domingo, 11 de agosto de 2019


El positivismo: Fragmentos de algunas influencias en el pensamiento de Ramos Mejía.

Comte (1798-1857)Discurso sobre espíritu positivo


“Así, el verdadero espíritu positivo consiste, ante todo, en ver para prever, en estudiar lo que es, a fin de concluir de ello lo que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales (…)

A los hombres no se les permite pensar libremente acerca de la química y la biología: ¿por qué debería perimírseles pensar libremente acerca de la filosofía política? (…)


La explicación de los hechos, ahora reducidos a sus términos reales, consiste en el establecimiento de una relación entre varios fenómenos particulares y unos cuantos hechos generales, que disminuyen en número con el progreso de la ciencia (…)


La filosofía social debe, pues, en todos los aspectos, ser preparada por la natural propiamente dicha, primero inorgánica y después orgánica (…)


Estudiando el desarrollo de la inteligencia humana (…) creo haber descubierto una gran ley básica, a la que se halla sometida la inteligencia con una necesidad imposible de variar (…): cada una de nuestras principales concepciones, cada rama de nuestros conocimientos, pasa necesariamente por tres estadios teóricos  diferentes: el estadio teológico (o ficticio); el estadio metafísico (o abstracto); y el estadio científico, o positivo (…). De aquí proceden tres tipos de filosofías o sistemas conceptuales generales acerca del conjunto de los fenómenos que se excluyen recíprocamente. El primero es un punto de partida necesario para la inteligencia humana; el tercero es su estadio fijo y definitivo; el segundo es simplemente una etapa de transición. (…)


Nuestro arte de observar se compone, en general, de tres procedimientos diferentes: primero, observación propiamente dicha, o sea, examen directo del fenómeno tal como se presenta naturalmente; segundo, experimentación, o sea, contemplación del fenómeno más o menos modificado por circunstancias artificiales que intercalamos expresamente buscando una exploración más perfecta, y tercero, comparación, o sea, la consideración gradual de una serie de casos análogos en que el fenómeno se vaya simplificando cada vez más (…)


La palabra positivo designa lo real, por oposición a lo quimérico: en este aspecto conviene plenamente al nuevo espíritu filosófico, caracterizado así como consagrado constantemente a las investigaciones verdaderamente asequibles a nuestra inteligencia, con exclusión permanente de los impenetrables misterios que la embarazaron, especialmente en su infancia”


Spencer(1820-1903)Principios de Sociología

§ 222 (…) Otro tanto acontece en una sociedad. Lo que de una manera tan adecuada llamamos organización de una sociedad, supone relaciones del mismo género. En tanto, permanece en estado rudimentario, todo el mundo es en ella guerrero, cazador, constructor de chozas, fabricante de utensilios. Todos sus miembros se bastan a sí mismos. Los progresos que conducen a la sociedad al período de los ejércitos permanentes, no pueden verificarse sin que se establezcan coordinaciones para suministrar a este ejército alimentos, vestidos, municiones de guerra, que el resto de la sociedad ha producido. Si en un punto la población se ocupa únicamente de agricultura y en otro de minas, si los unos fabrican artículos de consumo en tanto que otros los distribuyen, es a condición de que, en cambio de un género especial de servicio prestado por cada miembro a cada miembro, dé sus servicios en proporción conveniente.
La división del trabajo, a la que los economistas fueron los primeros en constituir en fenómeno social de primer orden, y que los biólogos han reconocido en seguida entre los fenómenos de los cuerpos vivos, llamándola división fisiológica del trabajo, es el hecho que constituye la sociedad, como el animal en el estado de cuerpo vivo. Nunca insistiré bastante en que, en lo que concierne a este carácter fundamental, existe una perfecta analogía entre un organismo social y un organismo individual. En un animal, la detención de las funciones pulmonares pone prontamente fin a los movimientos del corazón; si el estómago deja en absoluto de hacer su oficio, bien pronto cesan de obrar todas las demás partes; la parálisis, que ataca a los miembros, condena todo el cuerpo a la muerte por falta de alimento o no dejándole ya que pueda escapar del peligro; la pérdida de los ojos, esos órganos tan pequeños, priva al resto del cuerpo de un servicio esencial para su conservación; todas estas relaciones no nos permiten dudar de que la mutua dependencia de las partes sea un carácter esencial. Así vemos en una sociedad, que los trabajadores en metales se detienen cuando los mineros no les suministran primeras materias; que los sastres y modistas tienen que holgar cuando se paran las fábricas de hilados y de tejidos; que se paraliza la sociedad manufacturera si no funcionan las sociedades productoras y distribuidoras de alimentos; que ya no pueden mantener el orden los poderes directos, gobierno, oficinas, tribunales, policía, cuando no les son suministrados los objetos necesarios para la vida por las partes mantenidas en el orden. Nos vemos obligados a decir que las partes de una sociedad están unidas por una relación de dependencia tan rigurosa como la de las partes de un cuerpo vivo. Por diferentes que sean en muchos respectos estos dos géneros de agregados, se asemejan por este carácter fundamental y por los caracteres que supone. 
§ 223. (...) La sociedad presenta un crecimiento continuo: a medida que crece, sus partes se hacen desemejantes, su estructura llega a ser más complicada: las partes desemejantes desempeñan funciones desemejantes; estas funciones no sólo son diferentes, sino que sus diferencias están ligadas por relaciones que las hacen posibles las unas por las otras; la asistencia mutua que se prestan, conduce a una dependencia mutua de las partes; en fin, las partes, unidas por este lazo de dependencia mutua, viviendo respectivamente la una por la otra, componen un agregado constituido, conforme al mismo principio general que un organismo individual. La analogía de una sociedad con un organismo llega a ser más manifiesta cuando se ve que todo organismo de un volumen apreciable es una sociedad, y cuando se sabe después que, en uno como en otro la vida de las unidades continúa durante algún tiempo cuando se paraliza súbitamente la vida del agregado, en tanto que, si el agregado no es destruido por la violencia, su vida sobrepuja en mucho a la de sus unidades. Por más que el organismo y la sociedad difieran en que el primero existe en el estado concreto y la segunda en el estado discreto, y aunque exista una diferencia en los fines servidos por la organización, esto no implica una diferencia en sus leyes; las influencias necesarias que unas en otras ejercen las partes, no pueden transmitirse directamente, sino que se transmiten indirectamente.”

Freud: las tres heridas narcisistas en “Una dificultad del psicoanálisis.”

En el transcurso de los siglos han infligido la ciencia a la naïveautoestima de los hombres dos graves mortificaciones. La primera fue cuando mostró que la Tierra, lejos de ser el centro de Universo, no constituía si no una parte insignificante del sistema cósmico, cuya magnitud apenas podemos representarnos. Este primer descubrimiento se enlaza para nosotros al nombre de Copérnico, aunque la ciencia alejandrina anunció ya antes algo muy semejante. La segunda mortificación fue infligida a la Humanidad por la investigación biológica, la cual ha reducido a su más mínima expresión las pretensiones del hombre a un puesto privilegiado en el orden de la creación, estableciendo su ascendencia zoológica y demostrando la indestructibilidad de su naturaleza animal. Esta ultima transmutación de valores ha sido llevada a cabo en nuestros días bajo la influencia de los trabajos de Charles Darwin, Wallace y predecesores, y a pesar de la encarnizada oposición de la opinión contemporánea.
Pero todavía espera la megalomanía humana una tercera y más grave mortificación2 cuando la investigación psicológica moderna consiga totalmente su propósito de demostrar al yo que ni siquiera es dueño de y señor en su propia casa, sino que se halla reducido a contentarse con escasa y fragmentarias informaciones sobre lo que sucede fuera de la conciencia en su vida psíquica.
Destaqué [...] que el concepto psicoanalítico de la relación entre el yo consciente y el todopoderoso inconsciente constituye una grave afrenta contra el amor propio humano, afrenta que califique de psicológica, equiparándola a la biológica, representada por la teoría evolucionista, y a la anterior, cosmológica, infligida por el descubrimiento de Copérnico

Le Bon (1841-1931)
“Quién conozca el arte de impresionar la imaginación de las muchedumbres conoce también el arte de gobernarlas.”
Fragmento de Psicología de las masas y análisis del yo (Freud)
Escribe Freud, analizando a Le Bon:

