miércoles, 28 de octubre de 2020

 

Cultura política y violencia en Argentina. (fragmentos)

texto completo aquí

PABLO PONZA - Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona, Investigador Adjunto del CONICET-IDACOR-UNC y profesor de Historia Argentina Contemporánea en la Facultad de Comunicación de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina


Las condiciones nacionales: intervenir el sistema político y eliminar al enemigo


El jueves 16 de junio de 1955, con el objetivo de asesinar al presidente Juan Domingo Perón una flota de aviones Gloster Metheor de la Marina y la Fuerza Aérea dejaron caer nueve toneladas de explosivos y dispararon sus ametralladoras sobre una concentración de simpatizantes peronistas en el área de Plaza de Mayo. La aviación argentina, que hasta entonces no había participado en guerras ni había realizado bombardeo alguno, perpetró su bautismo de fuego y muerte contra su propia población civil. El ataque provocó una masacre de 364 muertos y más de 800 heridos. Muchas víctimas no eran manifestantes, sino simplemente transeúntes desprevenidos, ancianos, mujeres y niños que se encontraban ese día allí por distintos motivos. El bombardeo respondía a una trama conspirativa que intentaba derrocar al gobierno. Una intentona que finalmente tuvo éxito dos meses después, el 16 de septiembre, cuando un levantamiento en Córdoba encabezado por el general Lonardi y secundado por el general Aramburu, logró que tres días más tarde el presidente electo se refugiara en la embajada de Paraguay y diera comienzo a su largo exilio. Esa mancha de sangre en el historial de las Fuerzas Armadas marcó el inicio de una espiral de violencia que no cesará su ascenso y radicalidad hasta el retorno a la democracia en 1983. La hipótesis o variable explicativa de este apartado sostiene que la permanente acción despótica de los grupos dominantes, a través de la intervención de las Fuerzas Armadas, permeó en el comportamiento y las prácticas de todas las organizaciones sociales y populares de la época, estableciendo a partir de allí una cultura política que comenzó a considerar inútil e ineficaz sostener reivindicaciones, aspiraciones de gobierno y control del Estado sin el uso de la fuerza.


Recordemos que una vez derrocado Perón, el régimen militar dictó el de - creto 3.855 de 1956, que prohibió el proselitismo peronista, la simple mención del nombre de Perón, toda iconografía, música, simbolismo o bibliografía peronista en el ámbito público o privado. Secuestró el cadáver de Eva Duarte de Perón, Evita, líder espiritual del movimiento. También intervino la Confederación General del Trabajo (CGT), disolvió el Partido Justicialista, inhabilitó para obtener empleos en la administración pública a sus afiliados, ex afiliados y a quienes hubieren ocupado cargos sindicales durante la gestión anterior. Como corolario, el 9 de junio de 1956, casi un año después del bombardeo a Plaza de Mayo y en nombre de la libertad se fusiló a 6 militares sublevados liderados por el General Juan José Valle. Tal como lo documentó Rodolfo Walsh (1957), ese mismo día se ejecutó clandes - tinamente a 18 civiles en Lanús, al igual que un grupo de 9 obreros peronistas en un basurero de José León Suárez. Al día siguiente, el 10 de junio, y después de 128 años sin crímenes políticos se implantó la Ley Marcial en Argentina. El violento derrocamiento del gobierno constitucional de Perón y la posterior proscripción del Partido Justicialista durante los siguientes 18 años, signaron transversalmente las relaciones entre los principales actores políticos durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX. A partir de entonces, el enfrenta - miento entre peronistas y anti-peronistas se convirtió en el conflicto central de la época subordinando el mapa político a una división binaria entre bandos ra - dicalmente opuestos. Por un lado, el amplio y heterogéneo arco anti-peronista, compuesto mayoritariamente por liberales conservadores y nacionalistas católicos; y por el otro, el bloque peronista proscripto, marginado e ilegalizado, compuesto fundamentalmente por obreros de clase baja y media baja.


Entre 1955 y 1973 se sucedieron 8 presidentes, 6 militares de facto y 2 civiles elegidos sin la participación del peronismo: Lonardi, Aramburu, Frondizi, Guido, Illia, Onganía, Levingston y Lanusse. La consecuencia inmediata de la exclusión del peronismo fue el manto de ilegitimidad que tiñó a los sucesivos gobiernos, y el creciente estado de rebeldía e insurrección. Prueba de ello son las numerosas luchas sindicales, huelgas y movilizaciones que se registran en la época, mismas que impactaron en la pérdida de más de 6.000.000 de horas de trabajo.


entre mayo de 1958 y junio de 1961 se produjeron más de 1.000 actos de violencia por parte de la llamada Resistencia Peronista. Entre ellas, y a apropósito de un plan de privatización de empresas estatales, el 19 y 20 de enero de 1959 se realizó la toma del Frigorífico Nacional Lisandro de la Torre, conducida por Sebastián Borro, John William Cooke y Gustavo Rearte. Desalojado por más de 2.000 soldados apoyados por 4 tanques. La toma del frigorífico tuvo un saldo de casi 100 detenidos, varias docenas de heridos y más de 5.000 despidos. Poco después, y desoyendo la amenaza represiva del gobierno, el 23 y 24 de septiembre del mismo año y el 7, 8 y 9 de noviembre de 1961, los sindicatos volvieron a realizar huelgas generales. En tanto, en febrero de 1960, una explosión provocada en los depósitos de combustible de Shell-Mex en Córdoba dejaron un saldo de 9 muertos y dos decenas de heridos.

La acción insurreccional de los huelguistas y la violencia represiva de las fuerzas de seguridad del Estado aumentaban semana a semana en una espiral de violencia que se retroalimentó sin descanso. Arturo Frondizi alcanzó la presidencia el 1 de mayo de 1958 con mayoría absoluta, aunque la ventaja decisiva no la aportó su partido, la Unión Cívica Radical Intransigente, sino que provino del peronismo proscripto. El apoyo peronista fue fruto de una negociación secreta en la que participaron Rogelio Frigerio, el delegado personal de Perón en la Argentina, John William Cooke, y el propio Perón. Los términos del pacto consistían en que el peronismo apoyaría a Frondizi a cambio de su legalización y la supresión de los obstáculos para la normalización de la CGT. Una vez que Frondizi alcanzara la presidencia realizaría una apertura democrática total, pero nunca cumplió su parte pues pronto quedó acorralado, no sólo por las Fuerzas Armadas que exigían medidas inmediatas para desactivar la reorganización peronista y el desarrollo marxista, sino también por el creciente sabotaje de la resistencia peronista que presionaba para detener los cambios en la orientación económica e impedir la normalización de su exclusión política. Finalmente, en marzo de 1960 el cordel se cortó por lo más fino y Frondizi cedió ante las demandas militares y aprobó el denominado Plan de Conmoción Interna del Estado (CONINTES) y la llamada Ley de Defensa de la Democracia imprimiendo una nueva vuelta de rosca a la política represiva. Las Fuerzas Armadas consiguieron así la potestad para perseguir y encarcelar a miles de militantes opositores, en su mayoría peronistas, pero también comunistas o todos aquellos considerados incómodos para los planes de desactivación de las protestas. La caída del gobierno de Frondizi mantuvo cierta coherencia con el modo en que había logrado su ascenso. En agosto de 1961, Ernesto Che Guevara, representante del gobierno cubano en el extranjero visitó Buenos Aires, se reunió con Frondizi y el clima político se volvió tormentoso. En los diarios La Nación y especialmente La Prensa resplandeció un proverbial anticomunismo. 

 Las elecciones para Capital Federal y 17 provincias estaban programadas para el 18 de marzo de 1962 y Frondizi había prometido que en ellas se levantaría la proscripción de los candidatos peronistas. Todo hacía pensar que Frondizi buscaría quedarse nuevamente con una porción de votos peronistas que le dieran el triunfo, tal como había sucedido en las presidenciales. En cualquier caso, lo que no calculó Frondizi es que ninguna de las dos alternativas eran vistas con simpatía por los sectores liberales de las Fuerzas Armadas. Por su parte, y desde su exilio en Madrid, Perón confió en la Línea Dura de su movimiento para los comicios a gobernador en la provincia de Buenos Aires y decidió colocar como candidato a Andrés Framini, un personaje de segunda línea en el partido, dirigente del gremio textil cuya trayectoria aparecía explícitamente asociada con los sectores más radicalizados del peronismo. Ese claro viraje a la izquierda provocó una alianza coyuntural entre el peronismo, el Partido Comunista, el Socialismo de Vanguardia y otros grupos menores de izquierda, algunos de los cuales aportaban un furioso castrismo. Perón utilizaba alternativamente a los sectores más radicalizados del movimiento para mostrarse como el único hombre capaz de controlar los extremos. De ese modo desestabilizaba al gobierno militar y amenazaba a la derecha con dar vía libre a la izquierda; así quedaba él como el único hombre capaz de conciliar los extremos. La victoria de los candidatos peronistas en 8 de las 14 gobernaciones en juego fue el desencadenante del golpe militar que derrocó a Frondizi. Cuanto más avanzaba el peronismo, más altos eran los niveles de repulsa en el establishment y las Fuerzas Armadas. 

 


Los fallidos comicios arrojaban dos conclusiones. Primero, con elecciones libres y democráticas el peronismo era acreedor del apoyo mayoritario del electorado. Y segundo, que los sectores antiperonistas estaban dispuestos a intervenir militarmente siempre que les fuera preciso. Luego de anular las elecciones y ordenar la intervención federal inmediata de todas las provincias donde había ganado el peronismo, el 29 de marzo de 1962 Frondizi fue destituido por las Fuerzas Armadas, arrestado y recluido en la isla Martín García. Poco después, la misma fórmula que proscribió la participación política de los candidatos peronistas en las elecciones de 1958, consagró a Arturo Illia como nuevo presidente argentino el 12 de octubre de 1963. Tal como le ocurriera a Frondizi antes, un manto de ilegitimidad y baja representatividad cubrió todas las acciones del nuevo gobierno dificultando los caminos de encuentro y conciliación política. Para Pablo Gerchunoff y Lucas Llac (1999), los problemas de Illia eran eminentemente políticos ya que la recuperación económica de la administración fue rápida e inesperada.


El problema de Illia fue la flexibilización en las condiciones de marginación que sufría el peronismo y el permiso de participación que ofreció en las elecciones de renovación parlamentaria de marzo de 1965, donde candidatos peronistas ganaron 52 bancadas logrando convertirse nuevamente en mayoría en la cámara de diputados. Los comicios parlamentarios dejaron claro que en una hipotética normalización de las reglas del juego democrático el peronismo estaba en posición de disputar el poder. Esto crispó a las Fuerzas Armadas, que derrocaron al gobierno el 28 de junio de 1966 marcando el fin de la segunda experiencia civil que intentaba regularizar la vida institucional del país desde 1955. Illia, no renunció sino que fue destituido y literalmente echado a empujones de la casa de gobierno junto a un grupo de funcionarios y amigos, la principal meta de la autodenominada Revolución Argentina fue borrar al peronismo del juego electoral y domesticar al resto de fuerzas políticas existentes. En este sentido y según ha comprobado María Matilde Ollier (2005), en virtud de amenguar la creciente crisis de legitimidad, las Fuerzas Armadas apostaron por el endurecimiento de sus políticas de control sobre los comportamientos de la sociedad e intervinieron las universidades y los medios de comunicación, así como el normal desempeño de todas las instituciones del Estado, removiendo las autoridades electas poniendo en su lugar personal miliar. 


