miércoles, 28 de octubre de 2020

 

Cultura política y violencia en Argentina. (fragmentos)

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PABLO PONZA - Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona, Investigador Adjunto del CONICET-IDACOR-UNC y profesor de Historia Argentina Contemporánea en la Facultad de Comunicación de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina


Las condiciones nacionales: intervenir el sistema político y eliminar al enemigo


El jueves 16 de junio de 1955, con el objetivo de asesinar al presidente Juan Domingo Perón una flota de aviones Gloster Metheor de la Marina y la Fuerza Aérea dejaron caer nueve toneladas de explosivos y dispararon sus ametralladoras sobre una concentración de simpatizantes peronistas en el área de Plaza de Mayo. La aviación argentina, que hasta entonces no había participado en guerras ni había realizado bombardeo alguno, perpetró su bautismo de fuego y muerte contra su propia población civil. El ataque provocó una masacre de 364 muertos y más de 800 heridos. Muchas víctimas no eran manifestantes, sino simplemente transeúntes desprevenidos, ancianos, mujeres y niños que se encontraban ese día allí por distintos motivos. El bombardeo respondía a una trama conspirativa que intentaba derrocar al gobierno. Una intentona que finalmente tuvo éxito dos meses después, el 16 de septiembre, cuando un levantamiento en Córdoba encabezado por el general Lonardi y secundado por el general Aramburu, logró que tres días más tarde el presidente electo se refugiara en la embajada de Paraguay y diera comienzo a su largo exilio. Esa mancha de sangre en el historial de las Fuerzas Armadas marcó el inicio de una espiral de violencia que no cesará su ascenso y radicalidad hasta el retorno a la democracia en 1983. La hipótesis o variable explicativa de este apartado sostiene que la permanente acción despótica de los grupos dominantes, a través de la intervención de las Fuerzas Armadas, permeó en el comportamiento y las prácticas de todas las organizaciones sociales y populares de la época, estableciendo a partir de allí una cultura política que comenzó a considerar inútil e ineficaz sostener reivindicaciones, aspiraciones de gobierno y control del Estado sin el uso de la fuerza.


Recordemos que una vez derrocado Perón, el régimen militar dictó el de - creto 3.855 de 1956, que prohibió el proselitismo peronista, la simple mención del nombre de Perón, toda iconografía, música, simbolismo o bibliografía peronista en el ámbito público o privado. Secuestró el cadáver de Eva Duarte de Perón, Evita, líder espiritual del movimiento. También intervino la Confederación General del Trabajo (CGT), disolvió el Partido Justicialista, inhabilitó para obtener empleos en la administración pública a sus afiliados, ex afiliados y a quienes hubieren ocupado cargos sindicales durante la gestión anterior. Como corolario, el 9 de junio de 1956, casi un año después del bombardeo a Plaza de Mayo y en nombre de la libertad se fusiló a 6 militares sublevados liderados por el General Juan José Valle. Tal como lo documentó Rodolfo Walsh (1957), ese mismo día se ejecutó clandes - tinamente a 18 civiles en Lanús, al igual que un grupo de 9 obreros peronistas en un basurero de José León Suárez. Al día siguiente, el 10 de junio, y después de 128 años sin crímenes políticos se implantó la Ley Marcial en Argentina. El violento derrocamiento del gobierno constitucional de Perón y la posterior proscripción del Partido Justicialista durante los siguientes 18 años, signaron transversalmente las relaciones entre los principales actores políticos durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX. A partir de entonces, el enfrenta - miento entre peronistas y anti-peronistas se convirtió en el conflicto central de la época subordinando el mapa político a una división binaria entre bandos ra - dicalmente opuestos. Por un lado, el amplio y heterogéneo arco anti-peronista, compuesto mayoritariamente por liberales conservadores y nacionalistas católicos; y por el otro, el bloque peronista proscripto, marginado e ilegalizado, compuesto fundamentalmente por obreros de clase baja y media baja.