"El autor insiste luego particularmente en la disminución de la actividad intelectual que el individuo experimenta por el hecho de su disolución en la masa.Dejemos ahora al individuo y pasemos a la descripción del alma colectiva, llevada a cabo por Le Bon. No hay en esta descripción un solo punto cuyo origen y clasificación puedan ofrecer dificultades al psicoanalista. Le Bon nos indica, además, por sí mismo, el camino, haciendo resaltar las coincidencias del alma de la multitud con la vida anímica de los primitivos y de los niños.La multitud es impulsiva, versátil e irritable y se deja guiar casi exclusivamente, por lo inconsciente. Los impulsos a los que obedece pueden ser, según las circunstancias,nobles o crueles, heroicos o cobardes, pero son siempre tan imperiosos que la personalidad e incluso el instinto de conservación desaparecen ante ellos. Nada, en ella,es premeditado. Aun cuando desea apasionadamente algo, nunca lo desea mucho tiempo, pues es incapaz de una voluntad perseverante. No tolera aplazamiento alguno entre el deseo y la realización. Abriga un sentimiento de omnipotencia. La noción de lo imposible no existe para el individuo que forma parte de una multitud.La multitud es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella. Piensa en imágenes que se enlazan unas a otras asociativamente, como en aquellos estados en los que el individuo da libre curso a su imaginación sin que ninguna instancia racional intervenga par juzgar hasta qué punto se adaptan a la realidad sus fantasías. Los sentimientos de la multitud son siempre simples y exaltados. De este modo, no conoce dudas ni incertidumbres. Las multitudes llegan rápidamente a lo extremo. La sospecha enunciada se transforma ipso facto en indiscutible evidencia. Un principio de antipatía pasa a constituir, en segundos, un odio feroz. Naturalmente inclinada a todos los excesos, la multitud no reacciona sino a estímulos muy intensos. Para influir sobre ella, es inútil argumentar lógicamente. En cambio, será preciso presentar imágenes de vivos colores y repetir una y otra vez las mismas cosas."
«No abrigando la menor duda sobre lo que cree la verdad o el error y poseyendo,además, clara consciencia de su poderío, la multitud es tan autoritaria como intolerante… Respeta la fuerza y no ve en la bondad sino una especie de debilidad que le impresiona muy poco. Lo que la multitud exige de sus héroes es la fuerza e incluso la violencia. Quiere ser dominada, subyugada y temer a su amo… Las multitudes abrigan,en el fondo, irreductibles instintos conservadores, y como todos los primitivos, un respeto fetichista a las tradiciones y un horror inconsciente a las novedades susceptibles de modificar sus condiciones de existencia»(Le Bon).

"Si queremos formarnos una idea exacta de la moralidad de las multitudes, habremos de tener en cuenta que en la reunión de los individuos integrados en una masa, desaparecen todas las inhibiciones individuales, mientras que todos los instintos crueles, brutales y destructores, residuos de épocas primitivas, latentes en el individuo, despiertan y buscan su libre satisfacción. Pero bajo la influencia de la sugestión, las masas son también capaces de desinterés y del sacrificio por un ideal. El interés personal, que constituye casi el único móvil de acción del individuo aislado, no se muestra en las masas como elemento dominante, sino en muy contadas ocasiones. Puede incluso hablarse de una moralización del individuo por la masa. Mientras que el nivel intelectual de la multitud aparece siempre muy inferior al del individuo, su conducta moral puede tanto sobrepasar el nivel ético individual como descender muy por debajo de él."

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La escuela del Estado: Obligatoria, gratuita, laica, y patriótica.
                                                                                                                            Ricardo D. Bulzomi

A partir del aluvión inmigratorio de 1880 al centenario,  las élites dirigentes e intelectuales sienten la urgencia de construir la nacionalidad argentina por parte del Estado frente a este avance.
Cabría hacerse las preguntas  ¿Por qué? ¿Acaso no existía ya el ser nacional? ¿A qué se llegó después de estas décadas en las que confirmamos nuestra soberanía sobre el territorio? ¿Cuál es el peligro que encarnan estos inmigrantes?
 Retrocediendo diez años, en la década de 1870, las fiestas mayas eran un acontecimiento esperado con mucho entusiasmo y casi carnavalesco, pero en la década de 1880 ese entusiasmo decae.  Este decaimiento puede atribuirse a varios factores, entre ellos a la solemnidad que pretenden darle a la fiesta las nuevas autoridades y a la ingente masa inmigratoria, que a su vez tienen sus propios festejos patrios.
Esta inmigración que no parece tener interés en nacionalizarse argentina, cuentan con sus propias asociaciones culturales y escuelas. Además existe también una cuestión respecto a la comunidad italiana, la más numerosa, 70% de los emigrados entre 1880 y 1886 (Devoto, 2003), porque un senador llamado Alessndro Boccardo que alentaba a la formación de una colonia en el Río de la Plata prende la luz de alarma a las autoridades nacionales que van a tomar cartas en el asunto y construir una nacionalidad que no estaba bien definida (Bertoni, 2007).
Para  esta empresa, el Estado Nacional tomó unas cuantas medidas, entre ellas, la educación, ésta no puede quedar en manos de inmigrantes y por el secularismo liberal, tampoco en manos de la Iglesia, sino a su cargo.
El Estado Nacional crea el Consejo Nacional de Educación que es el organismo encargado de la supervisión de las escuelas primarias y del primer Congreso Pedagógico Nacional en 1882, destinado a trazar las líneas de la política educativa, para más tarde, en 1884, concretar la promulgación y aplicación de la ley 1420 de educación primaria, laica y gratuita.
Con la sanción de esta ley, el Estado le disputó el control de la enseñanza primaria primeramente a la Iglesia Católica, el conflicto existió porque el Estado liberal proponía la gradualidad y el laicismo.
Esto encendió un debate dentro de la élite dirigente, porque no todos adscribían a la secularización, Pedro Goyena, José Manuel Estrada y Emilio Lamarca entre otros fueron los referentes   del pensamiento católico en este período.
En el debate Goyena – Gallo sobra el laicismo dentro de la escuela quedan marcadas las posturas en que el primero, apoyándose en la Constitución, la tradición y la historia pretende una educación dirigida por la Iglesia como fuente de toda moral contra la idolatría del Estado. No le interesa contemplar el hecho de la llegada de inmigrantes con otras religiones: el hecho de nivelar en un permiso común la enseñanza de las diversas religiones, sólo se explica por el concepto de que para el Estado todas ellas son iguales; y como es absurdo que todas sean verdaderas, importa colocar en la misma categoría de las falsas religiones.
Por su parte Delfín Gallo también se apoya en la Constitución y en la necesidad de llamar a todos los hombres, cualquiera que sea su patria, cualesquiera que sean sus creencias, e imprimirles, por medio del espectáculo y de la realidad de nuestras libertades, el amor a esta tierra, que se acostumbrarán a considerar como propia, interesándose y contribuyendo eficazmente a su prosperidad y a su grandeza (Weinberg, 1984).
Detrás de este debate sobre las libertades, la moral, etc. existía otro, porque la ley en el artículo 53 y 54 del capitulo VI, establecía un sistema de elección de las autoridades escolares de forma vertical, donde al Poder Ejecutivo le estaba reservado un papel decisivo.
Pero ese es otro tema.
Por otro lado, el Estado se propuso regular a las escuelas privadas o particulares que estaban, en su mayoría, en manos de las colectividades extranjeras y que traían aparejados otros inconvenientes, comentados al comienzo de este trabajo.
A partir de 1889 el Estado junto a los intelectuales comenzaron a crear la tradición patria, se recuerda al pasado, se hacen desfiles, se impone la obligatoriedad de embanderar los barrios en las fechas patrias, se levantan monumentos, se colocan placas conmemorativas en los inicios de las calles. En el ámbito escolar se promueve la historia patria, que antes estaba destinada a los grados superiores, se debía cantar el himno nacional y esta obligación se pasó a las escuelas particulares.

