dividió y así surgió la Unión Cívica Radical (UCR) de Além, quien en los cinco años siguientes, hasta su muerte trató infructuosamente de alcanzar el poder por la vía revolucionaria. El fracaso tanto de la UC como de los radicales estuvo determinado por el hecho de que al renunciar Juárez Celman, la fracción del PAN que respondía a Roca, y que contaba con el apoyo de Pellegrini, amplió su base política y se ganó la simpatía de la mayoría de la élite. Los partidos opositores no estaban en condiciones de contrarrestar esto apelando al apoyo popular.
                Se ha dicho con frecuencia que la revuelta de la UC en el noventa fue la primera revolución popular de la historia argentina, pero pintar las cosas de este modo puede ser engañoso. Aunque los rebeldes estaban organizados en una milicia civil, su fuerza real derivaba del apoyo que tenían por parte del ejército. El origen de la UC, de la que saldría el radicalismo un año después, no debe buscarse tanto en la movilización de sectores populares cuanto en los aludidos sectores de la elite, cuyo papel puede rastrearse en el resentimiento que alentaban contra Juárez Celman distintas facciones de la provincia de Buenos Aires debido a su exclusión de los cargos públicos y del acceso del patronazgo estatal.
El núcleo principal de la coalición estaba integrado por jóvenes universitarios, los creadores de la Unión Cívica de la Juventud. Estos no pertenecían a la clase media urbana sino a familias patricias.
Un segundo grupo integrante de la coalición estaba integrado por varias facciones dirigidas por diferentes caudillos y que controlaban la vida política en la Capital Federal y en gran parte de la provincia de Buenos Aires. Cabe distinguir dos subgrupos, uno conducido por Bartolomé Mitre, representaba a los principales exportadores y comerciantes de la ciudad de Buenos Aires; el otro por Leandro N. Além, y contaba con el apoyo de cierto número de hacendados aunque era un caudillo urbano cuya reputación política provenía de su habilidad para organizar a los votantes para las elecciones.
En tercer lugar había algunos grupos clericales a causa de ciertas disposiciones anticlericales que tomó el gobierno.
Finalmente la UC contaba con algunos adherentes entre los sectores populares de la capital, sobre todo pequeños comerciantes y dueños de talleres artesanales.
Além trató de conquistar apoyo para la coalición fuera de Buenos Aires, pero todo lo que pudieron organizar allí los revolucionarios de julio fueron pequeñas manifestaciones callejeras, quedando limitados exclusivamente a la Capital y sus inmediaciones. Su plan era apoderarse del gobierno central y luego de las provincias. Siendo tan débil el desafío planteado por la UC, la revuelta de julio fracasó, y en vez de producirse grandes cambios quedó abierto el camino para que la solución viniera por vía de un simple ajuste de la distribución del poder dentro de la élite.
En 1891 el proceso de reorganización interna de la élite estaba virtualmente concluido, todas las facciones con verdadero predicamento habían sido atraídas por el nuevo gobierno que dejó afuera a los grupos carentes de poder. Fue en ese momento cuando vio la luz la UCR: Além y sus partidarios se vieron excluidos del plan de Pellegrini y, por consiguiente forzados a continuar su búsqueda de sustento popular y de una base de masas.
En los cinco años siguientes Além se afanó en vano por conquistar apoyo popular y obtener los medios de organizar una rebelión que pudiera triunfar; pero el descontento del pueblo  continuó diluyéndose, y sus intentos de ganarse a los grupos de hacendados fuera de Buenos Aires terminaron en un virtual fracaso. En 1891 y 1893 los radicales organizaron revueltas en las provincias, pero todas ellas sucumbieron prontamente.
De manera que pese a los esfuerzos de Além, los remanentes de adhesión popular que los radicales habían heredado de la UC se diluyeron y hacia 1896 no eran más que un grupo minúsculo en el extremo del espectro político, sumado a que en Buenos Aires debió hacerle frente a su sobrino Hipólito Yrigoyen, cuyas intrigas para imponer su voluntad fueron en parte responsables de que Além se suicidara en1896.
Durante casi todo el período que se extendió entre la muerte de Além y 1905, el radicalismo perdió posiciones. Hasta 1900, los sucesos más destacados fueron, en primer lugar el surgimiento de Yrigoyen como sucesor de Além y, en segundo lugar, el hecho de que el eje central del partido volviera a situarse en la provincia de Buenos Aires. Esto fue significante porque cuando el partido comenzó a expandirse, el grupo de Buenos Aires, conducido por Yrigoyen, lo mantuvo bajo su control, incorporando poco a poco a las filiales provinciales en una organización nacional.
