domingo, 4 de agosto de 2019


El pensamiento de Miguel Cané y la Generación del 80
 (Hasta 14:40)
Fuente: Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, Capítulo 4. “Miguel Cané (h)”, págs. 109-126.
Hacia fines del siglo XIX, los procesos de modernización transforman radicalmente el panorama social, político y económico, introduciendo nuevos problemas, preocupaciones y conflictos. Si bien sabemos que, desde la esfera política, la elite que encabeza el presidente Julio A. Roca participa activamente en la puesta en marcha de estos procesos, también vemos que los discursos de algunos miembros destacados de esa elite (como Miguel Cané) revelan resistencias, dudas y vacilaciones con respecto al nuevo escenario que la modernidad despliega.
En esa década de 1880 se concluye la estructuración del estado nacional (link http://www.sociedad-estado.com.ar/wp-content/uploads/2010/01/corigliano), que ahora ostenta el monopolio de la fuerza legítima, afirmado en la derrota de las disidencias provinciales. La ciudad de Buenos Aires es federalizada, dando fin a un conflicto que había recorrido toda la breve, compleja y violenta vida nacional. Desde ese estado se sancionan las leyes laicas de educación y de registro civil, que colocan en manos estatales un control de la población hasta entonces dividido con la iglesia católica.
En el plano económico, a partir de una división internacional del trabajo que la ubicaba en el rubro productor de bienes agropecuarios, la Argentina experimentó un espectacular crecimiento. La apropiación de los territorios hasta entonces ocupados por los indígenas en la llamada “Campaña del Desierto” abrió para los vencedores un enorme territorio, sobre el cual las inversiones inglesas desplegarían una extensa red de vías férreas.
El emprendimiento llevado a cabo contra las poblaciones indígenas se apoyaba en una línea programática ampliamente compartida por las elites del mundo occidental: que las naciones viables eran aquellas dotadas de una población de raza blanca y de religión cristiana. Según los lineamientos inscriptos desde Acción de la Europa en América, Alberdi había acuñado al respecto la consigna “Somos europeos trasplantados en América”. Y como se lee en las Bases, lo guía la convicción de que en Hispanoamérica el indígena “no figura ni compone mundo”.
Hacia 1880 en la Argentina, el mensaje más inmediato que el diario oficialista La Tribuna Nacional se apresuró a difundir afirmaba que “la Argentina finalmente había entrado en una nueva era”, identificada con el arribo del progreso. Éste se materializaba en “buenas cosechas, industrias nuevas, empresas que requieren grandes capitales e ilimitada fortuna”. De tal modo, el diario repetía la moraleja de que las pasiones destructivas de la política habían sido dominadas por el desarrollo de los intereses asociados con el desarrollo económico, dado que “es el progreso material el que lleva al progreso moral, y no viceversa”.
Para el roquismo, la paz era el logro mayor del progreso económico, y con ello la política pasaba a segundo plano: “El tiempo de la política teatral ha pasado. No hay multitudes ociosas que fragüen revoluciones”, seguía proclamando La Tribuna en 1887.
Dentro de este panorama podemos preguntarnos: ¿cuáles fueron las preocupaciones dominantes en la sociedad y en el estado que llegaron a ser parte de la reflexión de los intelectuales en el período que se extiende entre 1880 y 1910? Para organizar una respuesta, comencemos por decir que se instala una determinada problemática. Ésta agrupa varias cuestiones: social, nacional, política e inmigratoria. Social, por los desafíos que planteaba el mundo del trabajo urbano. Nacional, ante el proceso de construcción de una identidad colectiva. Política, frente a la pregunta acerca de qué lugar asignarles a las masas en el interior de la “república posible”, esto es, la cuestión de la democracia. E inmigratoria, porque todos estos problemas se encontraron refractados y crispados en escala ampliada en torno de la excepcional incorporación de extranjeros a la sociedad argentina.