Hacia el Centenario, José María Ramos Mejía junto a Ricardo Rojas, referentes del positivismo argentino trabajan para darle a la escuela primaria la orientación patriótica que necesita para que la primera generación del inmigrante (…) comienza a ser, aunque con cierta vaguedad, la depositaria del sentimiento futuro de nacionalidad, en su concepción moderna naturalmente.(Ramos Mejía, 1994)
Ramos Mejía en 1908 es el presidente del Consejo Nacional de Educación y desde allí redacta “La Escuela Argentina en el Centenario” y “La Educación Común en la República Argentina” en donde  busca generar una enseñanza con contenidos nacionales, diseña ‘la educación patriótica’ como línea maestra de su acción. Para esta tarea Ramos Mejía revisa los planes de estudio de las escuelas primarias para lograr la orientación patriótica de la educación popular. 
Ramos Mejía sostenía que este pueblo -sobre la base de su perspectiva antropológica- no se gobierna apelando a la razón -lo que queda reservado para algunos- sino a las imágenes que aterrorizan o seducen y son los móviles de las acciones populares. Por lo tanto, la escuela primaria tiene que llevar adelante una estrategia científica de ritualización de la argentinidad para nacionalizar a la población mediante la adhesión afectiva a los símbolos patrios.
La educación común o primaria, se convierte así en un instrumento vital para adaptar a los inmigrantes y sobre todo a sus hijos a la nueva Argentina que se estaba construyendo. En el informe “La Educación Común en la República Argentina”, da instrucciones de cómo debe ser esta educación patriótica y quienes serán los encargados de impartirla; señala que la historia, la instrucción cívica y la geografía argentina estarán a cargo solamente de maestros argentinos y con la enseñanza del idioma castellano (gramática, lectura, entre otras cuestiones) igualmente argentinos o proceder de un país de habla castellana (Ramos Mejía, 1913)
Uno de los colaboradores de Ramos Mejía en esta tarea fue Ricardo Rojas quien en su informe sobre educación llamado La Restauración Nacionalista asegura la utilidad de la historia para esta empresa que se proponen, aunque discrepa un poco en la utilización de las imágenes para seducir como lo haría Ramos Mejía: El fin de la historia en la enseñanza es el patriotismo, el cual, así definido es muy diverso de la patriotería o el fetichismo de los héroes militares. Comenta también la utilidad de las otras materias anteriormente mencionadas para la formación del patriotismo, lo cual hace un combo ganador de conciencias La historia propia y el estudio de la lengua del país darían la conciencia del pasado tradicional, o sea del ‘yo colectivo’; la geografía y la instrucción moral darían la conciencia de la solidaridad cívica y del territorio, o sea la cenestesia de que hablé: y con esas cuatro disciplinas la escuela contribuiría a definir la conciencia nacional y a razonar sistemáticamente el patriotismo verdadero y fecundo( Rojas, 1909).

Las políticas para la creación de una nacionalidad que existía pero que no había consenso sobre como y que era, entre la élite y el pueblo llano, logran llevarla a cabo los intelectuales del fin del siglo XIX y principios del XX.
Se llevó a cabo un proceso homogenizador destinado a todo el territorio nacional que creó en los hijos de los inmigrantes y en los sectores criollos de las urbes y del interior, un sentimiento de nacionalidad y de pertenencia.  Aún hoy, cuando existen debates acerca de qué es el ser argentino, porque no podemos hablar de una unidad racial, ni religiosa y quizá hasta cultural, hay algo que nos identifica. Esta creación de la nacionalidad, desde todos los frentes posibles, pero particularmente desde la educación, obligatoria y gratuita para que esté al alcance de todos; patriótica,  haciendo hincapié en los mitos fundacionales, en la biografía de nuestros  próceres, la enseñanza de nuestra geografía y la obligatoriedad del idioma castellano en las escuelas estatales y en las particulares. Y sobre todo el triunfo de una educación laica, para incluir no sólo a los hijos de inmigrantes italianos y españoles católicos en su mayoría, sino también a los hijos del Imperio Otomano, comúnmente llamados “los turcos”, en la que había Sirios, Armenios, Griegos y Turcos, los “Rusos”, judíos llegados de cualquier lugar de Europa y los rusos propiamente dichos. Estos inmigrantes practicaban el Cristianismo Ortodoxo, el Islam y el Judaísmo y sabiamente no se les impuso en la escuela primaria obligatoria la religión Católica Romana al igual que en la época de la Inquisición. Esta escuela del Estado obligatoria, gratuita, laica y patriótica, con algunos cambios, aún es vigente y puede ser vista como el éxito de los intelectuales positivistas argentinos.

 Bibliografía

Bertoni, Lilia Ana. Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2007.

Devoto, Fernando. Historia de la Inmigración en la Argentina. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2003.

Ramos Mejía, José María; Las Multitudes Argentinas. Secretaría de Cultura de la Nación y Editorial Marymar. Buenos Aires, 1994.

Ramos Mejía, José María; La Educación Común en la República Argentina. http//www.bnm.me.gov.ar.

Rojas, Ricardo; La Restauración Nacionalista, 1909.  http//www.bnm.me.gov.ar.

Weinberg Gregorio;  Debate parlamentario, ley 1420, 1883-1884. Volumen I, Buenos Aires,
1984.

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Ramos Mejíia y el papel de la escuela en la construcción del "ser nacional"
Extracto de la investigación "Una Escuela Para Todos. Orientación patriótica de la escuela primaria en el Centenario"
Ricardo Bulzomi 

                                                                        I        

En enero de 1908, el presidente José Figueroa Alcorta designa a José María Ramos Mejía en la presidencia del Consejo Nacional de Educación (CNE) desde allí redacta junto a otros intelectuales como Joaquín V. González, Ricardo Rojas, etc. La Escuela Argentina en el Centenario y La Educación Común en la República Argentina en donde se lo encuentra urgido por generar una enseñanza con contenidos nacionales, diseña ‘la educación patriótica’ como línea maestra de su acción: los festejos del Centenario serán el escenario apoteótico de la liturgia con la que pretenden imbuir, a través de un adoctrinamiento sostenido, de actitudes y sentimientos nacionalistas a la población estudiantil. La instrucción queda subordinada a un proyecto de inspiración nacionalista en el que se antepone la función de adoctrinamiento ideológico; los contenidos educativos quedan postergados a una función ancilar. 1
Para esta tarea Ramos Mejía revisa los planes de estudio de las escuelas primarias para lograr la orientación patriótica de la educación popular.
Desde la visión de la elite conservadora de la época, era necesario volver gobernables las muchedumbres y Ramos Mejía era uno de los intelectuales de la época que se había enfocado en ese tema.
Ramos Mejía también escribe Las Multitudes Argentinas, donde hace un estudio antropológico y biológico de las clases populares del virreinato, la revolución, la época de Rosas y su caída e intenta explicar sus comportamientos; comenta la problemática por la aparición de un nuevo tipo de “multitudes,” que ya no son las tradicionales masas rurales, sino que ahora son urbanas e inmigrantes. En su estudio de esta nueva multitud encuentra que el inmigrante ya no es el portador de la civilización, como pensaba Sarmiento sino que es un ser rústico que podrá adecuarse a las exigencias del medio, pero sobre todo es su descendencia la que va a lograr adaptarse a la nueva nación
“…En nuestro país (…) la primera generación del inmigrante (…) comienza a ser, aunque con cierta vaguedad, la depositaria del sentimiento futuro de nacionalidad, en su concepción moderna naturalmente…”2


Ramos Mejía sostenía que este pueblo -sobre la base de su perspectiva antropológica- no se gobierna apelando a la razón -lo que queda reservado para algunos- sino a las imágenes que aterrorizan o seducen y son los móviles de las acciones populares. Por lo tanto, la escuela primaria tiene que llevar adelante una estrategia científica de ritualización de la argentinidad para nacionalizar a la población mediante la adhesión afectiva a los símbolos patrios.
“…No he de entrara aquí en consideraciones de índole general, conocidas de todos referentes a la constitución étnica de nuestro país y a la necesidad apremiante de robustecer el alma nacional que fueron los que aconsejaron los nuevos rumbos de la enseñanza…”3