Las condiciones internacionales y la emergencia de repertorios insurreccionales


La segunda variable explicativa que proponemos para comprender la consolidación de una cultura política autoritaria, intolerante y violenta en la Argentina de la segunda mitad del Siglo XX, se enfoca en las condiciones internacionales de la época y su influencia en la emergencia de diversos repertorios insurreccionales. Las fuentes analizadas nos permiten afirmar que, no obstante la permanente insubordinación de las Fuerzas Armadas a la Constitución y la fuerte clausura de los canales institucionales, ya había en el país repertorios insurreccionales y de lucha armada instalados por diversos accesos. Es decir, la idea de establecer una lucha directa por la toma del poder del Estado a través de la fuerza respondería también a una lógica de acción política que se observa a escala planetaria. En efecto, estos años están marcados por la Guerra Fría y el reparto de aliados entre el bloque comunista y capitalista, el conflicto chino-soviético, las guerras de Argelia o Vietnam, así como los conflictos que tuvieron a 1968 como el año cumbre de la contestación y la crítica en los Estados Unidos y Europa, en especial por los acontecimientos suscitados en el mayo francés y las revueltas en las universidades de Columbia, Berckeley y México. Como ha comprobado Mónica Gordillo (2001), si bien las manifestaciones en la Argentina tienen su punto más alto en 1969 con el Cordobazo y otras puebladas en distintas provincias del país, podemos ver que su proceso de efervescencia es contemporáneo y su influencia en la configuración ideológica de entonces fue determinante. Recordemos que ya desde los primeros años de la década de 1950 la concepción tercermundista, liberacionista y el espíritu revolucionario fue alimentado por las llamadas Guerras de Liberación Nacional, es decir, por el proceso de independencias que afectó tras la Segunda Guerra Mundial a buena parte de las entonces colonias, en especial británicas y francesas en Asia y África. En este movimiento debemos alinear también a la Revolución Cubana, una experiencia que encandiló el imaginario de buena parte del progresismo y la izquierda latinoamericana, no sólo porque había conseguido librarse de los yugos coloniales y las dictaduras, sino porque lo había hecho a través de la organización civil y sirviéndose del método de la lucha armada. De hecho el rol de Cuba a escala continental nunca fue pasiva y entre el 31 de julio al 10 de agosto de 1967 organizó en La Habana la primer Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), un evento dirigido por Regis Debray. El objetivo de la OLAS era convertirse en el instrumento de coordinación de las diferentes experiencias revolucionarias del continente. Allí la dirigencia cubana logró imponer su definición de lo que era una vanguardia y cuáles debían ser las líneas prioritarias de acción de todas las organizaciones consideradas revolucionarias. Según Elias Palti (2005), en los núcleos marxistas argentinos la experiencia cubana afectó profundamente a las tradicionales tesis del cambio revolucionario. Cambió para siempre la idea que respecto al valor de la práctica política y la acción subjetiva en el desarrollo del denominado proceso revolucionario. La gesta de los rebeldes cubanos que habían tomado el poder del estado por la vía armada abrió un gran debate. En especial en los núcleos intelectuales que veían caer con estrépito algunos de los dogmas inmanentes del marxismo oficial soviético. La irrupción castrista agregó la idea de contingencia histórica en las determinaciones objetivas del relato marxista clásico. Es decir, se incorporó la guerrilla como factor subjetivo y elemento de incertidumbre capaz de acelerar los plazos revolucionarios. La Revolución Cubana forjó una nueva identidad que tuvo efectos inmediatos a nivel continental. La insurgencia joven, optimista y voluntariosa abonaba así la ortodoxia de la izquierda clásica. La Revolución Cubana tampoco es un dato menor en la crisis final de la gestión presidencial de Frondizi e Illia, pues desde 1959 las Fuerzas Armadas vieron en Cuba un nuevo argumento para renovar su tradicional anticomunismo y justificar su acecho al sistema político. Los altos mandos argentinos fueron susceptibles a las teorías alentadas por Estados Unidos que veían en la revolución de Castro el peligro comunista a pocas millas de Miami. Dos teorías promocionadas desde el Ministerio de Relaciones Exteriores norteamericano prendieron con vigor en las corporaciones castrenses latinoamericanas de entonces: las doctrinas de Seguridad Nacional y de Fronteras Ideológicas. Según la primera de ellas, la tarea de las Fuerzas armadas debía ser defender la legalidad constitucional del país hasta un cierto límite. Este límite lo marcaba la amenaza comunista que ponía en peligro el estilo de vida occidental y cristiano propio de la tradición y las costumbres de la nación. Y la segunda, referida a las llamadas Fronteras Ideológicas, sostenía que dicha tradición y costumbres occidentales eran un conjunto de valores y creencias que se veían amenazadas no sólo por fuerzas armadas invasoras sino, fundamentalmente, por individuos y organizaciones políticas interiores del propio país que pretendían subvertir dichos valores, por caso: la propiedad privada, la familia y la religión. Las Doctrinas de Seguridad Nacional y Fronteras Ideológicas no tenían como finalidad colocar a las Fuerzas Armadas en el lugar de garantes de un proceso político institucionalizado, democrático o consensual, sino todo lo contrario. Con ellas se impulsaron y justificaron un papel autárquico y despótico. Se auto asumieron centinelas de la civilización occidental, capitalista y cristiana. Adoptaron el rol del guardián autónomo que asegura la construcción de un proyecto nacional homogéneo y hegemónico. Un proyecto privado de democracia y a salvo de cualquier descontento amenazante de la ciudadanía. Para Ricardo Forte (2003), las Fuerzas Armadas se convirtieron en los depositarios de una misión de protectorado de los verdaderos intereses de la nación. Creyeron ser los únicos capaces de conducir a la nación hasta un lugar seguro y conveniente a pesar del deseo contrario y soberano de un sector claramente mayoritario de la población. En este sentido Horacio Verbitsky (2006) sostiene que las publicaciones del Vicariato castrense fueron decisivas en la preparación ideológica de la generación de oficiales que entre 1976 y 1983 dirigirán la llamada Guerra Sucia. En su opinión, la doctrina se Seguridad Nacional y Fronteras Ideológicas tal como se aplicarían en la Argentina serían incomprensibles sin su fundamento dogmático: la dialéctica amigo-enemigo. Una dialéctica que reprodujo en su núcleo central el conflicto teológico entre el Bien y el Mal. De ese veneno, asegura Verbitsky, surgen las justificaciones de la violencia redentora, la efusión de sangre que purifica y el repudio a las instituciones republicanas. 


Ya en 1961 la Capellanía General del ejército consideraba que la autoridad era de derecho divino y planteaba la oposición de la doctrina católica con la de Rosseau, que fincaba el origen de la autoridad en el pueblo soberano.


Las condiciones ideológico-intelectuales de los sesentas


El tercer y último factor que explicaría el desarrollo de una cultura política autoritaria, intolerante y violenta radica en las condiciones ideológico-intelectuales imperantes en la época. La década de 1960, denominada frecuentemente los sesentas, se inauguraron con la crisis de dos de los sistemas doctrinarios más importantes de la época. Por una parte, la crisis y renovación teórica del marxismo a partir del XX y XXII Congreso del Partido Comunista en 1956 y 1959 respectivamente, donde se conocieron los crímenes del stalinismo. Y por otra, las novedosas reflexiones teológicas, pastorales y litúrgicas promovidas por el Concilio Vaticano II (1962- 1965). Desde luego que en Argentina, hay que resaltar la importancia que tuvo el discurso nacionalista y popular, encarnado fundamentalmente por el peronismo, que combinado con el marxista y el cristiano postconciliar se volvió altamente explosivo. Precisamente allí, en la combinación del nacionalismo con las reflexiones postconciliares es donde cobró mayor intensidad el paso a la acción armada de una parte de la juventud católica renovadora argentina, en un abierto compromiso de lucha contra la pobreza y la dictadura. Los sesenta son años de renovación en las lecturas del marxismo, años don - de surgen nuevas posiciones, por un lado se recuperan pensadores olvidados o denostados por el stalinismo como Gramsci, Lukács, Korsch, Rosa Luxembur - go, Bujarin, Grossman, Bernstein, Kautsky, Pannekoek, Bauer, Chayanov o Ber Borojov. Y por otro, se suman los aportes del Partido Comunista francés con la aparición de Lefebvre o Sartre, y sobre todo el agiornamento de lo que después se llamará el Eurocomunismo.

Por otra parte, hubo una vasta literatura que teorizó y racionalizó el uso de la violencia como recurso político. Por caso, hubo tres libros que tuvieron una temprana y decisiva influencia en las conceptualizaciones de la lucha armada en las organizaciones político-militares argentinas de los sesenta-setenta: Los Condenados de la Tierra (1961) de Franz Fanon; La Guerra de Guerrillas (1960) de Ernesto Guevara; y ¿Revolución en la Revolución? (1962) de Regis Debray. La importancia de estos textos estuvo dada por la línea interpretativo-conceptual que desarrollaron de la lucha armada como método principal de acción por parte de las organizaciones revolucionarias en los entonces llamados procesos de liberación nacional en países del Tercer Mundo Lo que quisiéramos destacar aquí, es que textos como el de Fanon, Guevara y Debray, por ejemplo, no sólo colocaron la cuestión nacional en el centro del debate sino que adjudicaron la resolución de los conflictos a la violencia popular, a la violencia en manos del pueblo oprimido. Conseguir la libertad, lograr la inde - pendencia, terminar con la dominación, era una responsabilidad del pueblo. Nada ni nadie podía relevarlo de esa tarea. El análisis de dichos autores combinó aspectos históricos, políticos e incluso morales y psicológicos. Dimensiones de una argu - mentación que racionalizó y reivindicó explícitamente el uso de la violencia como método fundamental de resolución de las contradicciones. Desde su perspectiva la intensidad represiva evidenciaba que la violencia del explotador no entendía más razones que las de una lógica de dominación, y que sólo podría ser detenida por una fuerza mayor con fines liberadores y, por lo tanto, justos. En los sesenta muchos intelectuales latinoamericanos de izquierda creyeron que el capitalismo atravesaba por una crisis terminal que, a través de una ola de guerras de liberación nacional, permitiría romper las cadenas que el imperialismo imponía a los países periféricos. En este sentido Fredric Jameson (1997) ha señalado que esa idea tan propia de la época era una completa simplificación imaginaria. Es posible, sostiene Jameson, que estuviera ocurriendo precisamente todo lo contrario y que los procesos de cambio en las estructuras del sistema productivo de la época conducían a un nuevo estado de penetración y expansión de la lógica del capital, muchas veces incomprensible para los movimientos sociales e imprevisibles para el desarrollo del pensamiento político de entonces. Lo que plantea Jameson es que, en realidad, a lo que se asistía era a un nuevo estadio de la lógica capitalista donde el capital sufrió una de sus expansiones más dinámicas e innovadoras de todo el siglo XX. Las teorizaciones y debates respecto a la dependencia económica y cultural de la Argentina en particular, y de Latinoamérica y el Tercer Mundo en general, se basó en una hipótesis que establecía un esquema compuesto por dos variables mutuamente dependientes: los dominados y los dominadores. Desde esta perspectiva los cambios de estructura social que permitían el desarrollo, o que reproducían el subdesarrollo, estarían dadas por relaciones entre grupos, fuerzas y clases sociales que lograban imponer de manera estable formas de dominación o dependencia. Esta óptica postulaba que el dominio en las relaciones político-sociales eran las que permitían a los países centrales gozar de los beneficios económicos y mantener el subdesarrollo en la periferia. Sin embargo, esta teoría era de dependencia porque consideraba que los países desarrollados necesitaban de los subdesarrollados para mantener sus altos niveles de vida. Y, por lo tanto, eso convertía a las naciones subdesarrolladas en términos imprescindibles para el sustento del orden. En la actualidad ya no se habla de dependencia sino de exclusión, pues en la concepción actual hay una importante porción de la humanidad que ya ni siquiera estaría bajo un régimen de explotación, sino que simplemente permanecería excluida de la órbita de los intereses del poder. Si no tienen nada que ofrecer se encuentran al margen del sistema. Lo que queremos subrayar es el auge de una dicotomía planteada en términos binarios de liberación vs. dominación. Términos dicotómicos que no sólo parecían explicar convincentemente los conflictos sociales históricos de Argentina, sino que funcionaron como parte aguas ideológico. El socialismo aparece aquí como telón de fondo, como un horizonte de futuro cercano y posible, resultado del desarrollo de la ciencia, síntesis de la práctica, de la comprobación histórica y su generalización teórica. Es decir, el marxismo adquiere en estos años un estatuto teórico muy convincente y respetado en el ámbito de las Ciencias Sociales, y sus generalizaciones eran formalmente aceptadas por la mayor parte del arco científico. Ahora bien, si nos remontamos a las gestiones de gobierno entre 1955 y 1976, sean civiles o militares, advertimos que todas colocaron la cuestión del desarrollo en el centro del debate e intentaron consolidar en la agenda pública los temas económicos sosteniendo que Argentina y, en general toda Latinoamérica, si permitían el avance de los llamados gobiernos populistas tenían verdaderamente muy difícil alcanzar el ritmo cada vez más acelerado de crecimiento económico que llevaban los Estados Unidos y Europa. El asunto fue adquiriendo un tono acuciante, casi dramático, pues la cuestión del desarrollo era una tarea que se definía impostergable, una tarea que se concebía según un paradigma apologético de la ciencia, del desarrollo tecnológico y bajo una idea absoluta de la razón positiva y lineal de la evolución social. Según Carlos Altamirano (2001), la influencia del desarrollismo no sólo se limitó al campo de la economía sino que se presentó e impuso como una lectura integral que abarcaba diversas variables: la social, la cultural y la política. El desarrollismo se convirtió así en el modelo hegemónico de pensamiento de esa etapa, un pensamiento que parecía rebelarse contra las prácticas que no habían logrado resolver los enigmas económicos crónicos del país, abriendo un amplio frente de discusión que se ordenó en torno a conceptos dicotómicos y binarios como moderno-tradicional, desarrollo-subdesarrollo, centro-periferia o colonialismo-neocolonialismo. Por otra parte, Carlos Altamirano (2001), Beatriz Sarlo (2001), Silvia Sigal (2002) y Oscar Terán (1993) han coincidido en que la clase media se convirtió hasta fines de 1960 en un tema central para los estudios del campo de la izquierda. La producción simbólica que hasta entonces se había obstinado en concebir al peronismo como un movimiento artificial y pasajero, comenzó a cambiar su perspectiva cuando vio que la fidelidad de los sectores obreros al liderazgo de Perón era inalterable pese al paso del tiempo y la proscripción. La magnitud del arraigo emocional de buena parte de la sociedad tenía una gravitación central en el devenir de la vida política nacional, una gravitación que no podía soslayarse mediante exclusiones forzadas. El extenso despliegue que se observa entre 1955 y 1966 de una literatura interpretativa dirigida a revisar la actuación de la clase media en relación al fenómeno peronista será, para Carlos Altamirano (2001), producto de un sentimiento de mortificación y expiación, donde, a su juicio, los letrados buscaban purgar las faltas cometidas contra el pueblo en 1943 y 1955, e incorporar bases marxistas a los análisis para unir su destino pequeño burgués al del proletariado. Que los intelectuales estuvieran interesados en reinterpretar la compleja relación entre clase media y peronismo, implica decir que los intelectuales de clase media buscaban reconceptualizar o reinventar positivamente lo que el peronismo había significado en tanto fenómeno de masas.