Entre 1955 y 1973 se sucedieron 8 presidentes, 6 militares de facto y 2 civiles elegidos sin la participación del peronismo: Lonardi, Aramburu, Frondizi, Guido, Illia, Onganía, Levingston y Lanusse. La consecuencia inmediata de la exclusión del peronismo fue el manto de ilegitimidad que tiñó a los sucesivos gobiernos, y el creciente estado de rebeldía e insurrección. Prueba de ello son las numerosas luchas sindicales, huelgas y movilizaciones que se registran en la época, mismas que impactaron en la pérdida de más de 6.000.000 de horas de trabajo.


entre mayo de 1958 y junio de 1961 se produjeron más de 1.000 actos de violencia por parte de la llamada Resistencia Peronista. Entre ellas, y a apropósito de un plan de privatización de empresas estatales, el 19 y 20 de enero de 1959 se realizó la toma del Frigorífico Nacional Lisandro de la Torre, conducida por Sebastián Borro, John William Cooke y Gustavo Rearte. Desalojado por más de 2.000 soldados apoyados por 4 tanques. La toma del frigorífico tuvo un saldo de casi 100 detenidos, varias docenas de heridos y más de 5.000 despidos. Poco después, y desoyendo la amenaza represiva del gobierno, el 23 y 24 de septiembre del mismo año y el 7, 8 y 9 de noviembre de 1961, los sindicatos volvieron a realizar huelgas generales. En tanto, en febrero de 1960, una explosión provocada en los depósitos de combustible de Shell-Mex en Córdoba dejaron un saldo de 9 muertos y dos decenas de heridos.

La acción insurreccional de los huelguistas y la violencia represiva de las fuerzas de seguridad del Estado aumentaban semana a semana en una espiral de violencia que se retroalimentó sin descanso. Arturo Frondizi alcanzó la presidencia el 1 de mayo de 1958 con mayoría absoluta, aunque la ventaja decisiva no la aportó su partido, la Unión Cívica Radical Intransigente, sino que provino del peronismo proscripto. El apoyo peronista fue fruto de una negociación secreta en la que participaron Rogelio Frigerio, el delegado personal de Perón en la Argentina, John William Cooke, y el propio Perón. Los términos del pacto consistían en que el peronismo apoyaría a Frondizi a cambio de su legalización y la supresión de los obstáculos para la normalización de la CGT. Una vez que Frondizi alcanzara la presidencia realizaría una apertura democrática total, pero nunca cumplió su parte pues pronto quedó acorralado, no sólo por las Fuerzas Armadas que exigían medidas inmediatas para desactivar la reorganización peronista y el desarrollo marxista, sino también por el creciente sabotaje de la resistencia peronista que presionaba para detener los cambios en la orientación económica e impedir la normalización de su exclusión política. Finalmente, en marzo de 1960 el cordel se cortó por lo más fino y Frondizi cedió ante las demandas militares y aprobó el denominado Plan de Conmoción Interna del Estado (CONINTES) y la llamada Ley de Defensa de la Democracia imprimiendo una nueva vuelta de rosca a la política represiva. Las Fuerzas Armadas consiguieron así la potestad para perseguir y encarcelar a miles de militantes opositores, en su mayoría peronistas, pero también comunistas o todos aquellos considerados incómodos para los planes de desactivación de las protestas. La caída del gobierno de Frondizi mantuvo cierta coherencia con el modo en que había logrado su ascenso. En agosto de 1961, Ernesto Che Guevara, representante del gobierno cubano en el extranjero visitó Buenos Aires, se reunió con Frondizi y el clima político se volvió tormentoso. En los diarios La Nación y especialmente La Prensa resplandeció un proverbial anticomunismo. 