La educación común o primaria, se convierte así en un instrumento vital para adaptar a los inmigrantes y sobre todo a sus hijos a la nueva Argentina que se estaba construyendo.
Señala en el informe La Educación Común en la República Argentina algunas problemáticas que trae aparejada la inmigración, donde constata que en las escuelas no existen retratos de nuestros héroes nacionales y sí de Humberto 1º y la reina Margarita, no desdeña el patriotismo de los inmigrantes pero ve con alarma que no lo haya en nuestras escuelas. Observa también que en una escuela de Avellaneda hay una maestra rusa que no sólo enseña en su idioma sino que induce a los niños a que lo hablaran; declara la falta de un programa de estudios acorde a lo que se estaba necesitando, donde las materias como historia y geografía quedan relegadas a un segundo lugar y donde los libros de texto son en su mayoría extranjeros.
De esta manera, en el mismo informe, da instrucciones de cómo debe ser esta educación patriótica y quienes serán los encargados de impartirla; señala que la historia, la instrucción cívica y la geografía argentina estarán a cargo solamente de maestros argentinos y con la enseñanza del idioma castellano (gramática, lectura, entre otras cuestiones) igualmente argentinos o proceder de un país de habla castellana. 4

Para llevar a cabo esta Educación Patriótica se hace hincapié en determinados ejes, como por ejemplo: higienismo, patriotismo, moral, disciplina; se prioriza la historia, geografía y literatura nacional por sobre las extranjeras, pero sobre todo el aprender la historia nacional es lo que va a marcar a fuego el patriotismo en las nuevas generaciones sean hijos de inmigrantes o no. Uno de los colaboradores de Ramos Mejía en esta tarea fue Ricardo Rojas quien en su informe sobre educación llamado La Restauración Nacionalista asegura la utilidad de la historia para esta empresa que se proponen, aunque discrepa un poco en la utilización de las imágenes para seducir como lo haría Ramos Mejía

“…El fin de la historia en la enseñanza es el patriotismo, el cual, así definido es muy diverso de la patriotería o el fetichismo de los héroes militares…”5

Comenta también la utilidad de las otras materias anteriormente mencionadas para la formación del patriotismo, lo cual hace un combo ganador de conciencias

“…La historia propia y el estudio de la lengua del país darían la conciencia del pasado tradicional, o sea del “yo colectivo”; la geografía y la instrucción moral darían la conciencia de la solidaridad cívica y del territorio, o sea la cenestesia de que hablé: y con esas cuatro disciplinas la escuela contribuiría a definir la conciencia nacional y a razonar sistemáticamente el patriotismo verdadero y fecundo…”6

Por estas razones se le da un orden a cada una de las materias, priorizando las más complejas para los 5º y 6º grados. En este sentido, Aloatti explica: En los libros de lectura se introducen, entonces, los contenidos que se incorporan en la enseñanza elemental. Y aunque una gran variedad de obras se consideran adecuadas para su desarrollo, conviene circunscribir esta revisión a los libros destinados a leer cuando ya se ha efectuado el aprendizaje de la lectura, pues, como se ha señalado, aquellos libros para el primer grado escolar no poseen textos complejos, sino más bien, palabras y frases simples, cuya temática no introduce, necesariamente, cuestiones de contenido referentes a ciencias, letras o ejemplos morales. Se excluyen también, las antologías destinadas a la escuela que compilan fragmentos de obras nacionales o extranjeras, destinadas a los alumnos más avanzados de la escuela primaria (en general, 5º y 6º grados), pues su análisis exigiría una atención detenida de un número de libros que escapa a las posibilidades de este estudio, ya que, además, la mayor parte de los fragmentos provienen de obras literarias que en principio no se destinan a la formación escolar.”7
Con este ordenamiento y con estos programas se pretende alcanzar a todas las escuelas del territorio nacional, porque el problema no afecta sólo a Buenos Aires

“…En pleno corazón de Entre Ríos, en una extensión de 3.000 kms., existía y existe una población de 10.000 rusos judíos, cuyo idioma es el hebreo, y cuyas leyes y sentimientos están inspirados en las tradiciones bíblicas y de su país de origen, siendo refractarios a todo sentimiento nacional…”8
Y también hace un llamado de atención sobre las zonas limítrofes con Paraguay y la utilización del idioma guaraní y el portugués, dejando en claro que no sólo es lo “gringo” lo que hay que argentinizar.

(…) la zona argentina limítrofe con el Brasil y el Paraguay, predominan en las poblaciones los idiomas portugués y guaraní y las costumbres propias de dichos países…”9

Se puede afirmar que la percepción de la educación como eje importante para el progreso de la Nación se caracteriza por el optimismo pedagógico y por el espíritu pragmático: de acuerdo con los lineamientos del paradigma sarmientino, la relación entre la educación y la economía conducía a valorizar los conocimientos útiles en función del trabajo y de la formación del ciudadano.10

“…El problema es de tan palpitante actualidad que no hay persona medianamente ilustrada que no mire con entusiasmo y simpatía la noble tarea emprendida, pareciendo que así se tradujera una vaga aspiración general, que aunque indefinida al parecer, flota en el ambiente y pugna por adquirir contornos precisos y determinados para penetrar en todas las conciencias coadyuvando al feliz éxito del objeto propuesto o sea el de precisar el carácter de la nacionalidad Argentina…” 11.

1  Di Tullio, Lucía Ángela; Políticas lingüísticas e inmigración. El caso argentino. Eudeba. Buenos Aires, 2003. Pág. 172.
2  Ramos Mejía, José María; Las Multitudes Argentinas. Secretaría de Cultura de la Nación y Editorial Marymar. Buenos Aires, 1994. Pág. 163.
3  Ramos Mejía, José María; La Educación Común en la República Argentina. http//www.bnm.me.gov.ar. [Consultado 16 de octubre de 2014] Pág. 8.
4 ibíd. Pág. 9.

5  Rojas, Ricardo; La Restauración Nacionalista, 1909. http//www.bnm.me.gov.ar. [Consultado 16 de octubre de 2014] Pág. 43.
6  Ibíd.

7 Aloatti, Norma. Las representaciones sobre los inmigrantes en los primeros libros de lectura argentinos (1880.1930)www.sahe.org.ar/pdf/sahe053.pdf. [Consultado mayo 2010]. Pág. 4.
8  Ramos Mejía, José María; La Educación Común en la República Argentina. http//www.bnm.me.gov.ar. [Consultado 16 de octubre de 2014] Pág. 10.
9  Ibíd. Pág. 11.
10 . Di Tullio, Lucía Ángela; Políticas lingüísticas e inmigración. El caso argentino. Pág. 172. Eudeba. Buenos Aires, 2003.


11  Ramos Mejía, José María. “orientación patriótica en la educación primaria” en revista El Monitor de la Educación Común, Tomo XXXIV, 1910 Pág. 488

                                                                        II

Los lineamientos anteriormente planteados de cómo debería llevarse a cabo esta educación patriótica estaba destinada no sólo a las escuelas estatales, sino también a las privadas, religiosas y de distintas colectividades, era obligatorio que todas adscribieran a los programas de enseñanza oficiales, en todas las materias comprendidas en el mínimum prescripto por la ley, y los horarios y textos que quisiera agregar deberían ser comunicados al Consejo Escolar respectivo y a la Inspección Técnica del ramo por lo menos quince días antes del comienzo del ciclo lectivo.1
Pese a los conflictos que haya habido con las distintas colectividades, paulatinamente se fueron adaptando a las exigencias del Estado Nacional, y dicho sea de paso no había un cuestionamiento a las jerarquías o al orden establecido ni a los contenidos curriculares dentro de las escuelas privadas o religiosas. Ahora la preocupación venía por los sectores populares inmigrantes y sus hijos, sobre todo quienes estaban de alguna manera cercanos a las ideas socialistas y anarquistas y que concurrían a las escuelas estatales. Cómo presidente del CNE Ramos Mejía va a seguir explayando sus puntos de vista y difundiendo sus ideas educativas desde su órgano de difusión y propaganda llamado El Monitor de la Educación Común (en adelante El Monitor)

“… La escuela tendrá que luchar contra poderosos y violentos obstáculos que opondrán tenaz resistencia a su acción salubrificadora, pues causa verdaderamente pena y pavor el pensar que acuden a nuestras escuelas primarias (a veces coercitivamente) los hijos de aquellos que durante la noche concurren a las sociedades libertarias a embeberse en doctrinas de destrucción y los medios más eficaces de llevarlas a la práctica, individuos que adornan sus viviendas, no con los símbolos de algo que implique ideas de paz, amor, respeto, nobleza de alma, concordia, vergüenza, sino con las efigies de abyectos criminales (…) Bien, pues: ¿Qué provecho pueden obtener los referidos niños de las sanas lecciones que empeñosamente intenta inculcarles el maestro?...”2