Posiblemente Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos fueron dos de los autores más representativos de la denominada Izquierda Nacional, conocida también como nacionalismo marxista, marxismo nacional o izquierda antiliberal. Aunque más allá de los títulos, lo importante es que se trató de dos de los más activos intelectuales marxistas abocados a la búsqueda de una interpretación alternativa del peronismo. Puiggrós provenía del Partido Comunista y Ramos de círculos trotskistas. Ambos creyeron que unirse al peronismo era de alguna manera una circunstancia histórica necesaria, pues a esa forma organizativa respondían las masas. Veían en el derrocamiento de Perón una contrarrevolución que detenía momentáneamente un proceso popular destinado a transitar una etapa que concluía con la liberación nacional y el quiebre de la dominación colonial. En su opinión, el peronismo se inscribía en el gran relato marxista, era la expresión antiimperialista de un movimiento de liberación nacional que se hallaba en un tramo del camino que había comenzado en las montoneras, continuado en la política criolla y la plebe yrigoyenista. Ramos en su interpretación de la historia señala que los héroes de las masas habían sido lapidados por la oligarquía, donde caudillos y montoneros fueron degradados a la condición de delincuentes o ladrones de ganado. Siguiendo esta línea interpretativa, la organización político-militar peronista más importante de los setenta se fundará bajo el nombre Montoneros, reivindicando precisamente las formaciones del pueblo en armas. Para ambos autores la secuencia histórica colocaba al peronismo en un camino irreversible de nacionalización de la conciencia obrera frente a la dominación oligárquico-imperialista


Si bien los autores mencionados fueron los ideólogos que mejor sistematizaron el llamado socialismo nacional, el personaje original y emblemático de la corriente fue John William Cooke, quien escribió Peronismo y Revolución y publicó una polémica correspondencia con Perón. Cooke recibió una fuerte inspiración cubana en el desarrollo de sus tesis sobre el peronismo revolucionario, expresión que devenía, a su vez, de algunas de las experiencias insurreccionales llevadas a cabo por del peronismo de la Resistencia. Cooke y la llamada Resistencia comenzaron a cuestionar no sólo los mecanismos acomodaticios, pragmáticos, verticalistas y autoritarios del funcionamiento sindical encabezado entonces por Las 62 Organizaciones y la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), que a partir de 1954 colocó a Augusto Timoteo Vandor como su máximo líder. La Línea Dura, por el contrario, reivindicó la fidelidad a Perón no sólo como su principal elemento de cohesión interna, sino que, cada vez con más frecuencia, se identificó con posiciones independientes, de izquierda e izquierda armada. De este modo, dentro del peronismo se fue consolidando una oposición interna que resaltó los valores de lealtad al líder y resistencia contra la dictadura. Esta corriente de resistencia se definió muy pronto en términos morales. Eran intransigentes, no negociaban, no claudicaban, no traicionaban sus ideales. Para los Duros hombres como Vandor eran una mezcla de gánsters con siniestros conspiradores y traidores del espíritu de la Resistencia que merecían morir.


Breve comentario final


A lo largo del texto hemos analizado lo que a nuestro juicio fueron las tres principales variables explicativas del proceso de radicalización ideológica que condujeron al establecimiento y consolidación de una cultura política autoritaria, intolerante y violenta. Para ello hemos descripto sucintamente los principales acontecimientos que tuvieron lugar entre los años 1955 y 1973, un período histórico caracterizado por un proceso de modernización cultural, signado por la proscripción política del partido peronista, la paulatina cancelación de los canales institucionales para la resolución de conflictos y la represión de un amplio y diverso movimiento social crítico del orden establecido. De lo expuesto cabe destacar, en primer lugar, como la permanente intervención autoritaria y violenta de las Fuerzas Armadas en el sistema político condujo a la radicalización de las fuerzas enfrentadas y a una paulatina anulación y desconfianza en el plano político-electoral en tanto dimensión específica donde licuar con eficacia los conflictos. Por ello, la democracia y las elecciones fueron alternativamente consideradas un engaño, una trampa aplicada por los sectores dominantes para intentar perpetuarse en el gobierno, o un mecanismo burgués destinado a dilatar el proceso de inclusión política y quitar visibilidad al verdadero sustento del poder, el verdadero factor determinante: las Fuerzas Armadas. A nuestro juicio estos argumentos lograron instalarse e imponerse, en primer término, porque el autoritarismo emanado desde los grupos en el poder fue permeable a las prácticas de todas las organizaciones sociales y la cultura política en general. Y luego, porque frecuentemente los dirigentes de las organizaciones radicalizadas actuaron subestimando la dimensión terrorista que podía adoptar la violencia represiva de las Fuerzas Armadas. El segundo aspecto a destacar de los llamados sesenta-setenta es que este período parece marcar un punto de inflexión entre dos paradigmas, entre dos tiempos. Parecen señalar el espacio donde tuvo lugar una crisis y un cuestionamiento profundo de las hasta entonces formas tradicionales de participación y representación política de los sectores medios. Entre las razones que explican este proceso contamos la profunda modernización técnica y cultural, la paulatina fragmentación y especialización del conocimiento, las nuevas teorías de abordaje de los fenómenos sociales -en especial el marxismo-, la reconfiguración de las relaciones laborales, la alta complejidad que adquirió el ordenamiento económico, y la tecnificación de la sociedad moderna. No es un dato menor en la consolidación de una lógica guerrera, que la percepción del escenario político quedara fracturado entre amigos y enemigos, donde las miradas binarias y dicotómicas del conflicto coincidieran tanto para el misticismo revolucionario de la izquierda más radicalizada, como para las Fuerzas Armada, en cuya auto-percepción les cupo una valoración moral de la violencia. Unos otorgándole un sentido de justicia y de realización a través del sacrificio y el renunciamiento individual. Y otros considerándose centinelas y defensores elegidos no sólo del destino de la patria, sino también de los valores primarios de la sociedad occidental.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Peronismo sin Perón...Peronismo con Perón

 

El Peronismo sin Perón, una posibilidad que comenzó a barajarse después del golpe del 55, ondeando de dercha a izquierda, pero siempre marcado de cerca por Perón en el exilio, bendiciendo y condenando, preparando su regreso.

A continuación fragmentos de los historiadores Raanan Rein y Richard Gillespie y el filósofo, escritor y militante peronista Nicolás Casullo




1. El primer peronismo sin Perón: la Unión Popular durante la Revolución Libertadora

RAANAN REIN

Universidad de Tel Aviv

raanan@post.tau.ac.il

Poco tiempo después del derrocamiento de Perón en septiembre de 1955, el partido Justicialista fue proscripto y su actividad declarada ilegal. No obstante, la masa de seguidores del líder depuesto continuaba constituyendo un tesoro político y un capital electoral que atraía tanto a políticos como a dirigentes gremiales. Diversas personalidades, que en uno u otro período formaron parte del bando peronista, abrigaban la esperanza de aprovechar el distanciamiento geográfico de Perón de la arena política argentina, impuesto por los nuevos gobernantes militares del país, para lanzar una carrera política propia e independiente. Semejante pretensión era imposible mientras el carismático líder sujetara las riendas, pero parecería viable en la nueva coyuntura política.

El primer partido neoperonista, el más importante y duradero entre ellos, fue la Unión Popular, encabezada por Juan Atilio Bramuglia estrecho colaborador de Perón en los años formativos del movimiento y ministro de relaciones exteriores y culto entre los años 1946-1949. La UP pretendía ser la heredera del peronismo y bregar por sus mensajes sociales originales inpendientemente del liderazgo carismático de Perón, por tantos admirado y adorado, y por tantos rechazado y denostado.

Hacia una nueva identidad peronista

Derrocado Perón, parecía que había llegado a su fin un capítulo de la historia del país, coincidente con el punto final a su carrera política. El ex presidente encontró refugio en una cañonera paraguaya anclada en el puerto de Buenos Aires y allí comenzó un exilio que se iba a prolongar 18 años e incluiría varias estaciones en América Latina, hasta el establecimiento permanente en la España de Franco. El general Eduardo Lonardi se convirtió en el nuevo inquilino de la Casa Rosada. Bajo el tranquilizador lema de Urquiza --“ni vencedores, ni vencidos”--, esperaba poder formar una alianza renovada entre grupos nacionalistas, sus colegas uniformados y la clase obrera, tal como lo había hecho Perón en la década del cuarenta. Los seguidores de Perón tendrían lugar en esta alianza, mas no así el propio general exiliado.