 Las elecciones para Capital Federal y 17 provincias estaban programadas para el 18 de marzo de 1962 y Frondizi había prometido que en ellas se levantaría la proscripción de los candidatos peronistas. Todo hacía pensar que Frondizi buscaría quedarse nuevamente con una porción de votos peronistas que le dieran el triunfo, tal como había sucedido en las presidenciales. En cualquier caso, lo que no calculó Frondizi es que ninguna de las dos alternativas eran vistas con simpatía por los sectores liberales de las Fuerzas Armadas. Por su parte, y desde su exilio en Madrid, Perón confió en la Línea Dura de su movimiento para los comicios a gobernador en la provincia de Buenos Aires y decidió colocar como candidato a Andrés Framini, un personaje de segunda línea en el partido, dirigente del gremio textil cuya trayectoria aparecía explícitamente asociada con los sectores más radicalizados del peronismo. Ese claro viraje a la izquierda provocó una alianza coyuntural entre el peronismo, el Partido Comunista, el Socialismo de Vanguardia y otros grupos menores de izquierda, algunos de los cuales aportaban un furioso castrismo. Perón utilizaba alternativamente a los sectores más radicalizados del movimiento para mostrarse como el único hombre capaz de controlar los extremos. De ese modo desestabilizaba al gobierno militar y amenazaba a la derecha con dar vía libre a la izquierda; así quedaba él como el único hombre capaz de conciliar los extremos. La victoria de los candidatos peronistas en 8 de las 14 gobernaciones en juego fue el desencadenante del golpe militar que derrocó a Frondizi. Cuanto más avanzaba el peronismo, más altos eran los niveles de repulsa en el establishment y las Fuerzas Armadas. 

 


Los fallidos comicios arrojaban dos conclusiones. Primero, con elecciones libres y democráticas el peronismo era acreedor del apoyo mayoritario del electorado. Y segundo, que los sectores antiperonistas estaban dispuestos a intervenir militarmente siempre que les fuera preciso. Luego de anular las elecciones y ordenar la intervención federal inmediata de todas las provincias donde había ganado el peronismo, el 29 de marzo de 1962 Frondizi fue destituido por las Fuerzas Armadas, arrestado y recluido en la isla Martín García. Poco después, la misma fórmula que proscribió la participación política de los candidatos peronistas en las elecciones de 1958, consagró a Arturo Illia como nuevo presidente argentino el 12 de octubre de 1963. Tal como le ocurriera a Frondizi antes, un manto de ilegitimidad y baja representatividad cubrió todas las acciones del nuevo gobierno dificultando los caminos de encuentro y conciliación política. Para Pablo Gerchunoff y Lucas Llac (1999), los problemas de Illia eran eminentemente políticos ya que la recuperación económica de la administración fue rápida e inesperada.


El problema de Illia fue la flexibilización en las condiciones de marginación que sufría el peronismo y el permiso de participación que ofreció en las elecciones de renovación parlamentaria de marzo de 1965, donde candidatos peronistas ganaron 52 bancadas logrando convertirse nuevamente en mayoría en la cámara de diputados. Los comicios parlamentarios dejaron claro que en una hipotética normalización de las reglas del juego democrático el peronismo estaba en posición de disputar el poder. Esto crispó a las Fuerzas Armadas, que derrocaron al gobierno el 28 de junio de 1966 marcando el fin de la segunda experiencia civil que intentaba regularizar la vida institucional del país desde 1955. Illia, no renunció sino que fue destituido y literalmente echado a empujones de la casa de gobierno junto a un grupo de funcionarios y amigos, la principal meta de la autodenominada Revolución Argentina fue borrar al peronismo del juego electoral y domesticar al resto de fuerzas políticas existentes. En este sentido y según ha comprobado María Matilde Ollier (2005), en virtud de amenguar la creciente crisis de legitimidad, las Fuerzas Armadas apostaron por el endurecimiento de sus políticas de control sobre los comportamientos de la sociedad e intervinieron las universidades y los medios de comunicación, así como el normal desempeño de todas las instituciones del Estado, removiendo las autoridades electas poniendo en su lugar personal miliar. 