En cuanto a los rasgos o características centrales de la modernidad, en el terreno de la economía significó el nacimiento y la expansión planetaria del modo de producción capitalista. En lo social, la aparición de clases sociales (burguesía, proletariado, clases medias) y de un proceso novedoso: la movilidad social, o el hecho de que los individuos –a diferencia de aquellos de las sociedades premodernas– pudieran pasar por diversos sectores o clases sociales a lo largo de sus vidas. En el ámbito político, la implantación de un nuevo criterio de legitimidad: la soberanía popular.
Pero la modernidad es asimismo un formidable proceso cultural. En su seno se produce el fenómeno designado como “secularización”. Con este término se indica el carácter terrenal, intramundano de los nuevos tiempos. En la modernidad, se ha dicho, “los dioses se alejan”. Simplificando, esto podría condensarse diciendo que ya no hay milagros, es decir, que los dioses ya no intervienen en los asuntos humanos para alterar a su voluntad los hechos de este mundo. A esto se lo llama el “desencantamiento del mundo”.
Gracias a ese proceso de secularización, ocurre algo que cambiará nuestras vidas hasta el presente: el mundo se torna calculable. En verdad, toda la realidad tiende a ser mirada como algo que se puede calcular. Para esto es preciso que los dioses se hayan alejado, que ya no haya milagros… (…)
Comprenderán inmediatamente que estamos hablando nada más y nada menos que de los fundamentos mismos de la ciencia moderna, empezando por la ciencia físico-matemática inaugurada por Galileo Galilei en el siglo XVII. Esta revolución científica es la que en buena medida ha configurado el mundo moderno en el que aún vivimos. En rigor, la potencia cognoscitiva de la ciencia se asociará indisolublemente a la revolución industrial del siglo XVIII, configurando un sistema tecnocientífico.
De allí en más, podría decirse que toda la vida de los modernos se ha caracterizado por incluir el cálculo como una de las lógicas centrales de su comportamiento, de su accionar. Calcula el empresario al realizar sus inversiones, pero también el asalariado al planificar sus gastos y el joven estudiante al elegir una carrera. En suma, todo el mundo calcula, es decir, prevé el resultado de sus acciones, las orienta de manera racional, se fija una finalidad y sopesa los medios más conducentes a su realización.
Los tiempos modernos son aquella época del mundo en que lo nuevo se torna bueno. En los estratos tradicionales de una sociedad, lo nuevo, lo novedoso, es generalmente visto como malo o al menos como una amenaza a un orden ya establecido, en el que nada debe cambiar.
Por el contrario, la modernidad impulsa el cambio, al que llamará desarrollo, evolución, progreso. Con esto es la concepción misma del tiempo, de la temporalidad, lo que se ha modificado.
En cuanto al tipo de intelectual imperante en el 80, escriben a partir de una sólida posición económica obtenida en un ámbito no intelectual (son estancieros, funcionarios estatales, médicos, abogados).
Entre los integrantes intelectuales más visibles de esa llamada Generación del 80 podemos nombrar a Eduardo Wilde, Lucio V. Mansilla, Miguel Cané (h) y Paul Groussac. Si buscamos sus voces comunes, podemos decir que, en términos generales, casi todos comparten un lamento tradicionalista, típico en épocas de cambios acelerados: se quejan de que el avance modernizador destruye los viejos sitios familiares y disuelve las viejas y sanas costumbres en una sociedad y una ciudad en rápida transformación. Pero estas quejas no pueden ser absolutas, ya que los miembros de la elite se hallan en una posición compleja al respecto: impulsan la modernización y al mismo tiempo lamentan algunas de sus consecuencias no queridas. Tal posición es la que le hace añorar a Vicente Quesada en Memorias de un viejo las añejas quintas y los altos cipreses desalojados por el ferrocarril, y al mismo tiempo prever que los bienes y usos europeos tarde o temprano se impondrán, para bien de la sociabilidad criolla.