Una vez implantado el nuevo régimen, Bramuglia entabló contacto con el general Lonardi, que trataba de obtener el apoyo de al menos una parte del bando peronista. Si bien Lonardi criticaba al gobierno que había depuesto, por otra parte dejó a la CGT en manos peronistas, no parecía dispuesto a modificar la legislación de Perón en las áreas sociales y laborales y permitió al partido peronista reorganizarse.6

Según diversos testimonios, entre ellos el del propio Bramuglia y el de Juan Carlos Goyeneche, secretario de prensa y de cultura de Lonardi, la intención del nuevo presidente era nombrar a Bramuglia ministro de Trabajo, cartera a la que aspiraba ya en 1946, cuando fue nombrado canciller por Perón. Este ministerio jugaba un papel central en el breve proyecto político de reconciliación nacional que emprendiera Lonardi. Pero pudo más la resistencia de los factores más hostiles hacia el peronismo en la cúpula de la Revolución Libertadora7 y el puesto fue dado finalmente al abogado nacionalista Luis Cerruti Costa, asesor jurídico de la Unión Obrera Metalúrgica y funcionario del Ministerio de Trabajo durante el gobierno de Perón, cuya política constituiría uno de los principales puntos de fricción con los sectores antiperonistas.


Cabe destacar que la actitud de Bramuglia no era excepcional y que, a diferencia de la imagen difundida, fueron numerosos los peronistas que manifestaron buena voluntad para cooperar con el nuevo gobierno. El presidente del Partido Peronista, Alejandro Leloir, dirigió un telegrama a Lonardi, que terminaba diciendo: “Dios ilumine vuestra gestión de paz que haga realidad la consigna de que no hay vencedores ni vencidos…”.
9 El Secretario General de la CGT, Hugo Di Pietro, adoptó una actitud pragmática y renunció unos días después. El dirigente textil Andrés Framini y el de los obreros de Luz y Fuerza, Luis Natalini, ambos aceptables para el gobierno, fueron elegidos para conducir la central obrera. Hasta John William Cooke, futuro censor de Bramuglia, la Unión Popular y la “línea blanda” en general, evitaba una posición demasiado “dura” en esos días.

El 13 de noviembre, al cabo de apenas 51 días de haber asumido la presidencia, Lonardi fue depuesto por el general Pedro Eugenio Aramburu, mucho más intransigente en su postura, que prometía “suprimir todo vestigio de totalitarismo”. Aramburu se caracterizaba por una hostilidad manifiesta hacia toda forma de reincorporación del peronismo a la vida política. Fue un período caótico para la Argentina en general y para el movimiento peronista en particular. Decenas de miles de activistas políticos y sindicalistas del justicialismo fueron perseguidos y detenidos. En las filas de las Fuerzas Armadas se produjeron depuraciones de presuntos simpatizantes del régimen depuesto. Se prohibió el uso de símbolos, conceptos y lemas peronistas. El partido fue proscripto y el gobierno intervino la CGT. No obstante, los esfuerzos de desperonización por la fuerza provocaron una reacción inversa a la esperada, de reperonización. Sin ser dirigida desde arriba, en forma casi espontánea, comenzó la resistencia civil: huelgas, pintadas y actos de sabotaje de distinto tipo. Perón comprendió que aún tenía un gran ascendiente y alentó a sus seguidores a adoptar tácticas de terrorismo urbano para hacer tambalear el régimen militar.

El gobierno de Aramburu también recelaba de Bramuglia. Su hijo Carlos cuenta que al poco tiempo de haber sido depuesto Lonardi, la casa paterna fue allanada y se intentó detener al ex canciller. Pero al cabo de un mes de gobierno hubo indicios de que Aramburu se retractaba de su idea inicial de impedir el establecimiento de un marco partidario liderado por Bramuglia. Así, en diciembre de 1955, fue creada la Unión Popular, con la esperanza de heredar el legado político de Perón y captar el voto de sus seguidores en las próximas elecciones, que debían celebrarse en breve. El primer nombre que había considerado Bramuglia fue Partido Radical-Laborista, pero el líder histórico del Partido Laborista, Cipriano Reyes, con un grupo de adherentes, se adelantó a reivindicar para sí el nombre de laboristas. El siguiente nombre considerado fue Partido Popular, pero al final se optó por Unión Popular.19 El pequeño grupo de fundadores de la UP incluía a varios ex radicales (entre otros, César Guillot y Bernardino Horne); varios ex funcionarios y diplomáticos de la cancillería (como Atilio García Mellid, Enrique Corominas, Carlos R. Desmarás, Pascual La Rosa); un ex juez, Enrique Aftalión; un ex funcionario municipal, Raúl Salinas, etc.

En unas declaraciones a la prensa que hiciera al cabo de algunas semanas en Montevideo, Bramuglia explicó que se trataba de un proyecto por iniciativa de un grupo de "amigos".20 En efecto, la principal característica del grupo fundador de la UP --y quizás se trate de una de las características de la política argentina en general-- no era necesariamente un común denominador ideológico claro, tanto como el hecho de que la mayoría mantenía lazos personales de amistad y lealtad de largo arraigo. Este grupo fundador acompañaba a Bramuglia desde hacía muchos años, en algunos casos desde la década del treinta, o al menos desde la aparición del peronismo a mediados de los cuarenta.


Según el testimonio de quien fuera el secretario general de la UP y uno de sus más destacados dirigentes a lo largo de la década del sesenta, Rodolfo Tecera del Franco, el partido fue creado para servir como una especie de "aguantadero" en el que se pudieran refugiar los peronistas mientras el partido estuviera proscripto.21 En la práctica, los objetivos iban mucho más lejos. Bramuglia fue de los primeros en comprender lo inútil de la lucha de la resistencia peronista y la necesidad de medirse en un sistema político institucionalizado.

No sorprende que Perón, refugiado en Panamá entre noviembre de 1955 y agosto de 1956 y luego en Venezuela, haya montado en cólera al enterarse del paso "traicionero" llevado a cabo por Bramuglia, sin consultarle previamente y en un intento por ocupar su lugar.

En tales circunstancias, Perón tenía dificultades para aceptar la connivencia del régimen militar con las actividades de partidos neo-peronistas. El caso de la UP era particularmente problemático para el general exiliado, ya que a su frente se encontraba nada menos que Juan Atilio Bramuglia, el mismo que lo había acompañado en su gestión en la Secretaría de Trabajo y Previsión y ayudado luego en la estructuración de la coalición peronista que venció en las elecciones de febrero de 1946; el mismo que después de una actuación muy exitosa como canciller en su primer gobierno, fuera considerado una amenaza política y por ello expulsado de la cúpula peronista en 1949.23 No pasaron sino algunas semanas desde la fundación de la UP, cuando, en enero de 1956, Perón comenzó a dar instrucciones a sus seguidores para que expusieran y repudiaran a "los traidores a nuestro movimiento", aquellos líderes peronistas que intentaban crear nuevos partidos.

Desde el punto de vista ideológico, la nueva agrupación adoptó un programa social progresivo comprensible, si se toma en consideración el origen partidario socialista de Bramuglia y la base identitaria peronista de la UP, junto a posturas conservadoras, anti-comunistas y cierta dosis de retórica nacionalista.25 Esta fusión debía resultar atractiva para amplios sectores, tanto peronistas como no peronistas. La plataforma política proponía una industrialización acelerada, junto a un llamado a una distribución más justa de los ingresos nacionales y la formación de un cuarto poder con representaciones económicas sociales, una cámara laboral integrada por patrones y obreros, así como una promesa de reforma agraria. A ello podía añadirse el prestigio personal de Bramuglia, quien era concebido, por un lado, como alguien que se identificaba con el peronismo, pero que, por otra parte, se había opuesto a los planteos demagógicos del movimiento, al culto a la personalidad de Perón y al creciente carácter autoritario que había ido cobrando el régimen durante la primera mitad de los años cincuenta. La nueva agrupación buscaba, pues, reivindicar los derechos sociales, el sindicalismo unificado y la legislación laboral peronista. Al mismo tiempo, aspiraba a la concordia y la pacificación, a la libertad y la democracia, "rescatando el sentido profundo de estos términos para que dejen de ser instrumentos de injusticia y de defraudación de la voluntad del pueblo, que con tanta falsía esgrimen las oligarquías explotadoras y las minorías ideológicas antipopulares".

De este modo, la UP enarbolaba banderas justicialistas, pero rechazaba la línea dura de Perón y proponía buscar formas para reinsertar al peronismo en el sistema político, intentando adecuarse a las limitaciones que a ello impusiera Aramburu.26 Según un columnista contemporáneo, "la plataforma electoral [de Bramuglia] está destinada a complacer a todos: a los obreros y a los patrones, a los industrialistas y a los agricultores, a los padres de familia y a las fuerzas armadas y, sobre todo, a la clase media, para la que pide un estatuto de protección especial".

El camino de la abstención

Durante la primera mitad de 1956 arreció la polarización política, lo que podía dificultar la concreción del proyecto partidario de Bramuglia. Esta agudización se manifestó en el mes de marzo, con un decreto presidencial que prohibía a toda persona que hubiera ostentado un cargo jerárquico en el plano nacional, provincial o municipal entre 1946 y 1955 postularse para cualquier cargo en las elecciones. Un grupo de oficiales militares properonistas, encabezado por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, intentó levantarse en el mes de junio. El gobierno descubrió el complot en una etapa temprana y mandó fusilar sin juicio a por lo menos 27 personas acusadas de participar en el pronunciamiento.33 La hostilidad entre ambos bandos, el peronista y el antiperonista, recrudeció. Y si bien la proscripción del partido peronista pasó con relativa facilidad, Aramburu fracasó en su intento de reducir la influencia de los peronistas en los sindicatos.

Fue en este ambiente de polarización que Bramuglia hizo las siguientes declaraciones en pro de un pluralismo democrático a la revista Así: "Me referiré primeramente al punto de la pacificación del país, porque en cada mujer, en cada hombre, en cada familia se está deseando la paz, para poder trabajar y forjar el porvenir de la patria a través de una cultura política que debe estar a cargo de los partidos políticos".34

Esta declaración contrasta nítidamente, en contenido y espíritu, con las "Directivas generales para todos los peronistas" que distribuyera Perón algunas semanas más tarde, y con las "Instrucciones generales para los dirigentes", de julio de 1956. En estos dos documentos se distingue una postura combatiente e intransigente a favor de una insurrección nacional, sin un ápice de autocrítica, ni un asomo de un balance personal o del movimiento.35 A los representantes de la "línea blanda", Perón los calificaba, en forma despectiva, de "acuerdistas", "derrotistas", "pacificadores", "traidores", pues "sus actitudes son siempre términos medios e inconclusos" y porque "practican la defraudación como sistema".

La proscripción del partido peronista creó un espacio en el que podían actuar las formaciones neoperonistas como la UP, aunque no hubieran obtenido el reconocimiento oficial. La primera vez que la Unión Popular debió medir sus fuerzas en las urnas fue en las elecciones nacionales para Convencionales Constituyentes, con representación proporcional, en julio de 1957. El propósito del nuevo partido de presentar a sus candidatos era un abierto desafío al liderazgo de Perón. Al fin y al cabo, se trataba nada menos que de elegir el organismo que enmendaría la Constitución Nacional de 1949, a la que muchos veían como uno de los más destacados logros del peronismo. Aquella versión de la Carta Magna argentina incluía cláusulas sociales inéditas hasta entonces, que elevaban al rango de garantía constitucional los derechos de los trabajadores. Pero más que ello, estas elecciones se convertían en la prueba de fuego de la vigencia del peronismo. Debido a la obligatoriedad del voto y a que el Partido Peronista había quedado fuera de la ley, Perón al principio optó por la abstención como expresión de repudio al gobierno militar y las elecciones. Pero para evitar una mayor represión antiperonista, decidió ordenar a sus seguidores el voto en blanco.