Las condiciones internacionales y la emergencia de repertorios insurreccionales


La segunda variable explicativa que proponemos para comprender la consolidación de una cultura política autoritaria, intolerante y violenta en la Argentina de la segunda mitad del Siglo XX, se enfoca en las condiciones internacionales de la época y su influencia en la emergencia de diversos repertorios insurreccionales. Las fuentes analizadas nos permiten afirmar que, no obstante la permanente insubordinación de las Fuerzas Armadas a la Constitución y la fuerte clausura de los canales institucionales, ya había en el país repertorios insurreccionales y de lucha armada instalados por diversos accesos. Es decir, la idea de establecer una lucha directa por la toma del poder del Estado a través de la fuerza respondería también a una lógica de acción política que se observa a escala planetaria. En efecto, estos años están marcados por la Guerra Fría y el reparto de aliados entre el bloque comunista y capitalista, el conflicto chino-soviético, las guerras de Argelia o Vietnam, así como los conflictos que tuvieron a 1968 como el año cumbre de la contestación y la crítica en los Estados Unidos y Europa, en especial por los acontecimientos suscitados en el mayo francés y las revueltas en las universidades de Columbia, Berckeley y México. Como ha comprobado Mónica Gordillo (2001), si bien las manifestaciones en la Argentina tienen su punto más alto en 1969 con el Cordobazo y otras puebladas en distintas provincias del país, podemos ver que su proceso de efervescencia es contemporáneo y su influencia en la configuración ideológica de entonces fue determinante. Recordemos que ya desde los primeros años de la década de 1950 la concepción tercermundista, liberacionista y el espíritu revolucionario fue alimentado por las llamadas Guerras de Liberación Nacional, es decir, por el proceso de independencias que afectó tras la Segunda Guerra Mundial a buena parte de las entonces colonias, en especial británicas y francesas en Asia y África. En este movimiento debemos alinear también a la Revolución Cubana, una experiencia que encandiló el imaginario de buena parte del progresismo y la izquierda latinoamericana, no sólo porque había conseguido librarse de los yugos coloniales y las dictaduras, sino porque lo había hecho a través de la organización civil y sirviéndose del método de la lucha armada. De hecho el rol de Cuba a escala continental nunca fue pasiva y entre el 31 de julio al 10 de agosto de 1967 organizó en La Habana la primer Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), un evento dirigido por Regis Debray. El objetivo de la OLAS era convertirse en el instrumento de coordinación de las diferentes experiencias revolucionarias del continente. Allí la dirigencia cubana logró imponer su definición de lo que era una vanguardia y cuáles debían ser las líneas prioritarias de acción de todas las organizaciones consideradas revolucionarias. Según Elias Palti (2005), en los núcleos marxistas argentinos la experiencia cubana afectó profundamente a las tradicionales tesis del cambio revolucionario. Cambió para siempre la idea que respecto al valor de la práctica política y la acción subjetiva en el desarrollo del denominado proceso revolucionario. La gesta de los rebeldes cubanos que habían tomado el poder del estado por la vía armada abrió un gran debate. En especial en los núcleos intelectuales que veían caer con estrépito algunos de los dogmas inmanentes del marxismo oficial soviético. La irrupción castrista agregó la idea de contingencia histórica en las determinaciones objetivas del relato marxista clásico. Es decir, se incorporó la guerrilla como factor subjetivo y elemento de incertidumbre capaz de acelerar los plazos revolucionarios. La Revolución Cubana forjó una nueva identidad que tuvo efectos inmediatos a nivel continental. La insurgencia joven, optimista y voluntariosa abonaba así la ortodoxia de la izquierda clásica. La Revolución Cubana tampoco es un dato menor en la crisis final de la gestión presidencial de Frondizi e Illia, pues desde 1959 las Fuerzas Armadas vieron en Cuba un nuevo argumento para renovar su tradicional anticomunismo y justificar su acecho al sistema político. Los altos mandos argentinos fueron susceptibles a las teorías alentadas por Estados Unidos que veían en la revolución de Castro el peligro comunista a pocas millas de Miami. Dos teorías promocionadas desde el Ministerio de Relaciones Exteriores norteamericano prendieron con vigor en las corporaciones castrenses latinoamericanas de entonces: las doctrinas de Seguridad Nacional y de Fronteras Ideológicas. Según la primera de ellas, la tarea de las Fuerzas armadas debía ser defender la legalidad constitucional del país hasta un cierto límite. Este límite lo marcaba la amenaza comunista que ponía en peligro el estilo de vida occidental y cristiano propio de la tradición y las costumbres de la nación. Y la segunda, referida a las llamadas Fronteras Ideológicas, sostenía que dicha tradición y costumbres occidentales eran un conjunto de valores y creencias que se veían amenazadas no sólo por fuerzas armadas invasoras sino, fundamentalmente, por individuos y organizaciones políticas interiores del propio país que pretendían subvertir dichos valores, por caso: la propiedad privada, la familia y la religión. Las Doctrinas de Seguridad Nacional y Fronteras Ideológicas no tenían como finalidad colocar a las Fuerzas Armadas en el lugar de garantes de un proceso político institucionalizado, democrático o consensual, sino todo lo contrario. Con ellas se impulsaron y justificaron un papel autárquico y despótico. Se auto asumieron centinelas de la civilización occidental, capitalista y cristiana. Adoptaron el rol del guardián autónomo que asegura la construcción de un proyecto nacional homogéneo y hegemónico. Un proyecto privado de democracia y a salvo de cualquier descontento amenazante de la ciudadanía. Para Ricardo Forte (2003), las Fuerzas Armadas se convirtieron en los depositarios de una misión de protectorado de los verdaderos intereses de la nación. Creyeron ser los únicos capaces de conducir a la nación hasta un lugar seguro y conveniente a pesar del deseo contrario y soberano de un sector claramente mayoritario de la población. En este sentido Horacio Verbitsky (2006) sostiene que las publicaciones del Vicariato castrense fueron decisivas en la preparación ideológica de la generación de oficiales que entre 1976 y 1983 dirigirán la llamada Guerra Sucia. En su opinión, la doctrina se Seguridad Nacional y Fronteras Ideológicas tal como se aplicarían en la Argentina serían incomprensibles sin su fundamento dogmático: la dialéctica amigo-enemigo. Una dialéctica que reprodujo en su núcleo central el conflicto teológico entre el Bien y el Mal. De ese veneno, asegura Verbitsky, surgen las justificaciones de la violencia redentora, la efusión de sangre que purifica y el repudio a las instituciones republicanas. 