José Antonio Wilde, un memorialista de la época, recuerda que antes “los niños jamás dejaban de pedir su bendición a sus padres al levantarse y al acostarse; otro tanto hacían con sus abuelos, tíos, etc. […] Esta señal de respetuosa sumisión ha desaparecido casi por completo, como otras muchas costumbres de tiempos pasados. Creemos que aún subsiste en algunos pueblos de las provincias argentinas”. Fíjense que aquí la añoranza por el pasado se relaciona con un tiempo en el que aún el igualitarismo (o la democracia como igualdad social) no había erosionado la “deferencia”. (Deferencia es el reconocimiento y expresión por parte de “los de abajo” de una jerarquía social superior.)
(…)
Hay evocaciones melancólicas de los viejos sitios que ahora “la piqueta del progreso” está destruyendo. En efecto, en esas décadas la ciudad de Buenos Aires, con la intendencia de Torcuato de Alvear, se encuentra sometida a una serie de profundas reformas urbanas que alteran entre otros sitios su zona histórica, de la Plaza de Mayo hacia el Congreso. Buenos Aires, según otro título emblemático de la época, está dejando de ser “la gran aldea” pintada por Lucio V. López para convertirse en una gran ciudad. Justamente, la ciudad entendida como artefacto promotor y efecto de la modernización.
Esos y otros tópicos característicos de esta generación político-intelectual se encuentran en Miguel Cané (h), uno de los más representativos de su grupo y un miembro relevante de la clase dirigente. Cané posee un linaje que lo conecta con el patriciado y con el exilio antirrosista, e inició su carrera de escritor en los diarios La Tribuna y El Nacional. De allí en más protagonizó una carrera típica entre los miembros de su grupo: director general de Correos y Telégrafos, diputado; ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y Francia; intendente de Buenos Aires, ministro del Interior y de Relaciones Exteriores.
Su visión de la realidad argentina había comenzado siendo celebratoria. En 1882 escribe que ningún extranjero podía creer “al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo”. Sin embargo, progresivamente sus escritos se colman de preocupaciones nacidas de algunos aspectos de los nuevos tiempos: la modernidad. Es preciso decir que ciertas críticas están íntimamente ligadas a la crisis financiera de 1890, cuando dentro de la clase dirigente nacen o se refuerzan algunas prevenciones sobre el proceso modernizador.
Dicha crisis fue interpretada como la realización de la profecía sobre las consecuencias negativas del ansia de enriquecimiento a toda costa.
El viejo Sarmiento ya había alertado en su momento acerca de este mal, y lo había colocado dentro de una contradicción que se tornará convincente: una sociedad que tiene al dinero como aspiración fundamental es incompatible con la construcción de una república, porque el predominio del afán de riquezas sólo puede generar “un país sin ciudadanos”. Eso puede decirse de otra manera: la crisis de 1890 demostraba que las pasiones del mercado habían predominado sobre las virtudes cívicas y erosionaban los sentimientos de pertenencia a una comunidad.
También para Cané el consumo ostentoso era el síntoma de haberse extraviado el rumbo. En Notas e impresiones escribió: “La marcha vertiginosa del país, la alegría de la vida, la abundancia de placeres, la improvisación rápida de fortunas, habían incandecido la atmósfera social. Las mujeres pedían trapos lujosos, coches y palcos, los hijos jugaban a las carreras y en los clubs; y el pobre padre, de escasos recursos, cedía a la tentación de hacer gozar a los suyos y caía en manos del corruptor que husmeaba sus pasos”.
Tampoco es casual que en esas narrativas aparezcan pronunciamientos xenófobos y racistas, y no lo es porque algunos de los “males” de la modernización fueron vistos desde la clase dirigente como producto de la presencia masiva de extranjeros, es decir, como producto del proceso inmigratorio. De allí que alrededor de este proceso se reunieran, armando un paquete, los demás problemas o cuestiones que mencioné al principio de esta lección: social, político y, ahora, el problema nacional. ¿Por qué? Porque la crisis del 90, leída como producto del afán especulativo, revelaba una ausencia de civismo que fue atribuida a una presencia excesiva de extranjeros. Y si esto era así, la solución pasaba por desplegar a rajatabla un proceso de nacionalización de esas masas de extranjeros, un proceso destinado a definir e imponer una identidad nacional.