Finalmente, tras no pocas disyuntivas, que incluyeron un conflicto en la cúpula partidaria entre Bramuglia y Alejandro Leloir, la UP no participó en estas elecciones.39 Al igual que la directiva de Perón, el partido sugirió a sus seguidores depositar su voto en blanco, manifestando así que no reconocía la legitimidad de un sistema político que se negaba a posibilitar la participación del peronismo en el Sin embargo, cuando faltaba una semana para la emisión de los votos, los dirigentes de la UP aceptaron la orden del “hombre de Caracas”. En un discurso pronunciado el 20 de julio, Bramuglia aclaró que la Unión Popular “no quiere penetrar en el pleito de otros partidos ni apoyar con sus votos las tendencias que se disputan el predominio interno de viejas ideologías, que, en nuestro concepto, no han comprendido la evolución nacional e internacional”, por lo cual – y en vista de que la agrupación se sentía, además, sin protección de la ley y sin recursos legales que la ampararan-- “no tiene otro camino que la abstención y pide por ello a todos los afiliados que voten en blanco”.  John William Cooke, nombrado en noviembre de 1956 por Perón como su representante y sucesor en la conducción del movimiento peronista en caso de su fallecimiento, informaba aún el 11 de mayo a su jefe político que la Unión Popular y Bramuglia estaban en contra del voto en blanco.

Otras agrupaciones neoperonistas optaron por la participación y el Partido de los Trabajadores obtuvo un representante en la Convención Constituyente.43 Este paso hacia atrás de la UP se debió quizás al temor de un enfrentamiento directo con Perón, quien en febrero de 1957 había escrito una carta tildando a los líderes neoperonistas de oportunistas que pensaban más en sus carreras personales que en el destino del movimiento,44 o tal vez al hecho que sus dirigentes consideraron que aún no había madurado el momento, desde el punto de vista organizativo, para participar en una contienda electoral. El grupo fundador, que incluía a una docena de personas, aún no había logrado apuntalar un mecanismo partidario real. Cooke escribió en un tono hostil, mezclado con menosprecio, acerca de la decisión de la UP de sumarse a los votos en blanco: “Bramuglia, en cambio, orgánicamente incapaz de heroicidades, aconsejó votar en blanco, diluido en el ridículo (en Berisso le gritaron, en Mar del Plata le tiraron tomates, etc.).

Bramuglia no dudó en criticar el liderazgo de Perón, al menos en los años 1955-1958. Sus propuestas políticas, sus críticas al "presidencialismo", su intento de crear un partido político autónomo de las instrucciones del general en el exilio, y hasta su estilo retórico, cada uno de estos elementos constituía en cierta medida un desafío a Perón y un intento de remodelar la identidad peronista y el sistema político argentino. En la larga entrevista concedida al historiador norteamericano Alexander, Bramuglia expresó de manera manifiesta estas posturas y describió sus esperanzas, en 1946, de que el régimen de Perón instaurara "un gobierno democrático y progresista desde el punto de vista social". En los dos primeros años parecía que esta profecía podría cumplirse, pero entonces los asuntos comenzaron a desviarse de su curso. Bramuglia se quejó de que auténticos líderes obreros hubieran sido defenestrados y reemplazados por los aduladores favoritos de Eva Perón. Tampoco ocultó su desilusión por el paulatino control estatal y partidario sobre los medios de difusión. Perón mismo, según Bramuglia, "no creía en la democracia. Como todo militar creía en la disciplina y en la jerarquía".47 Estas mismas cosas las dijo también en discursos públicos.

Los de la línea dura seguían con preocupación esta alternativa a medida que se iba cristalizando, e intentaban por todos los medios posibles presentarla como “el enemigo que nos ataca desde nuestras propias filas", el “prototipo del canalla”, “un monstruo parasitariamente alimentado por el Movimiento” , “traidores y colaboradores con los gorilas”. Hasta se hicieron circular rumores en el sentido de que las autoridades daban dinero para financiar las actividades de la Unión Popular. Algunos, como John William Cooke, no tenían dudas acerca de lo que debía hacerse con esta gente: sin vacilaciones, propuso eliminarlos. Pero, con la generosidad de un revolucionario, explicó: “Eliminar la 'línea blanda' no significa eliminar a todos los individuos que la sirven, eso presentaría grandes dificultades como en las circunstancias actuales. Incluso debemos utilizar el 'potencial eficaz de los tontos', y aun de los tránsfugas. Pero a condición de que previamente la Organización sea lo suficientemente depurada como para que los tontos y los tránsfugas no puedan asumir, ni siquiera parcialmente, su manejo”.

Conclusiones

La UP bajo el liderazgo de Bramuglia no puede ser considerada un éxito. La agrupación pretendía convertirse en heredera de Perón y presentar una versión institucionalizada, organizada y democrática del peronismo, enarbolando el estandarte de reformas sociales e integración de la clase obrera al proceso político. Más aún, Bramuglia intentó destrabar la antinomia peronismo/antiperonismo, aprovechando que gozaba de estima tanto entre justicialistas como entre sus opositores (particularmente en el partido radical, donde mantenía amistades con personalidades de la cúpula, como Frondizi y Balbín, y con activistas de la segunda y tercera línea, en especial entre los de la UCRI), tanto en la Argentina como en el extranjero.

Sin embargo, si Bramuglia esperaba que el derrocamiento de Perón iniciara un proceso de rutinización de su autoridad carismática o de dispersión del carisma, los hechos le demostraron lo contrario. El fracaso de este “neoperonismo temprano” se desprendía, de varias razones, de las cuales dos son especialmente importantes. Una tiene que ver con el liderazgo carismático de Perón, que no permitió al partido una existencia independiente. El general exiliado no renunció al ansiado retorno e hizo cuanto hubo a su alcance, algo nada desdeñable, para obstaculizar el andar del partido y para bloquear toda alternativa a su persona. De hecho, se convirtió en el árbitro en la escena política argentina posterior a 1955, cuya principal fuerza permaneció proscripta.

La segunda razón está relacionada con las posturas intransigentes de los principales sectores políticos y sociales hacia un partido que portaba la bandera de las

reformas sociales, así como las posturas rígidas de militares que, viviendo el clima de la Guerra Fría, veían en el populismo reformista un preámbulo al socialismo revolucionario, por lo que preferían eliminar también el experimento político neoperonista, que consideraban una amenaza al orden público y económico existente. La legislación adoptada tras el derrocamiento de Perón era draconiana y no permitía una actividad libre y plena de marcos neoperonistas. Los gobiernos a partir de la Revolución Libertadora intentaron construir una democracia que excluyó a las mayorías del derecho a la participación política plena.

Por consiguiente, además del fracaso del neoperonismo propiamente dicho, también fracasaron los gobiernos nacionales, por haber adoptado el lenguaje de la exclusión. Por un lado, no se otorgaba reconocimiento y un estado legal a los neoperonistas y, de ese modo, se impidió el fortalecimiento de una tendencia moderada dentro del bando justicialista y se potenció, en cambio, el mito de Perón; por otro lado, no tuvieron la capacidad de atraer a los numerosos seguidores del líder depuesto, o al menos a parte de ellos, a los partidos no peronistas. La amenaza a la estabilidad del sistema político por parte de la tendencia de la línea dura se incrementó en los años siguientes y terminó cobrando un precio exorbitante a la sociedad argentina.

2. John William Cooke

Por Nicolás Casullo

Vamos a hablar de un personaje que yo siempre, como peronista, como parte de la izquierda peronista y como parte de la izquierda revolucionaria del peronismo he pensado como de primera importancia: John William Cooke. Cooke atraviesa de una manera muy particular, quizá no comparable con ningún otro compañero, las vicisitudes del peronismo, tanto en su acción política como en su compromiso en acto como en su capacidad política de discutir con Perón, de discutir con el peronismo en general, de discutir con el sindicalismo peronista de la primera resistencia, de la segunda resistencia. Y de discutir con las izquierdas a partir de su experiencia cubana. Se convierte en un teórico que, podríamos decir, sintetiza para mí de una manera muy singular la relación entre historia, marxismo y peronismo y concluye en sus últimos años conversando con los jóvenes que van a ser el embrión de la organización Montoneros, con Cristianismo y Revolución[1]. Es decir que en un periplo no muy largo, porque muere a los 48 años, es testigo, es protagonista y es un pensador de primera línea de problemáticas que hacen al peronismo y que lo siguen haciendo.





En este sentido, podríamos decir que él comprende de una manera muy lúcida que el peronismo va a atravesar todas las historias de la política argentina, las no peronistas sobre todo. Destina a las izquierdas, también, a tener que resolver o no resolver o preguntarse eternamente qué es el peronismo. ¿Por qué estar en el peronismo, por qué no estar? Y también la figura de Cooke aparece como partera de lo que sería la profunda crítica al propio peronismo que se le hace desde su interior. Desde esa perspectiva digo que es una figura de primer nivel. Como el propio Perón va a decir, cuando regresa al país en 1972 y le pregunta la prensa –con cierta mala leche– qué piensa de Cooke (que ya había muerto en el ´68): Perón responde que es un prohombre del peronismo, que es uno de los grandes hombres del peronismo.

Él había sido poco antes de la caída del peronismo nombrado normalizador del PJ en Capital Federal. Cae preso, es llevado a la prisión de Ushuaia, junto con otros personajes que luego van a ser bastante conocidos en la historia nacional como Héctor Cámpora o Guillermo Patricio Kelly. Logran escapar de esa prisión en un episodio bastante cómico, porque escapan vestidos de mujer. Logran situarse en Chile –anticipando un poco aquella otra fuga más cercana de los héroes de Trelew, que también estuvieron presos en el sur y también escaparon hacia Chile. Y en Chile Cooke se comunica con Perón, con un Perón exiliado en Centroamérica e inmediatamente Perón, como un tipo de una alta sensibilidad para descifrar como caudillo cuál es la persona que más le conviene en ese momento, lo nombra representante, delegado y casi la figura de él mismo en el “teatro de operaciones”, como solía decir en sus cartas. Ahí Cooke adquiere un relieve muy fuerte sin poder estar en Argentina y organiza los primeros niveles de la resistencia.

Es curiosa esa época porque es una época –estamos hablando del ’57, ’58– donde, por un lado, Cooke todavía no ha alcanzado un nivel de concientización definitiva de lo que puede significar el peronismo en la historia. Tiene una fidelidad absoluta a Perón, al líder. Y a su vez, muchas veces Perón se encuentra a la izquierda de Cooke, porque es la época del Perón más resentido, más furioso, más violento, más capacitado y capaz de plantear una resistencia de todas las formas, de todas las maneras, en todos los lugares, con cualquier tipo de armas y, en lo fundamental, del ejercicio de cualquier tipo de violencia grupal, general, solitaria, terrorista, subversiva. Las cartas de Perón en ese momento son un dechado de virtudes, que muchas veces fueron utilizadas luego por las derechas militares o los servicios de seguridad para plantear un Perón, podríamos decir, casi guevarista. Es un Perón que está absolutamente lastimado, desilusionado de sus propias fuerzas y llamando a una resistencia feroz contra la dictadura militar en ese momento, ya encabezada por el General Aramburu, habiendo atravesado ya los fusilamientos de José León Suárez, habiendo atravesado miles de presos, destituciones y prohibiciones.

En ese momento Cooke y Perón se relacionan muy fuertemente y comienza lo que sería la actividad de John William Cooke como delegado de Perón para una misión muy difícil, que es recuperar las fuerzas del movimiento popular desde el llano. Atrás quedaba una historia que era exactamente la inversa: el movimiento peronista se había articulado de arriba hacia abajo, se había articulado a partir de una gran capacidad de maniobra de Perón desde la Secretaria de Previsión a partir del golpe militar del ’43[3], donde sectores militares nacionalistas, de extraños nacionalistas, lo dejaban actuar. Entonces, el peronismo se había constituido –más allá de la gesta de octubre, donde se privilegiaron las bases movilizadas–, se había organizado más bien verticalmente, de arriba hacia abajo, a partir de una experiencia de la relación Estado-sindicatos reformulados que le dio fuerzas centrales al movimiento peronista en la organización sindical. Esto lo digo porque Cooke va a ser, en los primeros años, hasta el ’61, ’62, un reivindicador muy fuerte del sindicalismo peronista. Va a ser un crítico del sindicalismo peronista, pero un reivindicador muy fuerte del sindicalismo peronista en el sentido de que va a reconocer, del ’56 en adelante, que es en el gremialismo y en el sindicalismo donde el peronismo tiene la capacidad de resistencia que no tiene en el partido político. Hay una historia del partido político, del Partido Justicialista a lo largo de la resistencia que, para la izquierda peronista, es una historia absolutamente despreciada, esa historia en la que el Partido Justicialista, por lo menos en la época de la resistencia, en la que estaba ilegalizado, y donde como decía Rearte, un cuadro de la resistencia peronista de la izquierda, siempre fue “una cueva de burgueses y entreguistas”. No así el sindicalismo, que tenía de las dos cosas. Tenía negociadores pero también compañeros y conducciones fuertemente resistentes y revolucionarias.