Ya en 1961 la Capellanía General del ejército consideraba que la autoridad era de derecho divino y planteaba la oposición de la doctrina católica con la de Rosseau, que fincaba el origen de la autoridad en el pueblo soberano.


Las condiciones ideológico-intelectuales de los sesentas


El tercer y último factor que explicaría el desarrollo de una cultura política autoritaria, intolerante y violenta radica en las condiciones ideológico-intelectuales imperantes en la época. La década de 1960, denominada frecuentemente los sesentas, se inauguraron con la crisis de dos de los sistemas doctrinarios más importantes de la época. Por una parte, la crisis y renovación teórica del marxismo a partir del XX y XXII Congreso del Partido Comunista en 1956 y 1959 respectivamente, donde se conocieron los crímenes del stalinismo. Y por otra, las novedosas reflexiones teológicas, pastorales y litúrgicas promovidas por el Concilio Vaticano II (1962- 1965). Desde luego que en Argentina, hay que resaltar la importancia que tuvo el discurso nacionalista y popular, encarnado fundamentalmente por el peronismo, que combinado con el marxista y el cristiano postconciliar se volvió altamente explosivo. Precisamente allí, en la combinación del nacionalismo con las reflexiones postconciliares es donde cobró mayor intensidad el paso a la acción armada de una parte de la juventud católica renovadora argentina, en un abierto compromiso de lucha contra la pobreza y la dictadura. Los sesenta son años de renovación en las lecturas del marxismo, años don - de surgen nuevas posiciones, por un lado se recuperan pensadores olvidados o denostados por el stalinismo como Gramsci, Lukács, Korsch, Rosa Luxembur - go, Bujarin, Grossman, Bernstein, Kautsky, Pannekoek, Bauer, Chayanov o Ber Borojov. Y por otro, se suman los aportes del Partido Comunista francés con la aparición de Lefebvre o Sartre, y sobre todo el agiornamento de lo que después se llamará el Eurocomunismo.