Aquí surgen dos problemas, el primero y quizá no lo sea tanto es la visión de una escuela ideal por parte de Ramos Mejía; el segundo y un poco más serio es la catalogación de los niños que concurren a esas escuelas y desde aquí se puede inferir que la escuela y la posibilidad de argentinización no estaba destinada a todos.
Además de la problemática social, laboral, habitacional, etc., desde estos ateneos se discute también, el monopolio de la educación que el Estado detenta y que los libertarios intentan cambiar. La relevancia de las políticas educativas en la construcción de un proyecto de sociedad es evidenciada también por el hecho de que otros actores sociales articulaban propuestas alternativas a la del proyecto nacionalista homogeneizador de la elite en control del Estado nacional.
Los anarquistas desde su aparición en el siglo XIX entendieron que el atentado individualista o la lucha sindical revolucionaria no eran los únicos frentes para lograr el ideal, sino que pusieron atención a la educación. Con la propuesta de una educación antiautoritaria ensayaron diferentes experiencias educativas que entraban en contradicción entre sus diversos teóricos, por ejemplo Miguel Bakunin entendía que en ningún caso se comprende la negación del autoritarismo como absoluta permisividad, pues en ella se corre el peligro de convertir al niño en un tirano ansioso de hacer siempre su voluntad, dejando de lado valores como la solidaridad, considera que es legitimo y necesario mientras no esté desarrollada la inteligencia del niño un cierto grado de autoridad.
Otros pensadores anarquistas como Paul Robin consideraba que las personas mayores renuncien a imponerle al niño una autoridad que solo tiene como fundamento el derecho del más fuerte, se propone difundir entre sus alumnos el odio a todo tipo de autoridad y el espíritu de rebeldía. Sebastián Faure pretendía que al niño se lo considere como a un adulto en miniatura porque aseguraba que el niño no le pertenece ni a Dios, ni al Estado, ni a su Familia, sino sólo a sí mismo. León Tolstoi en su escuela permitía que los alumnos gocen de la más absoluta libertad, opta por lo que el llama el “desorden” u “orden libre” que es que el orden surja espontáneamente de los intereses de los alumnos y nunca de la imposición forzada de los maestros.3
En nuestro país los anarquistas tienen una larga trayectoria fundando escuelas populares, estas surgen de distintos ámbitos, sindicatos, ateneos, círculos o distintas asociaciones libertarias, desde donde se proponía una educación integral que articulara conocimientos técnicos con intelectuales y un fuerte cuestionamiento a la autoridad, buscaban que el educando desarrollara el pensamiento crítico para transformar el medio social que los subyugaba. Estas experiencias que se desarrollaron entre fines del siglo XIX y comienzos del XX tuvieron poca duración, algunas por no tener el apoyo suficiente entre los obreros, otras porque a sus integrantes se les aplicaba La ley de Residencia y otras por no acordar con el Consejo Escolar de su distrito lo que implicaba el cierre forzoso. Estos inconvenientes no amedrentaban a los ácratas porque sus escuelas se seguían reproduciendo a medida que se formaba un sindicato o agrupación nueva y se iban extendiendo por el país a medida que iba creciendo la red ferroviaria4.
Estas experiencias de educación anarquista están detalladas en el libro La Educación Libertaria de Martín Acri y María del Carmen Cácerez.
Vale decir también, aunque suene a perogrullada, que todas estas escuelas se encontraban al margen del Estado, se remarca esto porque llegando a la década de 1910 comenzaría una discusión dentro del movimiento anarquista sobre insertarse en el sistema de instrucción pública, creando el primer gremio de maestros para abrir un nuevo espacio de lucha y mejorar la situación de los docentes. Julio R. Barcos fue el impulsor de esta idea de luchar dentro del sistema educativo, con el objeto de mostrar su incapacidad y su esterilidad para el cambio5. Participa además de la Liga de Educación Racionalista, fundada en los valores de la Escuela Moderna de Francisco Ferrer i Guardia6 en España. Entre sus fundadores se encuentran, además de Barcos, Alberto Ghiraldo, Enrique Del Valle Iberlucea y Alicia Moreau de Justo. Esta liga publica una revista llamada La Escuela Popular, desde donde exponen sus ideas sobre cómo debería ser la educación

“… El Estado fiel a sus propósitos especuladores de su conservación, se ha apoderado de la dirección y administración de la instrucción pública (…) ¿Cuál es el pretexto? Darle uniformidad de miras a la obra educacional del país: ‘hacer patriotismo’ que no es lo mismo que ‘hacer patria’ (…) La escuela estatal no educa: no forja la personalidad del futuro hombre apto para la libertad, para la acción personal por la lucha por la vida y por los ideales de la vida, y sí, en cambio, embauca la inteligencia infantil, deprime embrutece, fragmenta y apoca el alma de la juventud que concurre a sus aulas...”7

Ahora bien, la educación racionalista ¿podía realmente disputarle el lugar a la educación del Estado? Desde la publicación La Escuela Popular no se muestran muy optimistas

(…) mientras tanto es preciso que nos resignemos a hacer lo poco que se puede hacer en un ambiente que aún no está suficientemente preparado como para servir de terreno a creaciones de tal naturaleza y teniendo frente a enemigos tan poderosos como son el Estado y las numerosas sectas religiosas que desde hace infinitos siglos son dueños de las conciencias infantiles…”8

Las escuelas racionalistas, y los maestros racionalistas que trabajaban tanto dentro como por fuera del Estado corrieron con la misma suerte que las primeras escuelas anarquistas, persecución, represión, cárcel y en el caso de los extranjeros la expulsión.
El Estado ganó su última batalla y poco a poco iba logrando sus objetivos, tener el control total de la educación por medio de las escuelas estatales, dictar los lineamientos que debían seguir las escuelas privadas y por medio de inspecciones ver o hacer que se cumplan y quienes no se adapten a sus parámetros deberán dejar de funcionar.
1 Ramos Mejía, José María; La Educación Común en la República Argentina. http//www.bnm.me.gov.ar. [Consultado 16 de octubre de 2014] Pág. 26.

2 Ramos Mejía, José María. “orientación patriótica en la educación primaria” en revista El Monitor de la Educación Común, Tomo XXXIV, 1910. Pág. 492-493.
3 García Moriyon, Félix; Del socialismo utópico al anarquismo. Editorial Cincel. Madrid. 1985. Pág. 110 a 112.
4 Acri, Martín Alberto y Cácerez, María del Carmen. La Educación Libertaria en la Argentina y en México (1861-1945). Libros de Anarres, Colección Utopía Libertaria. Buenos Aires.2011. Pág. 130 a133.

5 Ídem. Pág. 182 a 184.
6 Para un acercamiento a este tema se recomienda leer Ferrer i Guardia, F. La Escuela Moderna, Ed. Zero, Madrid. 1976.

7 Barcos, Julio. “El monopolio del Estado en la enseñanza” en revistaLa Escuela Popular Nº 1, 1912. Pág. 1.
8 Carulla, Juan Emiliano. “La propaganda Racionalista” en revista La Escuela Popular Nº 1, 1912.
Pág. 4. 