La izquierda va a tener un determinado desarrollo con respecto al Peronismo. Va a celebrar con champagne su caída en 1955. Ya para 1959, 1960, se va a dar cuenta de que algo está pasando con el Peronismo, que no era una cuestión de un coronel fascista. En el ’61, ’62, se producen ciertos giros a la izquierda, se produce el apoyo a Andrés Framini[6]. Y luego vendrá toda la década del ’60, donde se produce lenta y progresivamente, muy acompañado por Cooke en su pensamiento y en su escritura, lo que se llamó luego “la nacionalización de los sectores medios”, que era el pasaje de los sectores medios a una línea de izquierda nacional o peronista. En ese planteo Cooke va a tener una incidencia fundamental, porque está habilitado desde el momento en que es el Estado el único poder que Perón reconoce en la Argentina con capacidad de actuación, de acuerdo a lo que él decidiese. Esos son los años ’57, ’58, ’59. Hasta la toma del frigorífico Lisandro de la Torre[7], que es un momento muy fuerte de la historia de la resistencia peronista –y no sólo peronista, ya que ahí también actúan muy fuerte las tendencias gremiales del comunismo.

Esos son los años ’57, ’58, ’59. Hasta la toma del frigorífico Lisandro de la Torre[7], que es un momento muy fuerte de la historia de la resistencia peronista –y no sólo peronista, ya que ahí también actúan muy fuerte las tendencias gremiales del comunismo. Es una toma heroica, es una toma épica, donde el peronismo demuestra sus dos almas. Por un lado, variables sindicalistas de lucha fuerte, que son acompañados por Cooke. Por otro lado, sectores que han pactado con Arturo Frondizi, que han pactado con Rogelio Frigerio, que sienten que esa toma del frigorífico es una cosa manejada por comunistas. A partir de ahí, Cooke será situado dentro del propio peronismo como un comunista que está dentro del peronismo, dando cuenta también del drama ideológico y político dentro de la interna del movimiento. Deja de ser el delegado de Perón, poco después de la toma del Lisandro de la Torre. No interrumpe su relación con él, lo sigue viendo, lo sigue visitando en el exilio. Pero se va lentamente separando de lo que sería la conducción del peronismo, tanto política como gremial.

Ya para 1960 John William Cooke va a tener una nueva relación que va a ser decisiva en su vida: la Revolución Cubana. Establece un contacto, y muy fuerte, con la conducción de la revolución, tanto con el Che como con Fidel. Vive en Cuba y ahí Cooke habita la experiencia de una revolución de otro modo. Habita una revolución de corte socialista, una revolución de corte anticapitalista, de corte expropiatorio. Una revolución mucho más profunda, decisiva, antiimperialista, mucho más clasista. A pesar de que Cooke vive de la Revolución Cubana algo que muy pocas veces se dice, que es el profundo populismo de la Revolución Cubana. La Revolución Cubana fue básicamente populista. El movimiento 26 de Julio de Fidel Castro es la idea del pueblo unido contra el imperialismo, un pueblo abierto, amplio, avanzando; así triunfa. Así va a conservar a sus cuadros más históricos, en donde no hay diferencia entre el castrismo de origen cristiano, religioso, humanista, marxista, comunista. La Revolución Cubana es un movimiento popular muy amplio que muchas veces es leído desde otro determinado momento de su historia como un régimen marxista, leninista, clasista, que terminó en algunos sentidos siéndolo, pero que no lo fue en la época en que Cooke entra en contacto con esa revolución, años ’60, ’61.

Ya no es tan constante su relación con Perón, pero le sigue escribiendo ahora desde Cuba, desde La Habana. Hay dos cartas, dignas de ser analizadas, de 1961 y otra de 1962, donde ya no como delegado, ya no como responsable de nada, ya viviendo en La Habana y viniendo cada tanto a la Argentina en plena época del Gobierno de Frondizi, Cooke le pide a Perón que, como una suerte de peronista socialista, asuma un liderazgo de corte socialista, que se inspire en Cuba, que es el nuevo tiempo de la revolución. Le plantea Cooke algo muy interesante, sobre todo para la izquierda peronista que se va a alimentar de su pensamiento: le plantea que, sin quererlo mucho, el peronismo entre 1946 y 1955 tuvo muchísimo de ese obrerismo, de ese antiimperialismo, de esa lucha denodada contra los sectores de la reacción y la incomprensión de muchas izquierdas.

Desde esa perspectiva, entonces, le dedica esas dos cartas donde aparece ya el drama entre el caudillo y el cuadro revolucionario: Cooke trata de convencerlo de que asuma una nueva experiencia, una nueva edad del peronismo. Y Cooke se va radicalizando en sentido vanguardista revolucionario, podríamos decir, peronista marxista, anticipando en esa variable todo lo que van a ser las vanguardias de la izquierda peronista. Trabaja ese diálogo, ese momento, planteando que el movimiento tiene que avanzar en su conjunto como una presencia democrático-popular-antiimperialista, en donde queda reunido lo bueno, lo regular, lo malo y hasta lo muy malo. Sumar a todas las cosas. Desde esa perspectiva, entonces, aparece esta primera gran instancia de Cooke. Aparece como el primer intelectual que le discute al Peronismo y al propio líder cuál puede ser el sentido del peronismo en la historia argentina. Desde esa perspectiva, va a plantearse que, fracasada la primera edad de la revolución, interrumpida la primera edad de la revolución, recuperando todos los valores de lo que fue el período 1946-1955, se necesita un nuevo momento ideológico político que le de al peronismo el pasaje hacia una idea socialista más acabada y definida.

Por eso digo que es tan importante Cooke en la formación teórico política, en la creación de la Fuerzas Armadas Peronistas, de Montoneros, porque su pensamiento permanentemente está coagulando y reuniendo experiencia peronista, pueblo peronista, clase obrera peronista, sindicalismo peronista y pasaje hacia la revolución social. Es decir, los elementos esenciales, porque el peronismo no contó con muchos grandes e importantes teóricos. Tuvo un fuertísimo pensamiento intelectual: el del propio Perón, que efectivamente es un cuadro político e intelectual de envergadura. Y el otro gran cuadro político e intelectual de envergadura además de Perón, es Cooke. Después hay otras variables. Está Jauretche, está Scalabrini, pero son otras perspectivas que trabajan en otros terrenos también de grandes aportes en otras instancias, pero no el aporte político e intelectual de un cuadro que quiere construir una idea de vanguardia política para llevar adelante la revolución socialista en el marco del peronismo. En ese sentido, Cooke es decisivo en la historia de las ideas y marca una impronta tan fuerte que hoy mismo tiene una vigencia fundamental.

3. SOLDADOS DE PERÓN. LOS MONTONEROS

Richard Gillespie


Cap. 2 Origen de los montoneros

El Nacionalismo el catolicismo y los primeros Montoneros


Muchos de los hombres y mujeres jóvenes que tomaron las armas en los 60 movidos por ideales populares nacionalistas y socialistas, habían recibido su bautismo político en ramas de la tradicionalista Acción Católica; algunos incluso habían partido de la falangista Tacuara, muy pocos procedían de la izquierda y casi ninguno había comenzado su vida como peronista. Su filosofía se basaba en la fusión, por parte de los montoneros, de la guerrilla urbana-adaptada de la teoría foquista de Guevara- con las luchas populares del Mov. Peronista, unificando las actividades de la vanguardia con las masas.

Su génesis obedecía más a la evolución interna del nacionalismo y el catolicismo argentinos. Sus fundadores Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus habían pertenecido al violento y derechista Tacuara, formado por activistas de la UNES después del golpe del 55, fascinados por el falangismo español, que gracias a la policía y los contactos con los militares poseyeron armas desde su inicio y que debido a su virulento anticomunismo gozó de inmunidad frente a la policía.

Durante los 60, Tacuara dominó el Sindicato Universitario de Derecho y como resultado del ingreso de jóvenes de origen peronista y el creciente convencimiento de parte de una facción de los nacionalistas que debían reconocer la vitalidad del apoyo de la clase obrera al peronismo, surgió en el tacuara una tendencia izquierdista que tomó el nombre de Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT). Este creó lazos de unión con las organizaciones juveniles izquierdistas y con algunos sindicatos y repudió a la derechista Tacuara. El MNRT definido por García Lupo como” los jóvenes peronistas que querían pelear”, leía, sin mucha selección, cuanto había de subversivo y clandestino en el deseo de aprender a dirigir una lucha guerrillera, aunque su izquierdismo era ambiguo. La continuación genealógica del MNRT fueron las FAP, aunque sus mandos tuvieron influencia en tres organizaciones políticamente distintas.

Su progresión ideológica hacia la izquierda no carecía de importancia, pero debe señalarse que la tendencia a la acción directa, puesta en práctica en la guerrilla urbana, fue la única corriente., aparte del nacionalismo, en la evolución de los montoneros que habían partido de la derecha.

Cada vez más gente se mostraba de acuerdo con la máxima de perón: “Contra la fuerza bruta, sólo puede ser eficaz la fuerza aplicada con inteligencia”. La aceptación de la lucha armada y el florecimiento de las expresiones del nacionalismo izquierdista y popular no habrían ocurrido nunca en la medida en que lo hicieron sin el fuerte viento de cambio que sopló a través de la Iglesia católica durante la década. En un país donde el 90% de la población estaba bautizada y el 70% había tomado la comunión, las ideas católico-radicales socavaron decisivamente la influencia conservadora que la jerarquía eclesiástica ejercía sobre millares de jóvenes argentinos. Para el puñado de católicos que constituían el núcleo montonero de 1968, tales ideas eran el elemento más importante de su radicalización. El Padre Carlos Mugica propagó y Juan García Elorrio desarrolló el ejemplo dado por Camilo Torres, sacerdote-guerrillero colombiano con impronta de mártir. El Vaticano temeroso de que sus millones de pobres cayeran en las manos del ateísmo marxista, empezó a preocuparse más por ellos a partir de Juan XXIII y Pablo VI. El primero llegó a decir incluso que en el marxismo había “buenos elementos merecedores de aprobación”. El Concilio Vaticano II condenaba la pobreza, la injusticia y la explotación resultante del afán humano de riqueza y poder. Pablo VI atacó el racismo, la codicia, la desigualdad, etc., pero no aclaraba como debía procederse para solucionarlo. Consciente de la existencia de “explotadores” entre su grey, el Vaticano usó términos equívocos por temor a que la Iglesia se convirtiera en una Iglesia de los pobres.

Los sacerdotes obreros presentes ya en la Argentina, se anticiparon a estas ideas trabajando entre los pobres y su tarea adquirió carácter político con la creación en 1967 del Movimiento de sacerdotes para el tercer mundo, que en un documento apoyado por más de 1000 sacerdotes, presentaron un manifiesto a la Conferencia de Medellín de 1968, donde si bien condenaban la violencia institucionalizada, se oponían categóricamente a la revolución armada y criticaban al marxismo y a la capitalismo liberal. Las declaraciones más radicales incitaban a una revolución teológica que se extendió por amplios sectores de la Iglesia Católica. Dicha teología fue impartida al embrión Montonero por dos hombres. Elorrio adoptó el punto de vista de Torres según el cual, “la revolución no sólo está permitida sino que es obligatoria para todos los cristianos”, en tanto Mugica representó un punto de vista más aceptado, al rechazar la participación de sacerdotes en la lucha armada y afirmar “estoy dispuesto a que me maten pero no a matar”.