Por otra parte, hubo una vasta literatura que teorizó y racionalizó el uso de la violencia como recurso político. Por caso, hubo tres libros que tuvieron una temprana y decisiva influencia en las conceptualizaciones de la lucha armada en las organizaciones político-militares argentinas de los sesenta-setenta: Los Condenados de la Tierra (1961) de Franz Fanon; La Guerra de Guerrillas (1960) de Ernesto Guevara; y ¿Revolución en la Revolución? (1962) de Regis Debray. La importancia de estos textos estuvo dada por la línea interpretativo-conceptual que desarrollaron de la lucha armada como método principal de acción por parte de las organizaciones revolucionarias en los entonces llamados procesos de liberación nacional en países del Tercer Mundo Lo que quisiéramos destacar aquí, es que textos como el de Fanon, Guevara y Debray, por ejemplo, no sólo colocaron la cuestión nacional en el centro del debate sino que adjudicaron la resolución de los conflictos a la violencia popular, a la violencia en manos del pueblo oprimido. Conseguir la libertad, lograr la inde - pendencia, terminar con la dominación, era una responsabilidad del pueblo. Nada ni nadie podía relevarlo de esa tarea. El análisis de dichos autores combinó aspectos históricos, políticos e incluso morales y psicológicos. Dimensiones de una argu - mentación que racionalizó y reivindicó explícitamente el uso de la violencia como método fundamental de resolución de las contradicciones. Desde su perspectiva la intensidad represiva evidenciaba que la violencia del explotador no entendía más razones que las de una lógica de dominación, y que sólo podría ser detenida por una fuerza mayor con fines liberadores y, por lo tanto, justos. En los sesenta muchos intelectuales latinoamericanos de izquierda creyeron que el capitalismo atravesaba por una crisis terminal que, a través de una ola de guerras de liberación nacional, permitiría romper las cadenas que el imperialismo imponía a los países periféricos. En este sentido Fredric Jameson (1997) ha señalado que esa idea tan propia de la época era una completa simplificación imaginaria. Es posible, sostiene Jameson, que estuviera ocurriendo precisamente todo lo contrario y que los procesos de cambio en las estructuras del sistema productivo de la época conducían a un nuevo estado de penetración y expansión de la lógica del capital, muchas veces incomprensible para los movimientos sociales e imprevisibles para el desarrollo del pensamiento político de entonces. Lo que plantea Jameson es que, en realidad, a lo que se asistía era a un nuevo estadio de la lógica capitalista donde el capital sufrió una de sus expansiones más dinámicas e innovadoras de todo el siglo XX. Las teorizaciones y debates respecto a la dependencia económica y cultural de la Argentina en particular, y de Latinoamérica y el Tercer Mundo en general, se basó en una hipótesis que establecía un esquema compuesto por dos variables mutuamente dependientes: los dominados y los dominadores. Desde esta perspectiva los cambios de estructura social que permitían el desarrollo, o que reproducían el subdesarrollo, estarían dadas por relaciones entre grupos, fuerzas y clases sociales que lograban imponer de manera estable formas de dominación o dependencia. Esta óptica postulaba que el dominio en las relaciones político-sociales eran las que permitían a los países centrales gozar de los beneficios económicos y mantener el subdesarrollo en la periferia. Sin embargo, esta teoría era de dependencia porque consideraba que los países desarrollados necesitaban de los subdesarrollados para mantener sus altos niveles de vida. Y, por lo tanto, eso convertía a las naciones subdesarrolladas en términos imprescindibles para el sustento del orden. En la actualidad ya no se habla de dependencia sino de exclusión, pues en la concepción actual hay una importante porción de la humanidad que ya ni siquiera estaría bajo un régimen de explotación, sino que simplemente permanecería excluida de la órbita de los intereses del poder. Si no tienen nada que ofrecer se encuentran al margen del sistema. Lo que queremos subrayar es el auge de una dicotomía planteada en términos binarios de liberación vs. dominación. Términos dicotómicos que no sólo parecían explicar convincentemente los conflictos sociales históricos de Argentina, sino que funcionaron como parte aguas ideológico. El socialismo aparece aquí como telón de fondo, como un horizonte de futuro cercano y posible, resultado del desarrollo de la ciencia, síntesis de la práctica, de la comprobación histórica y su generalización teórica. Es decir, el marxismo adquiere en estos años un estatuto teórico muy convincente y respetado en el ámbito de las Ciencias Sociales, y sus generalizaciones eran formalmente aceptadas por la mayor parte del arco científico. Ahora bien, si nos remontamos a las gestiones de gobierno entre 1955 y 1976, sean civiles o militares, advertimos que todas colocaron la cuestión del desarrollo en el centro del debate e intentaron consolidar en la agenda pública los temas económicos sosteniendo que Argentina y, en general toda Latinoamérica, si permitían el avance de los llamados gobiernos populistas tenían verdaderamente muy difícil alcanzar el ritmo cada vez más acelerado de crecimiento económico que llevaban los Estados Unidos y Europa. El asunto fue adquiriendo un tono acuciante, casi dramático, pues la cuestión del desarrollo era una tarea que se definía impostergable, una tarea que se concebía según un paradigma apologético de la ciencia, del desarrollo tecnológico y bajo una idea absoluta de la razón positiva y lineal de la evolución social. Según Carlos Altamirano (2001), la influencia del desarrollismo no sólo se limitó al campo de la economía sino que se presentó e impuso como una lectura integral que abarcaba diversas variables: la social, la cultural y la política. El desarrollismo se convirtió así en el modelo hegemónico de pensamiento de esa etapa, un pensamiento que parecía rebelarse contra las prácticas que no habían logrado resolver los enigmas económicos crónicos del país, abriendo un amplio frente de discusión que se ordenó en torno a conceptos dicotómicos y binarios como moderno-tradicional, desarrollo-subdesarrollo, centro-periferia o colonialismo-neocolonialismo. Por otra parte, Carlos Altamirano (2001), Beatriz Sarlo (2001), Silvia Sigal (2002) y Oscar Terán (1993) han coincidido en que la clase media se convirtió hasta fines de 1960 en un tema central para los estudios del campo de la izquierda. La producción simbólica que hasta entonces se había obstinado en concebir al peronismo como un movimiento artificial y pasajero, comenzó a cambiar su perspectiva cuando vio que la fidelidad de los sectores obreros al liderazgo de Perón era inalterable pese al paso del tiempo y la proscripción. La magnitud del arraigo emocional de buena parte de la sociedad tenía una gravitación central en el devenir de la vida política nacional, una gravitación que no podía soslayarse mediante exclusiones forzadas. El extenso despliegue que se observa entre 1955 y 1966 de una literatura interpretativa dirigida a revisar la actuación de la clase media en relación al fenómeno peronista será, para Carlos Altamirano (2001), producto de un sentimiento de mortificación y expiación, donde, a su juicio, los letrados buscaban purgar las faltas cometidas contra el pueblo en 1943 y 1955, e incorporar bases marxistas a los análisis para unir su destino pequeño burgués al del proletariado. Que los intelectuales estuvieran interesados en reinterpretar la compleja relación entre clase media y peronismo, implica decir que los intelectuales de clase media buscaban reconceptualizar o reinventar positivamente lo que el peronismo había significado en tanto fenómeno de masas.