La Argentina terminó siendo el país del mundo que absorbió la mayor cantidad de población extranjera en relación con su población nativa.  Por razones de oportunidades laborales, fundadas a su vez en características estructurales de la economía argentina, tales como el régimen latifundista de apropiación de la tierra, la mayoría de los recién llegados se ubicó en las zonas litorales, y dentro de ellas, en Rosario y Buenos Aires en especial.
El censo de 1895 mostró que más de la mitad de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires eran en su mayoría italianos y españoles, y estas cifras trepaban a una proporción de cinco inmigrantes por cada nativo cuando se tomaba el segmento de los varones adultos. De manera que podemos imaginar que en algunos ámbitos de encuentro y sociabilidad como bares y cafés, por cierto dentro de una sociedad androcrática o machista, donde los varones ocupan esos espacios públicos y dan el tinte de la vida social, sólo una de cada cinco personas era nativa.
Por fin, lejos de adoptar la posición pasiva que desde la mirada de la dirigencia muchas veces se les adjudicaba, los inmigrantes tuvieron una activa participación sindical y política pero también económica. Según Gerchunoff y Llach, “pronto dominaron el comercio y la industria: en 1914 casi un 70 % de los empresarios comerciales e industriales habían nacido fuera de la Argentina”.
Estos datos están hablando de la debilidad de la sociedad receptora. De allí que también aquí el papel integrador y nacionalizador quedó fundamentalmente en manos del estado, aun cuando se observan iniciativas en igual dirección encaradas por instituciones y asociaciones de la sociedad civil. Dentro de ese papel estatal, los intelectuales encontraron un espacio privilegiado de intervención. Ese espacio privilegiado se les abrió porque el proceso de nacionalización de las masas requiere obviamente tener definida una identidad nacional. Y ocurre que esa respuesta no estaba aún elaborada. Como esa elaboración es un proceso fundamentalmente simbólico, aquí el oficio de los intelectuales, sus destrezas y saberes, resultaron absolutamente necesarios.
Retornando a Cané, verificamos que el autor de Juvenilia encuentra motivos para alimentar su angustia al contemplar ya no a los inmigrantes civilizados previstos por Alberdi, sino a –dice– “una masa adventicia, salida en su inmensa mayoría de aldeas incultas o de serranías salvajes”.
Era una queja que ya había entonado tempranamente nada menos que el propio Alberdi. En un apéndice de 1873 a las Bases, y refiriéndose a su famosa consigna, aclara que “gobernar es poblar” si se educa y civiliza como ha sucedido en los Estados Unidos, pero que “poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de la Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta”. También es la presencia de extranjeros lo que le hace opinar a Lucio V. Mansilla que “Buenos Aires se va haciendo una ciudad inhabitable”, y a Lucio V. López determinar que es en la Argentina “donde el mal gusto que elimina la Europa encuentra, falto de crítica, amplio refugio”. Daban cuenta así del hecho muy conocido de que la inmigración que realmente llegaba a las playas argentinas no era la anglosajona proveniente del norte europeo, sino sobre todo la que venía del sudeste europeo, especialmente compuesta por italianos y españoles.
A este pecado de origen, a los ojos de la elite la inmigración le sumaba una doble actitud considerada negativa: por una parte, era ínfima la cantidad de extranjeros que tramitaban la nacionalidad argentina, casi seguramente porque al no haber ley de doble nacionalidad debían renunciar a la propia. Pero junto con ello revelaban una actitud de participación y penetración en actividades y prácticas de los nativos. En otras palabras, lejos de mantenerse en una actitud pasiva, revelaban una presencia expansiva en la nueva sociedad. De allí que una imagen repetida una y otra vez en los textos de la clase dirigente sea la de la invasión, la de “la marea” –dirá Cané– que todo lo invade. Era la misma imagen marina que seguía apareciendo en el discurso de Lucio V. López de 1891 en la ceremonia de graduación de la Facultad de Derecho: “Lo sé: nosotros los contemporáneos vemos la ola invasora que nos anuncia la inundación por todas partes”. Del mismo modo, Emilio Daireaux en Vida y costumbres en el Plata, de 1888, preveía que, si la proporción de extranjeros aumentaba, “la población indígena, anegada por esta formidable oleada, bajo esta invasión de bárbaros armados de palas, vería completamente en peligro su influencia política y directriz”.