domingo, 4 de agosto de 2019


El pensamiento de Miguel Cané y la Generación del 80
 (Hasta 14:40)
Fuente: Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, Capítulo 4. “Miguel Cané (h)”, págs. 109-126.
Hacia fines del siglo XIX, los procesos de modernización transforman radicalmente el panorama social, político y económico, introduciendo nuevos problemas, preocupaciones y conflictos. Si bien sabemos que, desde la esfera política, la elite que encabeza el presidente Julio A. Roca participa activamente en la puesta en marcha de estos procesos, también vemos que los discursos de algunos miembros destacados de esa elite (como Miguel Cané) revelan resistencias, dudas y vacilaciones con respecto al nuevo escenario que la modernidad despliega.
En esa década de 1880 se concluye la estructuración del estado nacional (link http://www.sociedad-estado.com.ar/wp-content/uploads/2010/01/corigliano), que ahora ostenta el monopolio de la fuerza legítima, afirmado en la derrota de las disidencias provinciales. La ciudad de Buenos Aires es federalizada, dando fin a un conflicto que había recorrido toda la breve, compleja y violenta vida nacional. Desde ese estado se sancionan las leyes laicas de educación y de registro civil, que colocan en manos estatales un control de la población hasta entonces dividido con la iglesia católica.
En el plano económico, a partir de una división internacional del trabajo que la ubicaba en el rubro productor de bienes agropecuarios, la Argentina experimentó un espectacular crecimiento. La apropiación de los territorios hasta entonces ocupados por los indígenas en la llamada “Campaña del Desierto” abrió para los vencedores un enorme territorio, sobre el cual las inversiones inglesas desplegarían una extensa red de vías férreas.
El emprendimiento llevado a cabo contra las poblaciones indígenas se apoyaba en una línea programática ampliamente compartida por las elites del mundo occidental: que las naciones viables eran aquellas dotadas de una población de raza blanca y de religión cristiana. Según los lineamientos inscriptos desde Acción de la Europa en América, Alberdi había acuñado al respecto la consigna “Somos europeos trasplantados en América”. Y como se lee en las Bases, lo guía la convicción de que en Hispanoamérica el indígena “no figura ni compone mundo”.
Hacia 1880 en la Argentina, el mensaje más inmediato que el diario oficialista La Tribuna Nacional se apresuró a difundir afirmaba que “la Argentina finalmente había entrado en una nueva era”, identificada con el arribo del progreso. Éste se materializaba en “buenas cosechas, industrias nuevas, empresas que requieren grandes capitales e ilimitada fortuna”. De tal modo, el diario repetía la moraleja de que las pasiones destructivas de la política habían sido dominadas por el desarrollo de los intereses asociados con el desarrollo económico, dado que “es el progreso material el que lleva al progreso moral, y no viceversa”.
Para el roquismo, la paz era el logro mayor del progreso económico, y con ello la política pasaba a segundo plano: “El tiempo de la política teatral ha pasado. No hay multitudes ociosas que fragüen revoluciones”, seguía proclamando La Tribuna en 1887.
Dentro de este panorama podemos preguntarnos: ¿cuáles fueron las preocupaciones dominantes en la sociedad y en el estado que llegaron a ser parte de la reflexión de los intelectuales en el período que se extiende entre 1880 y 1910? Para organizar una respuesta, comencemos por decir que se instala una determinada problemática. Ésta agrupa varias cuestiones: social, nacional, política e inmigratoria. Social, por los desafíos que planteaba el mundo del trabajo urbano. Nacional, ante el proceso de construcción de una identidad colectiva. Política, frente a la pregunta acerca de qué lugar asignarles a las masas en el interior de la “república posible”, esto es, la cuestión de la democracia. E inmigratoria, porque todos estos problemas se encontraron refractados y crispados en escala ampliada en torno de la excepcional incorporación de extranjeros a la sociedad argentina.
En cuanto a los rasgos o características centrales de la modernidad, en el terreno de la economía significó el nacimiento y la expansión planetaria del modo de producción capitalista. En lo social, la aparición de clases sociales (burguesía, proletariado, clases medias) y de un proceso novedoso: la movilidad social, o el hecho de que los individuos –a diferencia de aquellos de las sociedades premodernas– pudieran pasar por diversos sectores o clases sociales a lo largo de sus vidas. En el ámbito político, la implantación de un nuevo criterio de legitimidad: la soberanía popular.
Pero la modernidad es asimismo un formidable proceso cultural. En su seno se produce el fenómeno designado como “secularización”. Con este término se indica el carácter terrenal, intramundano de los nuevos tiempos. En la modernidad, se ha dicho, “los dioses se alejan”. Simplificando, esto podría condensarse diciendo que ya no hay milagros, es decir, que los dioses ya no intervienen en los asuntos humanos para alterar a su voluntad los hechos de este mundo. A esto se lo llama el “desencantamiento del mundo”.
Gracias a ese proceso de secularización, ocurre algo que cambiará nuestras vidas hasta el presente: el mundo se torna calculable. En verdad, toda la realidad tiende a ser mirada como algo que se puede calcular. Para esto es preciso que los dioses se hayan alejado, que ya no haya milagros… (…)
Comprenderán inmediatamente que estamos hablando nada más y nada menos que de los fundamentos mismos de la ciencia moderna, empezando por la ciencia físico-matemática inaugurada por Galileo Galilei en el siglo XVII. Esta revolución científica es la que en buena medida ha configurado el mundo moderno en el que aún vivimos. En rigor, la potencia cognoscitiva de la ciencia se asociará indisolublemente a la revolución industrial del siglo XVIII, configurando un sistema tecnocientífico.
De allí en más, podría decirse que toda la vida de los modernos se ha caracterizado por incluir el cálculo como una de las lógicas centrales de su comportamiento, de su accionar. Calcula el empresario al realizar sus inversiones, pero también el asalariado al planificar sus gastos y el joven estudiante al elegir una carrera. En suma, todo el mundo calcula, es decir, prevé el resultado de sus acciones, las orienta de manera racional, se fija una finalidad y sopesa los medios más conducentes a su realización.
Los tiempos modernos son aquella época del mundo en que lo nuevo se torna bueno. En los estratos tradicionales de una sociedad, lo nuevo, lo novedoso, es generalmente visto como malo o al menos como una amenaza a un orden ya establecido, en el que nada debe cambiar.
Por el contrario, la modernidad impulsa el cambio, al que llamará desarrollo, evolución, progreso. Con esto es la concepción misma del tiempo, de la temporalidad, lo que se ha modificado.
En cuanto al tipo de intelectual imperante en el 80, escriben a partir de una sólida posición económica obtenida en un ámbito no intelectual (son estancieros, funcionarios estatales, médicos, abogados).
Entre los integrantes intelectuales más visibles de esa llamada Generación del 80 podemos nombrar a Eduardo Wilde, Lucio V. Mansilla, Miguel Cané (h) y Paul Groussac. Si buscamos sus voces comunes, podemos decir que, en términos generales, casi todos comparten un lamento tradicionalista, típico en épocas de cambios acelerados: se quejan de que el avance modernizador destruye los viejos sitios familiares y disuelve las viejas y sanas costumbres en una sociedad y una ciudad en rápida transformación. Pero estas quejas no pueden ser absolutas, ya que los miembros de la elite se hallan en una posición compleja al respecto: impulsan la modernización y al mismo tiempo lamentan algunas de sus consecuencias no queridas. Tal posición es la que le hace añorar a Vicente Quesada en Memorias de un viejo las añejas quintas y los altos cipreses desalojados por el ferrocarril, y al mismo tiempo prever que los bienes y usos europeos tarde o temprano se impondrán, para bien de la sociabilidad criolla.
José Antonio Wilde, un memorialista de la época, recuerda que antes “los niños jamás dejaban de pedir su bendición a sus padres al levantarse y al acostarse; otro tanto hacían con sus abuelos, tíos, etc. […] Esta señal de respetuosa sumisión ha desaparecido casi por completo, como otras muchas costumbres de tiempos pasados. Creemos que aún subsiste en algunos pueblos de las provincias argentinas”. Fíjense que aquí la añoranza por el pasado se relaciona con un tiempo en el que aún el igualitarismo (o la democracia como igualdad social) no había erosionado la “deferencia”. (Deferencia es el reconocimiento y expresión por parte de “los de abajo” de una jerarquía social superior.)
(…)
Hay evocaciones melancólicas de los viejos sitios que ahora “la piqueta del progreso” está destruyendo. En efecto, en esas décadas la ciudad de Buenos Aires, con la intendencia de Torcuato de Alvear, se encuentra sometida a una serie de profundas reformas urbanas que alteran entre otros sitios su zona histórica, de la Plaza de Mayo hacia el Congreso. Buenos Aires, según otro título emblemático de la época, está dejando de ser “la gran aldea” pintada por Lucio V. López para convertirse en una gran ciudad. Justamente, la ciudad entendida como artefacto promotor y efecto de la modernización.