Posiblemente Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos fueron dos de los autores más representativos de la denominada Izquierda Nacional, conocida también como nacionalismo marxista, marxismo nacional o izquierda antiliberal. Aunque más allá de los títulos, lo importante es que se trató de dos de los más activos intelectuales marxistas abocados a la búsqueda de una interpretación alternativa del peronismo. Puiggrós provenía del Partido Comunista y Ramos de círculos trotskistas. Ambos creyeron que unirse al peronismo era de alguna manera una circunstancia histórica necesaria, pues a esa forma organizativa respondían las masas. Veían en el derrocamiento de Perón una contrarrevolución que detenía momentáneamente un proceso popular destinado a transitar una etapa que concluía con la liberación nacional y el quiebre de la dominación colonial. En su opinión, el peronismo se inscribía en el gran relato marxista, era la expresión antiimperialista de un movimiento de liberación nacional que se hallaba en un tramo del camino que había comenzado en las montoneras, continuado en la política criolla y la plebe yrigoyenista. Ramos en su interpretación de la historia señala que los héroes de las masas habían sido lapidados por la oligarquía, donde caudillos y montoneros fueron degradados a la condición de delincuentes o ladrones de ganado. Siguiendo esta línea interpretativa, la organización político-militar peronista más importante de los setenta se fundará bajo el nombre Montoneros, reivindicando precisamente las formaciones del pueblo en armas. Para ambos autores la secuencia histórica colocaba al peronismo en un camino irreversible de nacionalización de la conciencia obrera frente a la dominación oligárquico-imperialista