Mugica entró en contacto en el 64 con los ex-tacuaristas Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus así como con Mario E. Firmenich, alumnos del Colegio Nacional Buenos Aires y activos en una rama de la AC.

El mensaje de Mugica no habría causado tanta impresión al trío si él no hubiera intentado ponerlo en práctica, pues llevó a los tres en numerosas ocasiones a trabajar en las villas de Retiro y también lo acompañaron a un viaje a Tartagal en 1966 a predicar las nuevas ideas de la Iglesia. En el 67 el grupo se dividió ya que Mugica rechazaba la idea de las guerrillas, por considerarla incompatible con el ejemplo de Jesús. En cambio Abal Medina, Ramus y Firmenich empezaron a prepararse para la lucha armada. Al establecerse el comando Camilo Torres en 1967 los 3 pasaron a ser compañeros de Juan García Elorrio y si bien ese contacto fue breve, la influencia de este último se dejó sentir. Había pasado por el seminario al cual renunció a los 21 años y como consecuencia de un viaje a Cuba, de sus diálogos con marxistas de Filosofía y Letras de la UBA y de sus conversaciones con Cooke llegó a convertirse en un revolucionario. El producto de esa evolución fue la revista Cristianismo y Revolución que apareció en setiembre del 66, denunciado los intentos de Onganía de justificar su régimen sobre la base de ideas Cristianas (Consagración de la argentina al Inmaculado Corazón de María).

Esta revista se convirtió en una fuerza decisiva en la radicalización de 400 sacerdotes argentinos y un puñado de obispos que apoyaron el Mov. de sacerdotes para el 3er Mundo y aún cuando pocos las ayudaron y muchos trabajaron por la paz, se negaron a criticarlas públicamente.

En virtud de su compromiso con la justicia social y la causa popular, el catolicismo radical condujo a muchos jóvenes hacia el Movimiento Peronista. Como Mugica muchos llegaron a él con un sentimiento de culpabilidad por su anterior antiperonismo y se integraron con un celo propio de pecadores arrepentidos. Mucho de los que como mínimo habían superado su alejamiento político nominal del peronismo, no eran sino elitistas al elegir el camino de la lucha armada. El lanzamiento de las guerrillas urbanas era una iniciativa procedente “de arriba” como decisión de pequeños grupos de militantes y no como respuesta a una amplia exigencia popular, y nunca serían capaces de transformar las “formaciones especiales” del Mov Peronista en un verdadero ejército popular.


Radicalización a fines de los 60

Los jóvenes argentinos se veían frustrados y desilusionados tanto por los gobiernos constitucionales de Frondizi e Illia como por el espurio de Onganía y eso explica en parte la adhesión que tuvieron los Montoneros. El onganiato fue el fenómeno decisivo para el apoyo ya que aquel régimen socavó el apoyo obrero al conciliatorio vandorismo, abriendo el camino a una importante radicalización de la clase obrera. El objetivo económico de Onganía fue pronto interpretado como un intento de consolidar la hegemonía de los grandes monopolios industriales y financieros asociados al capital extranjero, a expensas de la burguesía rural y de los sectores populares.

La radicalización de la que se beneficiaron los Montoneros y otras organizaciones se debió más a factores políticos y culturales que a sociales y económicos. Para la clase media el golpe de Onganía fue un ataque a lo que habían considerado su coto privado: las universidades y el mundo de la cultura gral. Se cerró Tía Vicenta por una caricatura de Onganía y personajes como el Comisario Margaride nombrado “guardián de la moralidad” de Bs. As, hizo una campaña contra las minifaldas y clubes nocturnos de la ciudad. Las 8 Universidades nacionales fueron intervenidas anulándose su autonomía. Todo eso empujó a la juventud de clase media hacia el campo de la oposición nacional y popular. 3000 docentes universitarios debieron abandonar el país y la noche del 29/7/66 conocida como la de los bastones largos, causó profunda impresión en el ánimo estudiantil, por el ingreso de la guardia de infantería en la UBA desalojando la Universidad a cachiporrazos.

En tanto Vandor y otros sindicalistas siguieron negociando con el régimen para presionar sin éxito sobre Krieger Vasena, otros más combativos lograron la adhesión de trabajadores en sindicatos más pequeños y en el interior del país. La fracción obrera rebelde encontró su expresión en la CGT de los argentinos, dirigida por el gráfico Raimundo Ongaro que en la celebración del 1ro de mayo del ´68 expresó que “la CGTA no ofrece a los trabajadores un camino fácil ni risueño, una mentira más, sino que ofrece a cada uno un puesto de lucha”. Ongaro promovió la coordinación obrero-estudiantil al recibir a los líderes de de grupos estudiantiles en un campo de vacaciones del sindicato gráfico. La participación conjunta llegó a su punto culminante en mayo del ´69 con el Cordobazo. Días de lucha callejera en los cuales las calles de la ciudad en que se levantaron barricadas y algunas zonas de la ciudad quedaron en manos de los insurgentes. Un tributo de 14 muertos marcó los acontecimientos y el principio del fin del onganiato aunque el asesinato de Vandor por un grupo que más tarde ingresó en Montoneros, permitió a Onganía mantenerse otro año en el poder, poniendo a la CGTA fuera de la ley y encarcelando a Ongaro.

La radicalización había afectado también a varios grupos profesionales como el de los abogados, varios de los cuales prestaron su apoyo a la CGTA, pero no se organizaron claramente hasta después del secuestro en julio de 1971 de Roberto Quieto, abogado y futuro líder de las FAR. Los abogados lograron en esa oportunidad legalizar la detención de Quieto y a partir de allí constituyeron un lazo decisivo entre la oposición clandestina al gobierno y la semilegal. Muchos fueron luego asesinados como Rodolfo ortega peña (abogado de las FAR).

El proceso de radicalización, acompañado en muchos casos de una “peronización” se vio estimulado por el creciente autoritarismo del régimen, cuyos métodos eran a veces brutales, siempre torpes y nunca eficaces. Para muchos el peronismo era meramente una alternativa popular, aunque muchos se unieron por considerarlo una alternativa verdaderamente “revolucionaria”.

Peronismo Montonero

El grupo original no tenía teóricos de relieve, pero su pragmatismo era a menudo su fuerza. Algunos montoneros consideraban que el objetivo perseguido era una variante nacional de socialismo; otros veían en él una forma socialista de revolución nacional. Todos creían que la principal contradicción que afectaba a la argentina era la del nacionalismo contra el imperialismo y que los intereses del país estaban representados por una alianza popular pero multiclasista. Debido a su relegamiento de la lucha de clases a un plano secundario y a su devoción por un líder que preconizaba la armonización de clases, puede decirse que los montoneros eran todo lo izquierdistas que le permitía el peronismo y viceversa. Ellos no pertenecían a la clase obrera y más que buscar el “Estado de los trabajadores” a que aspiraba la izquierda no peronista, sus principales objetivos eran el desarrollo nacional, la justicia social y el poder popular. Todos crearon a un Perón a su propia imagen y semejanza y se mostraron más dispuestos a escuchar la retórica que a estudiar historia política. Los monólogos de Perón dirigidos a sus seguidores en la Plaza de Mayo eran considerados parte de un diálogo simbiótico. A criterio de os Montoneros, el nexo de unión entre Perón y las masas, murió en 1952. Su “evitismo” los llevó incluso a cree la afirmación de que ella y no los líderes sindicales fueron los organizadores del 17/10. Fueron las diatribas de Evita contra la oligarquía y las vehementes denuncias de la injusticia social lo que realmente le granjeó las simpatías de la izquierda peronista. Los Montoneros al “descubrir al pueblo” se mostraron dispuestos a compartir con éste la adoración que la gente tenía por ella.

Tras varios años de hallarse aislados de los trabajadores argentinos, los militantes de la clase media aceptaron entonces por completo la mitología peronista, pues, por muchas que fueran las críticas contra Perón y su esposa, no podían creer que el pueblo se hubiese equivocado en su inquebrantable fe en ellos. De ahí las consignas: ¡evita-Perón, Revolución!, Si Evita viviera...


La teoría de la guerrilla urbana y el atractivo de la lucha armada

Ongaro y otros revolucionarios peronistas se congregaron desde 1970 en la creación del Peronismo de Base (PB), especialmente en las fábricas de Córdoba, donde, junto a los sindicatos marxistas SITRAC-SITRAM y los sindicalistas peronistas combativos, siguieron una trayectoria mucho más militante que la tomada por la CGT reunificada. Sin embargo para los Montoneros, su composición de clase hizo inviable una orientación decisiva hacia el clasismo y la participación en las luchas obreras. Tampoco la guerrilla rural era atractiva para los Montoneros, pues pensar en términos de Montañas y terrenos escabrosos resultó desastroso en un país donde todas las luchas decisivas se libraron en grandes urbes y las zonas industriales cercanas a ellas. No debe sorprender que la guerra de guerrillas en toda América latina prosperase sobre todo en Argentina y Uruguay, países muy urbanizados, con una clase media culturalmente refinada y afectada por la reducción de las libertades políticas y culturales, a medida que los gobiernos de ambos países se hicieron más autoritarios. Los intentos anteriores foquistas no tuvieron éxito en el interior.

Desde el principio dos influencias estratégicas guiaron el pensamiento Monto: revolucionaria una y de inspiración clásicamente militar la otra. La primera fue aportada por Abraham Guillén, veterano de la guerra civil española, según quien “la potencia de la revolución se halla donde está la población y Bs. As representa aproximadamente el 70% de la riqueza, consumo de energía y la > parte de la economía argentina”. La lucha debía ser prolongada y consistía en muchas pequeñas victorias militares que sumadas conducirían a la victoria final. Guillén incitó a una guerra total: económica, social, protestas por el costo de vida, acciones violentas aisladas, propaganda y una política internacional coherente, todo combinado con el ejército de liberación y la guerrilla.

Para Perón tales acciones eran un medio para presionar a los militares para que permitieran la celebración de elecciones que sin duda ganaría. El objetivo de Guillén, sin duda más ambicioso era la toma del poder.

Los Montoneros se inclinaban por una guerra popular; Guillén por una guerra de clases en su sentido más amplio; pero en la práctica tal guerra no era apoyada por el pueblo ni por la clase obrera: sólo por un puñado de jóvenes de la clase media.

Al ir desarrollándose los Montoneros, sus consideraciones se vieron cada vez más regidas por consideraciones de guerra regular y olvidaron las lecciones que Guillén había sacado de la caída de los Tupamaros en Uruguay: ante todo evitar el establecimiento de bases urbanas fijas que comprometieran la movilidad y seguridad, no construir un “microestado”; descartar el uso de cárceles del pueblo, cuya existencia creó un sistema paralelo de represión y recordar que para lograr la victoria en una guerra popular hay que actuar conforme a los deseos e intereses del pueblo. La victoria militar es inútil si no es políticamente convincente.

Preparación para la guerra

Para la elección del nombre se hizo una selección entre 15 propuestas y Montoneros resultó

la que, a su entender, afirmaba los méritos de la gente común, que resucitaba poderosos símbolos nacionalistas con los que pudieran identificarse tanto los xenófobos como los antiimperialistas. El nombre les daba una identidad nacional en un país cuya construcción nacional seguía caracterizada por un origen inmigrante no muy lejano.

Dos de los primeros Montoneros – Fernando A Medina y Norma Arrostito – se trasladaron a Cuba dos años para recibir adiestramiento militar. No hay indicios que las autoridades conocieran la existencia del grupo ante de 1970. Por la misma razón se carece de detalles de sus primeras actividades.

La organización adoptó una estructura celular, con unidades que sólo conocían lo mínimo indispensable para su funcionamiento y contaban con varios “departamentos”: mantenimiento (logística), documentación, guerra y acción psicológica. Dado que en 1970 sólo eran una veintena, su estructura parece desproporcionada. Este aparatismo se incrementaría conforme crecían en número e iba parejo con la burocracia y un sistema de mando vertical y autoritario, si bien ese autoritarismo era totalmente aceptable en los círculos peronistas.