Esos y otros tópicos característicos de esta generación político-intelectual se encuentran en Miguel Cané (h), uno de los más representativos de su grupo y un miembro relevante de la clase dirigente. Cané posee un linaje que lo conecta con el patriciado y con el exilio antirrosista, e inició su carrera de escritor en los diarios La Tribuna y El Nacional. De allí en más protagonizó una carrera típica entre los miembros de su grupo: director general de Correos y Telégrafos, diputado; ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y Francia; intendente de Buenos Aires, ministro del Interior y de Relaciones Exteriores.
Su visión de la realidad argentina había comenzado siendo celebratoria. En 1882 escribe que ningún extranjero podía creer “al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo”. Sin embargo, progresivamente sus escritos se colman de preocupaciones nacidas de algunos aspectos de los nuevos tiempos: la modernidad. Es preciso decir que ciertas críticas están íntimamente ligadas a la crisis financiera de 1890, cuando dentro de la clase dirigente nacen o se refuerzan algunas prevenciones sobre el proceso modernizador.
Dicha crisis fue interpretada como la realización de la profecía sobre las consecuencias negativas del ansia de enriquecimiento a toda costa.
El viejo Sarmiento ya había alertado en su momento acerca de este mal, y lo había colocado dentro de una contradicción que se tornará convincente: una sociedad que tiene al dinero como aspiración fundamental es incompatible con la construcción de una república, porque el predominio del afán de riquezas sólo puede generar “un país sin ciudadanos”. Eso puede decirse de otra manera: la crisis de 1890 demostraba que las pasiones del mercado habían predominado sobre las virtudes cívicas y erosionaban los sentimientos de pertenencia a una comunidad.
También para Cané el consumo ostentoso era el síntoma de haberse extraviado el rumbo. En Notas e impresiones escribió: “La marcha vertiginosa del país, la alegría de la vida, la abundancia de placeres, la improvisación rápida de fortunas, habían incandecido la atmósfera social. Las mujeres pedían trapos lujosos, coches y palcos, los hijos jugaban a las carreras y en los clubs; y el pobre padre, de escasos recursos, cedía a la tentación de hacer gozar a los suyos y caía en manos del corruptor que husmeaba sus pasos”.
Tampoco es casual que en esas narrativas aparezcan pronunciamientos xenófobos y racistas, y no lo es porque algunos de los “males” de la modernización fueron vistos desde la clase dirigente como producto de la presencia masiva de extranjeros, es decir, como producto del proceso inmigratorio. De allí que alrededor de este proceso se reunieran, armando un paquete, los demás problemas o cuestiones que mencioné al principio de esta lección: social, político y, ahora, el problema nacional. ¿Por qué? Porque la crisis del 90, leída como producto del afán especulativo, revelaba una ausencia de civismo que fue atribuida a una presencia excesiva de extranjeros. Y si esto era así, la solución pasaba por desplegar a rajatabla un proceso de nacionalización de esas masas de extranjeros, un proceso destinado a definir e imponer una identidad nacional.
La Argentina terminó siendo el país del mundo que absorbió la mayor cantidad de población extranjera en relación con su población nativa.  Por razones de oportunidades laborales, fundadas a su vez en características estructurales de la economía argentina, tales como el régimen latifundista de apropiación de la tierra, la mayoría de los recién llegados se ubicó en las zonas litorales, y dentro de ellas, en Rosario y Buenos Aires en especial.
El censo de 1895 mostró que más de la mitad de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires eran en su mayoría italianos y españoles, y estas cifras trepaban a una proporción de cinco inmigrantes por cada nativo cuando se tomaba el segmento de los varones adultos. De manera que podemos imaginar que en algunos ámbitos de encuentro y sociabilidad como bares y cafés, por cierto dentro de una sociedad androcrática o machista, donde los varones ocupan esos espacios públicos y dan el tinte de la vida social, sólo una de cada cinco personas era nativa.
Por fin, lejos de adoptar la posición pasiva que desde la mirada de la dirigencia muchas veces se les adjudicaba, los inmigrantes tuvieron una activa participación sindical y política pero también económica. Según Gerchunoff y Llach, “pronto dominaron el comercio y la industria: en 1914 casi un 70 % de los empresarios comerciales e industriales habían nacido fuera de la Argentina”.
Estos datos están hablando de la debilidad de la sociedad receptora. De allí que también aquí el papel integrador y nacionalizador quedó fundamentalmente en manos del estado, aun cuando se observan iniciativas en igual dirección encaradas por instituciones y asociaciones de la sociedad civil. Dentro de ese papel estatal, los intelectuales encontraron un espacio privilegiado de intervención. Ese espacio privilegiado se les abrió porque el proceso de nacionalización de las masas requiere obviamente tener definida una identidad nacional. Y ocurre que esa respuesta no estaba aún elaborada. Como esa elaboración es un proceso fundamentalmente simbólico, aquí el oficio de los intelectuales, sus destrezas y saberes, resultaron absolutamente necesarios.
Retornando a Cané, verificamos que el autor de Juvenilia encuentra motivos para alimentar su angustia al contemplar ya no a los inmigrantes civilizados previstos por Alberdi, sino a –dice– “una masa adventicia, salida en su inmensa mayoría de aldeas incultas o de serranías salvajes”.
Era una queja que ya había entonado tempranamente nada menos que el propio Alberdi. En un apéndice de 1873 a las Bases, y refiriéndose a su famosa consigna, aclara que “gobernar es poblar” si se educa y civiliza como ha sucedido en los Estados Unidos, pero que “poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de la Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta”. También es la presencia de extranjeros lo que le hace opinar a Lucio V. Mansilla que “Buenos Aires se va haciendo una ciudad inhabitable”, y a Lucio V. López determinar que es en la Argentina “donde el mal gusto que elimina la Europa encuentra, falto de crítica, amplio refugio”. Daban cuenta así del hecho muy conocido de que la inmigración que realmente llegaba a las playas argentinas no era la anglosajona proveniente del norte europeo, sino sobre todo la que venía del sudeste europeo, especialmente compuesta por italianos y españoles.
A este pecado de origen, a los ojos de la elite la inmigración le sumaba una doble actitud considerada negativa: por una parte, era ínfima la cantidad de extranjeros que tramitaban la nacionalidad argentina, casi seguramente porque al no haber ley de doble nacionalidad debían renunciar a la propia. Pero junto con ello revelaban una actitud de participación y penetración en actividades y prácticas de los nativos. En otras palabras, lejos de mantenerse en una actitud pasiva, revelaban una presencia expansiva en la nueva sociedad. De allí que una imagen repetida una y otra vez en los textos de la clase dirigente sea la de la invasión, la de “la marea” –dirá Cané– que todo lo invade. Era la misma imagen marina que seguía apareciendo en el discurso de Lucio V. López de 1891 en la ceremonia de graduación de la Facultad de Derecho: “Lo sé: nosotros los contemporáneos vemos la ola invasora que nos anuncia la inundación por todas partes”. Del mismo modo, Emilio Daireaux en Vida y costumbres en el Plata, de 1888, preveía que, si la proporción de extranjeros aumentaba, “la población indígena, anegada por esta formidable oleada, bajo esta invasión de bárbaros armados de palas, vería completamente en peligro su influencia política y directriz”.
Pero para Cané la “invasión” amenazaba con penetrar hasta los círculos más íntimos y aun familiares de la elite.
Temor entonces ante el ascenso social de los extranjeros, pero también problemas en el otro extremo de la pirámide social para las clases dirigentes y poseedoras, porque dentro del mundo del trabajo existían inmigrantes que adherían a ideologías socialistas y anarquistas que aquellas consideraban injustificables en un país como la Argentina, donde –decían– no tenían cabida la proclamación de la lucha de clases ni el activismo político y sindical de izquierda. Mucho más cuando dentro del movimiento anarquista se manifestaron tendencias proclives a lo que se llamó la “propaganda por los hechos”, con lo cual se designaba una práctica de corte violento como el asesinato del coronel Falcón, jefe de la Policía Federal, a manos del inmigrante anarquista Simón Radowitzky.
En síntesis, la inmigración causaba problemas, y esos problemas trataron de ser resueltos desde el estado tanto por vía coercitiva (mediante las leyes de Residencia y de Defensa Social, del estado de sitio, el accionar policial y parapolicial)  como por medio de la búsqueda de consenso centrada en la incorporación plena de los extranjeros y sus hijos a una identidad nacional argentina. Fue así como desde el estado (en especial mediante la educación pública y el servicio militar obligatorio) y desde la sociedad civil (agrupaciones políticas, asociaciones civiles y religiosas, clubes sociales y deportivos, etc.) se montó un vasto y capilar dispositivo nacionalizador.