En la década del 90 los estudiantes rebeldes pertenecían a la clase dirigente criolla; diez años después, buena parte de ellos provenían de las familias de inmigrantes urbanos. La lucha no giraba en ese caso en torno a las relaciones entre el gobierno y la élite terrateniente bonaerense, sino en torno al acceso a las profesiones urbanas.
Las huelgas se declararon después de que los consejos directivos, que estaban constituidos por criollos resolvieron restringir el ingreso de los descendientes de inmigrantes. En los años siguientes, los estudiantes (en especial los de Buenos Aires) pasaron a constituir un importante grupo de presión urbano a favor de la adopción del sistema de gobierno representativo, con el fin de provocar cambios en las universidades.
Con estas señales, Yrigoyen comenzó, alrededor de 1903, a planear otra revuelta. Revitalizó sus contactos con las provincias y retomó la fundación de clubes partidarios. Sin embargo el disconformismo se limitaba a ciertos grupos restringidos; además de los estudiantes, el único ámbito de inquietud importante antes de 1905 se encontraba en entre los jóvenes oficiales del ejército, que buscaban acceder a posiciones de mayor rango.  Yrigoyen planeó un golpe militar con bastante apoyo estudiantil y planeó poner en la vanguardia del movimiento a un grupo de oficiales jóvenes.
Pero este intento de golpe que se concretó en febrero de 1905 fue un fiasco, poniendo de manifiesto que, si bien los radicales habían conseguido cierto apoyo militar, los altos mandos del ejército seguían adhiriendo al gobierno conservador. Tampoco logró encender a la población capitalina. Pero aunque el golpe falló, tuvo vitales efectos a largo plazo.
Entre el golpe abortado en 1905 y la ley Sáenz Peña de 1912 los radicales avanzaron a grandes pasos en el reclutamiento del favor popular. No desaparecieron sus organizaciones provinciales y locales como en las revueltas anteriores, sino que comenzaron a expandirse. En estos años quedó constituido un conjunto de dirigentes locales intermedios, en su mayoría hijos de inmigrantes; el grueso de los líderes de clase media del partido, que tendrían tanta importancia después de 1916, se afiliaron entre 1906 y 1912. La mayor parte de ellos eran profesionales urbanos universitarios. Hacia 1908 los “clubes” pasaron a llamarse “comités”.
El crecimiento del radicalismo de comienzos del siglo XX estuvo estrechamente ligado al proceso de estratificación social que concentró los grupos dirigentes de alta jerarquía en las clases medias urbanas dedicadas a las actividades terciarias. Además de los universitarios, se contaban entre los dirigentes intermedios algunos hombres de negocios que no habían tenido éxito en su actividad. Esto nos habla de la creciente tendencia de la clase media urbana a procurarse a través de la política la riqueza y posición social que cada vez le era más difícil conseguir por otros medios.
Luego de 1905 los radicales comenzaron a incrementar el volumen de su propaganda. El contenido efectivo de la doctrina y la ideología radicales era muy limitado: no pasaba de ser un ataque ecléctico y moralista a la oligarquía., a la cual se le añadía la demanda de que instaurase un gobierno representativo. Uno de los rasgos más destacados del radicalismo a partir de esta época fue su evitación de todo programa político explícito. Los radicales no apuntaban a introducir cambios en la economía del país; su objetivo era fortalecer la estructura primario-exportadora promoviendo un espíritu de cooperación entre la élite y los sectores urbanos que estaban poniendo en tela de juicio su monopolio del poder político.
La otra importante novedad que puso de manifiesto el carácter populista que el partido había adquirido hacia 1912 fue el surgimiento de Hipólito Yrigoyen como líder.
Yrigoyen ganó prestigio a partir de 1900 de una manera bastante extraña. En lugar de presentarse como un político callejero que atrae constantemente la atención pública como hizo Além, se hizo fama de figura misteriosa. En su carrera se destaca este rasgo singular, salvo en una ocasión en los 80 en que dio un discurso en público. Su estilo político consistía en el contacto personal y la negociación cara a cara, que le permitieron extender su dominio sobre la organización partidaria y crear una cadena muy eficaz de lealtades personales.
El peculiar estilo de Yrigoyen imprimió al radicalismo buena parte de de sus connotaciones morales y éticas primitivas, que le permitieron ganar adherentes en una ola de euforia emocional.