Así a principios de 1970, doce jóvenes, casi todos hombres, habían conseguido unirse para completar la arriesgada fase preparatoria de la guerra.

Cap. 3 Por el retorno de Perón (1970-1973)

Primeras operaciones y definiciones políticas

A las 9 en punto del 29 de mayo de 1970, dos jóvenes de uniforme militar subieron al departamento del Gral. P.E.Aramburu para ofrecerle una custodia a quien había sido uno de los líderes del golpe del 55. No se habría ido tan tranquilo con ellos si hubiera adivinado que el “capitán” que estaba utilizando sus conocimientos adquiridos en el Liceo Militar era Ángel maza y el “teniente 1ro” que le acompañaba era Fernando Luis Abal Medina y que ambos constituían parte de la jefatura de una organización guerrillera llamada Montoneros. 3 días después había dejado existir retenido en una estancia en Timote, sur de la pvcia de Bs. As.

El secuestro y asesinato de Aramburu tuvo tres objetivos. 1) Dar el bautismo público a la organización. 2) Someter a Aramburu, como símbolo del antiperonismo a la “justicia revolucionaria”. 3) Eliminar a quien había empezado (a su entender) a conspirar contra Onganía a fin de lograr una salida electoral que lo tuviera como aspirante a la presidencia en una solución cuasi liberal. Este plan de una retirada militar y celebración de elecciones para aislar a las guerrillas no se logró hasta la substitución de Levingston por Lanusse en el 71.

Los Montoneros se creyeron en la necesidad de un 2do golpe espectacular y el 1 de Julio 4 unidades montoneras mandadas por Emilio maza, coparon la población cordobesa de La Calera, se apoderaron del banco local, la comisaría y la municipalidad, pero la retirada no resultó según lo planeado, ya que uno de los autos se descompuso en la huida y fueron capturados dos militantes. Gracias a la información que presumiblemente se les sustrajo la policía se dirigió a una vivienda donde Maza fue herido de muerte junto a otros compañeros. Su sepelio movilizó a 3000 personas y se hicieron colectas en fábricas y universidades para los montoneros torturados en la cárcel. Pero los Montoneros estuvieron a punto de ser aniquilados en Julio-Agosto de 1970 si no fuera por el apoyo logístico de las FAP que les permitieron esconderse en diversos puntos del país.

El 7 de setiembre 5 de los principales miembros de la conducción se reunieron en una pizzería de William Morris y fueron atacados por la policía luego que el dueño diera aviso de su presencia. Abal Medina y Ramus perdieron la vida en el tiroteo y por no haber tomado las medidas de seguridad más elementales sus jefes y casi todos sus secretos fueron descubiertos.

Pero su supervivencia se vio favorecida por el aumento de apoyo popular en particular del grupo de sacerdotes por el tercer mundo. Mugica hizo una defensa de los guerrilleros católicos y ofició en el funeral de Ramus y Abal Medina, refiriéndose a ellos como “un ejemplo para la juventud”. Arturo Jauretche presentó sus respetos en el funeral y Perón envió una corona, en tanto centenares de militantes de la AC asistieron al sepelio.

En un documento publicado a fines de 1970 en Cristianismo y Revolución, los Montoneros se presentaban a sí mismos como parte de la síntesis final de un proceso histórico con 160 años de historia. Su revisionismo presentaba la historia de la Argentina en términos de la oligarquía liberal claramente antinacional y vendepatria por un lado y por otro el pueblo, identificado con la defensa de sus intereses, que son los de la nación contra los ataques imperialistas de cada situación histórica. La simplicidad del esquema montonero y su atractivo dicotómico facilitaban su asimilación popular. Para ellos, los conflictos de clase eran de importancia secundaria en comparación con las luchas nacionalistas contra la dominación e influencia extranjeras.

Había un culto a la acción implícito en la visión montonera de que el peronismo se componía históricamente de 2 tendencias, burocrática la una y revolucionaria la otra; y de que lo que las distinguía eran los métodos que usaban. Los revolucionarios eran los que habían luchado empleando los métodos guerrilleros, rebeliones militares, movilizaciones, y el arma de la huelga, aún cuando nunca hubieran oído hablar de “socialismo nacional”. En cambio, los burócratas formaban parte “objetivamente” del campo enemigo, porque se abstenían de tales métodos en favor del pactismo y el electoralismo. Aún cuando los Montoneros aspiraban a formar parte de una estrategia “integral” que comprendiera las actividades políticas, sindicales y estudiantiles, así como el elemento armado, les complacía claramente promover ellos mismos el aspecto guerrillero y dejar las actividades complementarias restantes a los otros sectores del movimiento. Esto significa que la posibilidad de una estrategia tendiente al establecimiento de un “socialismo nacional” dependía de que Perón y el resto del Movimiento fueran tan revolucionarios y progresistas como, equivocadamente, creían los Montoneros.

Relaciones con Perón y otras organizaciones guerrilleras

Al impulsar las actividades de los Montoneros desde su exilio en Madrid, Perón descartaba, con razón, la posibilidad de que los trabajadores se unieran, en masa, a los guerrilleros. Manipulaba sus “formaciones especiales” con la máxima habilidad y, aunque la mitología predominante sostuviera que los Montoneros estuvieran especulando sobre la inminente muerte del líder con la esperanza de heredar la jefatura del Movimiento, no hay pruebas de que la manipulación se operara en sentido inverso.

La visión errónea que tenían los Montoneros de las verdaderas diferencias estratégicas entre ellos y el líder se hizo visible después de noviembre de 1970. Aquel mes Perón patrocinó “La Hora del Pueblo”, que era una declaración colectiva reclamando las elecciones. Pero lejos de advertir que la actitud y proceder de Perón eran de corte reformista, los Montoneros consiguieron encontrar una razón revolucionaria en su comportamiento. Para estos, la “Hora del Pueblo” era sólo una treta de su líder con miras a una “maniobra táctica destinada a mantener al régimen en la mesa de negociaciones mientras el Movimiento profundiza sus niveles organizativos y sus métodos de lucha para emprender las próximas etapas de la guerra” (Montoneros).

Durante aquellos años Perón no criticó ni una sola operación montonera y en Noviembre de 1971 pareció que en efecto reafirmaba la perspectiva revolucionaria al destituir a Paladino y nombrar a H.Cámpora, como delegado personal. Si bien Cámpora estaba dispuesto a trabajar con el ala revolucionaria del Movimiento, su nombramiento no era un giro a la izquierda por parte de Perón. Quizá la izquierda peronista debía de haber dado más importancia la nombramiento del teniente coronel Jorge Osinde (ex jefe del servicio de informaciones el ejército) como su consejero militar y político. 2 años después dirigiría este la masacre de Ezeiza.

En 1971 el otrora trotskista y ahora guevarista ERP era la organización guerrillera más activa militarmente, pero otras 4 organizaciones que serían las que terminarían por convertir a Montoneros en la más poderosa de todas, estaban emprendiendo un proceso decisivo hacia la unificación. Las FAP, las FAR y los Descamisados. En 1968 las FAP habían sido creadas para la guerrilla rural y urbana. Sus ambiciones en el ámbito rural fueron desbaratadas en setiembre del 68 cuando trece miembros fueron capturados en La Cañada, cerca de Taco Ralo, en Tucumán. A pesar de ello en el 69 se reorganizaron para llevar adelante acciones urbanas y tuvieron una acción sostenida en 1970. ese año varios de sus integrantes dieron soporte a sindicalistas de la CGTA para armar una organización peronista revolucionaria, el Peronismo de Base para actuar a nivel de las fábricas.

La historia de las FAR se remontaba al 66 cuando un grupo se formó con la intención de ser el apéndice argentino del foco boliviano del Che. Su muerte y desarticulación condujo a las FAR bajo el mando de Carlos Enrique Olmedo a iniciar la guerra urbana en 1969, con un giro hacia la peronización que se consolidaría en 1971.

El comando descamisado fue un pequeño grupo fundado en 1968 por futuros líderes Montoneros como Horacio Mendizábal y Norberto Habeegger. Tras ser excarcelado en 1969 Dardo cabo se convirtió en líder del grupo.

Aunque en 1971 se hicieron grandes esfuerzos por unir a estos grupos la unificación en las OAP (Organizaciones armadas Peronistas) nunca alcanzó una estructura formal. Al principio los guerrilleros no alcanzaban a ponerse de acuerdo sobre si debían concentrarse solamente en la lucha armada o bien seguir una estrategia integral consistente en implementar múltiples formas de acción, postura adoptada por montoneros. También tuvieron que vencer la hostilidad de los Montoneros hacia el marxismo. Finalmente había un elemento competitivo entre las organizaciones por dirigir la organización. Los acuerdos alcanzados en cuanto al socialismo como objetivo y el imperialismo estadounidense como enemigo fueron insuficientes para lograr la unidad. Se necesitaba un acuerdo sobre las concepciones políticas y organizativas, cosa que no se consiguió hasta fines del 72 entre Montoneros y descamisados, en Octubre del 73 con las FAR y con un pequeño grupo de las FAP en el ´74.

La mayoría de las bases para la convergencia entre los montoneros y las FAR se establecieron durante las conversaciones celebradas en 1972 por los militantes recluidos en a cárcel de Rawson.

Naturaleza y efectos de la actividad montonera

Para comprender la creciente popularidad de los Montoneros, en esos años, resulta esencial examinar la naturaleza de su actividad guerrillera. La mayoría de sus acciones, más que operaciones militares, fueron ejemplos de propaganda armada. No hubo asaltos a guarniciones militares y tampoco ejemplos de comandos Montoneros que provocaran deliberadamente el enfrentamiento armado con el ejército o la policía. Los blancos favoritos de los montoneros para la colocación de bombas fueron, en aquellos primeros años, los símbolos del privilegio oligárquico, tales como el jockey Club, las instalaciones de campos de golf y clubes de campo, guarderías de lanchas, etc. Al no matar soldados y atacar muy pocos policías, no dieron ocasión a sus enemigos de presentarlos con éxito, a través de os medios de comunicación como “sanguinarios terroristas”.

La disuasión de los inversores extranjeros en Argentina se llevó a cabo volando las casas de los directivos, pero no dañando a estos, las propiedades y no las personas eran el blanco de la violencia montonera. En conjunto, aún incluyendo las operaciones conjuntas, no pueden atribuirse más de una docena de muertes durante aquellos años del régimen militar. Al parecer habían aprendido lecciones sobre la naturaleza contraproducente del terrorismo respecto a la muerte de personas y policías.

Todos los desafíos que venía sufriendo el régimen, acompañados de las huelgas, convencieron a Lanusse de la necesidad de buscar una salida y restaurar la democracia “para quitar todo argumento a la subversión”.

Cuando los 7 años de régimen militar estaban llegando a su fin los Montoneros poseían una capacidad de movilización de decenas de millares de personas, pero su verdadera fuerza organizativa quedó muy reducida en las bases y los sindicatos. La falta de apoyo de estos últimos había sido el talón de Aquiles desde los 70, cuando a CGT condenó el secuestro de Aramburu calificándolo de inspirado desde el extranjero. El hecho de que sus actividades sólo hubieran estado ligadas tangencialmente a las luchas obreras no les ayudó a superar la línea divisoria entre guerrilla y sindicatos: una línea impuesta por las exigencias de seguridad de los rebeldes, basadas en el anonimato y el aislamiento, y además una línea divisoria de clases que separaba ante todo a los luchadores de la clase media de una clase obrera generalmente reformista. Sólo al volverse hacia la campaña política a fines de 1972, salieron realmente los Montoneros de su cuarentena social, pero su repudio cte a los líderes sindicales ayudó a dejar fuera de su influencia a un gran número de trabajadores.

Perón percibió con claridad que sus “formaciones especiales” aún cuando acosaban al régimen eran incapaces de organizar el apoyo de las masas de modo que la restauración peronista condijera al establecimiento de la patria socialista que preconizaban. Cuando hubo servido a los propósitos de Perón, la “juventud maravillosa” fue vilipendiada por su líder al llamar infiltrados y mercenarios a sus componentes.