En principio y sin duda, la principal finalidad residió en generar fuertes sentimientos de identificación nacional para incorporar esas masas de manera homogénea a la nación, y así promover mejores condiciones de convivencia y gobernabilidad. Pero además, con el mismo movimiento se barrió un arco más amplio de objetivos.
Uno de ellos formó parte de las luchas de poder dentro de los diversos grupos sociales, que en este caso pretendió definir una posición de supremacía de los criollos viejos ante los extranjeros.
Otro objetivo que se cubrió con esta cruzada nacionalizadora fue el de producir nuevas identidades para limitar los efectos de anomia que suelen ser resultado de los procesos de migración. (La “anomia” es la ausencia de marcos regulatorios, de pautas orientadoras de la acción social o del “qué hacer” en el nuevo escenario.) Émile Durkheim creaba en esos mismos años desde Francia la categoría de la “anomia” para describir el fenómeno moderno de la pérdida de sentido de pertenencia al grupo. En nuestro caso, la interpelación nacionalista destinada a inducir una nueva identidad colectiva (“¡Sean argentinos!”) entraba en disputa de tal modo con otras ofertas identitarias: obviamente, con las nacionalidades de origen (italiana, española y un largo etcétera), pero también con otras ya no nacionales sino confesionales o políticas –como la católica o la anarquista–, que a los ojos del estado argentino amenazaban la necesaria homogeneidad sociocultural.
Luego, el movimiento nacionalizador, como todo proceso identitario, resultaba funcional para exorcizar otra sensación de anomia y desconcierto que suele acompañar los procesos acelerados de modernización como el que se vivía en el país. En un mundo donde todo cambia, muchos buscan algo sólido que permanezca igual, y si ese igual es algo tan íntimo, tan personal como la identidad, mejor. Miguel Cané confiesa así en una carta que, a riesgo de ser tratado de bárbaro, le sería muy grato ver en Buenos Aires “algún aspecto de mi infancia, […] con mucho pantano y mucha pita”. Esto es, podría decirse, con esos restos de campo que la ciudad ha invadido y aniquilado.
También contamos con un extenso párrafo que suele citarse como modelo del rechazo de Cané a la caída de la deferencia y que ilustra el modo en que concebía un buen orden social. Está tomado de su artículo “En la tierra tucumana”, donde se queja de la pérdida de “la veneración de los subalternos” a los “superiores”, “colocados como por una ley divina inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano”.
¿Dónde, dónde están –se pregunta entonces– los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que servir bien y fielmente? El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor”. Como contrapartida emerge la revalorización de las provincias del interior y sobre todo de las campañas, donde “quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa”.
Estas opiniones permiten entender el sentido de las críticas de Cané y otros miembros de su grupo al avance de la democracia. Para ellos, el término “democracia” no significaba sólo un nuevo tipo de legitimidad política fundado en la soberanía popular; significaba también lo opuesto a un orden jerárquico aristocrático, significaba igualitarismo social.
Esta necesidad de enfatizar el orden frente a la libertad se reforzaba para Cané ante la “cuestión social”, es decir, ante los nuevos problemas surgidos en el mundo del trabajo urbano. La conflictividad social crecía en todo el mundo industrializado, así como la sindicalización de los obreros y los movimientos de protesta. En ese mundo del trabajo se desarrollaban asimismo las nuevas experiencias de los movimientos socialistas y anarquistas. Estos últimos acompañaban su acción gremial con espectaculares atentados. Es entonces cuando Cané concluye que “la revolución social está en todas partes” para atacar la propiedad, es decir, “la piedra angular de nuestro organismo social”, el suelo que da vida a las nociones de gobierno, libertad, orden, familia, derecho, patria.
Sin embargo, también existe allí mismo un llamamiento a la serenidad y a la confianza en la coerción legal: si “ellos nos suprimen por la dinamita –escribió–, nosotros los suprimimos por la ley”. Dentro de este espíritu presentó su proyecto de ley de Residencia en 1899, que fue aprobado tres años después. En su artículo 2º establecía que el Poder Ejecutivo, con acuerdo de los ministros, podía ordenar la expulsión de “todo extranjero cuya conducta pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o la tranquilidad social”. Resulta claro, creo, que la amplitud de esta cláusula (¿qué debe entenderse por “tranquilidad social”?) dotaba al estado de un arbitrio excesivo. En efecto, esta ley fue utilizada en diversas ocasiones para expulsar a extranjeros cuyas prácticas políticas pero también sindicales fueron consideradas riesgosas por el estado.
Lo que podemos verificar en sus escritos es que estas prevenciones ante la conflictividad social corrían parejas con la desconfianza hacia la democracia, y que ambas se apoyaban, al fin de cuentas, en la convicción de que el criterio de legitimidad político no es cuantitativo sino fundado en calidades. Cané dirá en Prosa ligera que “nadie me podrá quitar de la cabeza que es una inspiración de insano dar derechos electorales a los negros de Dakar o a ciertos blancos del otro lado del agua…”.
Los textos son elocuentes, y ellos nos conducen nuevamente a la cuestión de los criterios de legitimidad y del que compartía la clase dirigente del 80. Natalio Botana la ha sintetizado con exactitud en su libro El orden conservador: “Esta gente –dice refiriéndose a la elite argentina– representó el mundo político fragmentado en dos órdenes distantes: arriba, en el vértice del dominio, una elite o una clase política; abajo, una masa que acata y se pliega a las prescripciones del mando; y entre ambos extremos, un conjunto de significados morales o materiales que generan, de arriba hacia abajo, una creencia social acerca de lo bien fundado del régimen y del gobierno”.
Explícitamente, Cané repudia por ello el principio democrático. En una carta de mayo de 1896 a Carlos Pellegrini le comenta que, si en un momento no concebía otra forma de gobierno que la democrática, “cada día que pasa […] adquiero mayor repugnancia por todas esas imbecilidades juveniles que se llaman democracia, sufragio universal, régimen parlamentario, etcétera”.
Ya sabemos que no estaba solo en estas opiniones: eran compartidas por numerosos intelectuales europeos que afirmaban la necesidad de un gobierno de las aristocracias. La legitimidad de ese tipo de gobierno no reposa entonces en el número sino en la calidad. Y las cualidades que para Cané definen la legitimidad de la propia aristocracia dirigente están enumeradas en este pasaje que escribió luego de asistir en Londres a una función en el Covent Garden: “He ahí el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfera delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizan de una manera perfecta. La tradición de raza, la selección secular, la conciencia de una alta posición social que es necesario mantener irreprochable, la fortuna que aleja de las pequeñas miserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que se combinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza”.
La clase dirigente debe autolegitimarse entonces en el linaje, el saber y la virtud. Obsérvese que también debe tener fortuna, pero no como un fin en sí mismo, sino como aquello que “aleja de las pequeñas miserias que marchitan el alma y el cuerpo”.
Nuestros padres –escribió Cané en sus Ensayos – eran soldados, poetas y artistas. Nosotros somos tenderos, mercachifles y agiotistas. Ahora un siglo, el sueño constante de la juventud era la gloria, la patria, el amor; hoy es una concesión de ferrocarril, para lanzarse a venderla al mercado de Londres.”
Ya sabemos que ese afán mercantilista para Cané va unido a la decadencia de las viejas virtudes republicanas. En el discurso de homenaje a Sarmiento en 1888, esta sensación se ha vuelto angustia: “Siento, señores –confiesa–, que estamos en un momento de angustioso peligro para el porvenir de nuestro país”, porque “no se forman naciones dignas de ese nombre sin más base que el bienestar material o la pasión del lucro satisfecha”.
Hemos visto entonces en torno de los escritos de Cané cómo se articuló desde la Generación del 80 la problemática de las cuestiones política (democracia), social (movilidad y conflicto en el mundo del trabajo) e inmigratoria (“marea invasora”). Esta última alentó la idea de que muchas de las dificultades del presente se originaban en una sociedad “ “excesivamente heterogénea”. Juan Alsina, quien trabajó sobre la base de la información que los censos empezaban a aportar sobre la realidad nacional, opinó:
“La diversidad de razas coexistiendo en una nación crea problemas sociales gravísimos. Conservemos en nuestra república la homogeneidad, para disminuir conflictos que no dejarán de presentarse dentro de ella”.
Buena parte de las soluciones a estos conflictos se trasladó a la cuestión nacional Esto es, a la construcción de una identidad nacional capaz de homogeneizar y unificar aquello que la extranjería, el mercantilismo y la modernidad estaban separando y disolviendo.