En 1912, cuando los radicales abandonaron finalmente su política de abstención y comenzaron a postular candidatos para las elecciones, la organización del partido todavía no había terminado. Si bien había dirigentes de primera y segunda categoría en zonas rurales y urbanas, el partido seguía falto de una coordinación central, y pese al prestigio de Yrigoyen tampoco tenía dirigentes que contaran con reconocimiento en todo el país. De manera que el rasgo principal del período que va de 1912 a 1916 fue la intensificación de la organización partidaria. En este aspecto la ventaja de los radicales era su vaguedad. El enfoque moral y heroico que tenían de los problemas políticos les permitió presentarse ante el electorado como un partido nacional, por encima de las distinciones regionales y de clase.
Luego de 1912 Yrigoyen se las ingenió para convertir  una confederación de grupos provinciales en una organización nacional coordinada.
En las grandes ciudades, sobre todo en Buenos Aires, surgió un sistema de “caudillos de barrio” semejante al de EE.UU. Si bien la Ley Sáenz Peña terminó con la compra lisa y llana de los votos, los radicales no tardaron en establecer un sistema de patronazgo que no era menos útil a los fines de conquistar votos.
Junto con el cura de la parroquia, el caudillo de barrio se convirtió en la figura más poderosa del vecindario y el eje al cual giraba la fuerza política y la popularidad del radicalismo.
En esta tarea colaboraban los comités, organizados según líneas geográficas y jerárquicas en diferentes lugares del país. Había un comité nacional, comités provinciales, comités de distrito y comités de barrio.
Una de las cosa que más se jactaban los radicales era que sus representantes oficiales habían sido elegidos mediante el sufragio libre de sus afiliados, con lo cual se evitaban las prácticas “personalistas” de reclutamiento por cooptación o por estatus adscripto. Sin embargo la pauta más corriente era que el comité nacional y los provinciales estuviesen dominados por terratenientes, y los locales por la clase media. En los primeros el reclutamiento se hacía casi siempre por cooptación, en los segundos, se celebraban elecciones todos los años.
La actividad del comité alcanzaba su punto culminante en época de elecciones. Amén de las tradicionales reuniones callejeras, la fijación de carteles y la distribución de panfletos, el comité se convertía en el distribuidor de dádivas a los electores.
Estos elementos notorios de manipulación desde arriba también eran evidentes en el carácter amorfo de la ideología radical, la cual estaba modulada de modo de inspirar en los grupos urbanos la adhesión a una redistribución e la riqueza, en vez de inspirarles el anhelo de un cambio novedoso y constructivo: exigía una diferente estructura institucional, la canalización de los favores oficiales en dirección a las clases medias urbanas., pero preservando el sistema social que había surgido de la economía primario exportadora.
Principalmente como consecuencia de su gran ubicuidad la UCR ganó las elecciones presidenciales de 1916. Sobre un total de 747.471 votos, obtuvo 340.802 (45%). A los fines de la composición del colegio electoral, debía nombrar al presidente de la república, los radicales fueron mayoría en la Capital, , Córdoba, Entre Ríos, Mendoza, Santiago del Estero y Tucumán; y minoría en la provincia de Buenos Aires, Catamarca, Corrientes, Jujuy, La Rioja, Salta y San Juan.

Los radicales no solo intentaron incluir en su proyecto de integración política a los grupos clase media, sino de establecer una nueva relación entre el Estado y la clase obrera urbana.
                Antes de 1916, los radicales prestaron escasa atención al problema obrero, solo se referían a él como forma de exacerbar sus quejas contra la oligarquía. La antipatía por la idea de clase fue uno de los rasgos salientes de la doctrina e ideología de la UCR, que perduró luego de 1916. Otro de los rasgos fundamentales del radicalismo en esa época fue su actitud reaccionaria contra todo lo que tuviera apariencia de socialismo.
                A juzgar por todo esto, y pese al carácter pluriclasista y coalinacional de la UCR, no había motivos para que el gobierno se preocupara por la clase obrera en la forma que lo hizo. El móvil primordial fueron sus consideraciones electoralistas y la lucha que emprendió a partir de 1916 para lograr la supremacía en el congreso. Aun cuando los obreros nativos representaran una pequeña proporción de la clase obrera en su totalidad, su voto, que les fuera concedido por la ley Sáenz Peña, era una de las llaves maestras para el control político de la Ciudad de Buenos Aires.
                En Buenos Aires, la búsqueda de apoyo obrero era asimismo un medio de poner coto al crecimiento del PS, e impedir que se expandiera más allá de la Capital.