Si bien los autores mencionados fueron los ideólogos que mejor sistematizaron el llamado socialismo nacional, el personaje original y emblemático de la corriente fue John William Cooke, quien escribió Peronismo y Revolución y publicó una polémica correspondencia con Perón. Cooke recibió una fuerte inspiración cubana en el desarrollo de sus tesis sobre el peronismo revolucionario, expresión que devenía, a su vez, de algunas de las experiencias insurreccionales llevadas a cabo por del peronismo de la Resistencia. Cooke y la llamada Resistencia comenzaron a cuestionar no sólo los mecanismos acomodaticios, pragmáticos, verticalistas y autoritarios del funcionamiento sindical encabezado entonces por Las 62 Organizaciones y la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), que a partir de 1954 colocó a Augusto Timoteo Vandor como su máximo líder. La Línea Dura, por el contrario, reivindicó la fidelidad a Perón no sólo como su principal elemento de cohesión interna, sino que, cada vez con más frecuencia, se identificó con posiciones independientes, de izquierda e izquierda armada. De este modo, dentro del peronismo se fue consolidando una oposición interna que resaltó los valores de lealtad al líder y resistencia contra la dictadura. Esta corriente de resistencia se definió muy pronto en términos morales. Eran intransigentes, no negociaban, no claudicaban, no traicionaban sus ideales. Para los Duros hombres como Vandor eran una mezcla de gánsters con siniestros conspiradores y traidores del espíritu de la Resistencia que merecían morir.


Breve comentario final


A lo largo del texto hemos analizado lo que a nuestro juicio fueron las tres principales variables explicativas del proceso de radicalización ideológica que condujeron al establecimiento y consolidación de una cultura política autoritaria, intolerante y violenta. Para ello hemos descripto sucintamente los principales acontecimientos que tuvieron lugar entre los años 1955 y 1973, un período histórico caracterizado por un proceso de modernización cultural, signado por la proscripción política del partido peronista, la paulatina cancelación de los canales institucionales para la resolución de conflictos y la represión de un amplio y diverso movimiento social crítico del orden establecido. De lo expuesto cabe destacar, en primer lugar, como la permanente intervención autoritaria y violenta de las Fuerzas Armadas en el sistema político condujo a la radicalización de las fuerzas enfrentadas y a una paulatina anulación y desconfianza en el plano político-electoral en tanto dimensión específica donde licuar con eficacia los conflictos. Por ello, la democracia y las elecciones fueron alternativamente consideradas un engaño, una trampa aplicada por los sectores dominantes para intentar perpetuarse en el gobierno, o un mecanismo burgués destinado a dilatar el proceso de inclusión política y quitar visibilidad al verdadero sustento del poder, el verdadero factor determinante: las Fuerzas Armadas. A nuestro juicio estos argumentos lograron instalarse e imponerse, en primer término, porque el autoritarismo emanado desde los grupos en el poder fue permeable a las prácticas de todas las organizaciones sociales y la cultura política en general. Y luego, porque frecuentemente los dirigentes de las organizaciones radicalizadas actuaron subestimando la dimensión terrorista que podía adoptar la violencia represiva de las Fuerzas Armadas. El segundo aspecto a destacar de los llamados sesenta-setenta es que este período parece marcar un punto de inflexión entre dos paradigmas, entre dos tiempos. Parecen señalar el espacio donde tuvo lugar una crisis y un cuestionamiento profundo de las hasta entonces formas tradicionales de participación y representación política de los sectores medios. Entre las razones que explican este proceso contamos la profunda modernización técnica y cultural, la paulatina fragmentación y especialización del conocimiento, las nuevas teorías de abordaje de los fenómenos sociales -en especial el marxismo-, la reconfiguración de las relaciones laborales, la alta complejidad que adquirió el ordenamiento económico, y la tecnificación de la sociedad moderna. No es un dato menor en la consolidación de una lógica guerrera, que la percepción del escenario político quedara fracturado entre amigos y enemigos, donde las miradas binarias y dicotómicas del conflicto coincidieran tanto para el misticismo revolucionario de la izquierda más radicalizada, como para las Fuerzas Armada, en cuya auto-percepción les cupo una valoración moral de la violencia. Unos otorgándole un sentido de justicia y de realización a través del sacrificio y el renunciamiento individual. Y otros considerándose centinelas y defensores elegidos no sólo del destino de la patria, sino también de los valores primarios de la sociedad occidental.

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