                En las elecciones de 1916 los radicales querían tener apoyo obrero, para esto organizaron su campaña dentro de las líneas tradicionales del paternali8smo de los caudillos de barrio y la beneficencia del comité. Pese a todos sus esfuerzos no consiguieron abrir un camino decisivo para captar los votos de los obreros.
                Si los radicales querían lograr éxito en sus esfuerzos por agenciarse el voto obrero, debían ofrecer ventajas más duraderas y sustanciales que las que otorgaba la beneficencia.
                Por todo ello el gobierno se embarcó en un proyecto endiente a establecer estrechos vínculos con el movimiento sindical. En 1916, los sindicatos constituyeron un blanco evidente de su acción. En primer lugar, eran el único baluarte que quedaba contra el influjo de los socialistas entre los obreros. En segundo lugar, como institución de clase gozaban ante los propios obreros de cierta jerarquía y legitimidad, que hacía que los beneficios procedentes de él tuvieran más oportunidades de ser aceptados que los provenientes del comité. En tercer término, el movimiento sindical estaba experimentando grandes cambios; los radicales tenían pocas posibilidades de conquistar el apoyo obrero si los Anarquistas hubiesen conservado su antigua supremacía. Los Anarquistas estaban en decadencia y su ascendiente era rápidamente reemplazado por los “sindicalistas”, que poco a poco hicieron desaparecer la política antiestatal extrema de los sindicatos, que quedaron bajo el control de una corriente moderada, interesada en menos en enfrentar al Estado que en mejorar la situación económica de los trabajadores.
                Si bien los radicales contaban ahora con una estrategia para enfrentar el problema obrero, aún debían resolver la magnitud de los beneficios que habrían de acordar, a los sindicalistas les interesaban los buenos salarios y no se iban a dejar engañar por meros gestos simbólicos. Había coincidencia entre los radicales y los sindicalistas  que a nadie le interesaba la sanción de leyes, los primeros por la preferencia de una política de Laissez faire, y los segundos porque veían en estas la institucionalización  de la subordinación de los trabajadores.
                El gobierno radical no se puso indiscriminadamente del lado de los obreros sino que tendió a hacerlo cuando dicha acción podía acarrearle beneficios políticos, por lo general en forma de votos.
                Como ni los radicales ni los obreros se preocupaban demasiado por las leyes, y como el gobierno no controlaba el congreso, el contacto con los trabajadores se establecía casi exclusivamente durante las huelgas.
La participación del gobierno en las huelgas derivó de recurrir a su poder de policía para favorecer a uno u otro bando. Retirando la policía de los lugares recorridos por los piquetes, permitía a estos desarrollar una labor eficaz y, en ciertos casos, apelar al sabotaje. Esto permitía a los huelguistas estar en condiciones de manejar con efectividad su poder de negociación, y la acción estatal no les impedía obtener beneficios cuando las condiciones prevalecientes los favorecían.
                La política laboral del gobierno radical era de utilizar la policía o el ejército en favor o en contra de los huelguistas.
                Otro elemento vital de dicha política fue que se otorgó a los sindicatos un acceso y comunicación preferenciales con los agentes decisorios centrales del gobierno, ya sea Yrigoyen o sus ministros para hacer sus reclamos.
                Existía, por último, el propósito de incorporar a los sindicatos al Partido Radical, robusteciendo así, su política de alianza de clases.
                En la mayoría de los casos, todo lo que los obreros obtenían era aliento moral: en muy raras instancias el gobierno superó este estrecho marco. A veces apelaba a su influencia para hacer que se reincorporase a los huelguistas; otras veces designaba a uno de los suyos para que arbitrase en conflictos específicos, con el objeto de favorecer lo más posible a los obreros en la decisión final. Al mismo tiempo, el apoyo dado a los huelguistas estuvo lejos de ser automático; lo condicionaban estrechamente los cálculos electorales.

Como innovación podemos marcar el acceso de la clase media urbana a los cargos públicos, pero para que ésta pueda vivir del estado continúa el modelo agroexportador y el librecambio.
                Tenemos como continuidad la intervención federal a las provincias para conseguir ciertos objetivos políticos.
                Se innova en la relación entre el gobierno y la clase obrera (aunque algo tibia), en la nacionalización del petróleo, en la reforma universitaria.
                Continúa la corrupción, ahora desde los caudillos de barrio, en la represión sangrienta a los huelguistas, continúa una batalla entre la oligarquía y  los radicales desde 1890 a 1930.

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