Pero para Cané la “invasión” amenazaba con penetrar hasta los círculos más íntimos y aun familiares de la elite.
Temor entonces ante el ascenso social de los extranjeros, pero también problemas en el otro extremo de la pirámide social para las clases dirigentes y poseedoras, porque dentro del mundo del trabajo existían inmigrantes que adherían a ideologías socialistas y anarquistas que aquellas consideraban injustificables en un país como la Argentina, donde –decían– no tenían cabida la proclamación de la lucha de clases ni el activismo político y sindical de izquierda. Mucho más cuando dentro del movimiento anarquista se manifestaron tendencias proclives a lo que se llamó la “propaganda por los hechos”, con lo cual se designaba una práctica de corte violento como el asesinato del coronel Falcón, jefe de la Policía Federal, a manos del inmigrante anarquista Simón Radowitzky.
En síntesis, la inmigración causaba problemas, y esos problemas trataron de ser resueltos desde el estado tanto por vía coercitiva (mediante las leyes de Residencia y de Defensa Social, del estado de sitio, el accionar policial y parapolicial)  como por medio de la búsqueda de consenso centrada en la incorporación plena de los extranjeros y sus hijos a una identidad nacional argentina. Fue así como desde el estado (en especial mediante la educación pública y el servicio militar obligatorio) y desde la sociedad civil (agrupaciones políticas, asociaciones civiles y religiosas, clubes sociales y deportivos, etc.) se montó un vasto y capilar dispositivo nacionalizador.
En principio y sin duda, la principal finalidad residió en generar fuertes sentimientos de identificación nacional para incorporar esas masas de manera homogénea a la nación, y así promover mejores condiciones de convivencia y gobernabilidad. Pero además, con el mismo movimiento se barrió un arco más amplio de objetivos.
Uno de ellos formó parte de las luchas de poder dentro de los diversos grupos sociales, que en este caso pretendió definir una posición de supremacía de los criollos viejos ante los extranjeros.
Otro objetivo que se cubrió con esta cruzada nacionalizadora fue el de producir nuevas identidades para limitar los efectos de anomia que suelen ser resultado de los procesos de migración. (La “anomia” es la ausencia de marcos regulatorios, de pautas orientadoras de la acción social o del “qué hacer” en el nuevo escenario.) Émile Durkheim creaba en esos mismos años desde Francia la categoría de la “anomia” para describir el fenómeno moderno de la pérdida de sentido de pertenencia al grupo. En nuestro caso, la interpelación nacionalista destinada a inducir una nueva identidad colectiva (“¡Sean argentinos!”) entraba en disputa de tal modo con otras ofertas identitarias: obviamente, con las nacionalidades de origen (italiana, española y un largo etcétera), pero también con otras ya no nacionales sino confesionales o políticas –como la católica o la anarquista–, que a los ojos del estado argentino amenazaban la necesaria homogeneidad sociocultural.
Luego, el movimiento nacionalizador, como todo proceso identitario, resultaba funcional para exorcizar otra sensación de anomia y desconcierto que suele acompañar los procesos acelerados de modernización como el que se vivía en el país. En un mundo donde todo cambia, muchos buscan algo sólido que permanezca igual, y si ese igual es algo tan íntimo, tan personal como la identidad, mejor. Miguel Cané confiesa así en una carta que, a riesgo de ser tratado de bárbaro, le sería muy grato ver en Buenos Aires “algún aspecto de mi infancia, […] con mucho pantano y mucha pita”. Esto es, podría decirse, con esos restos de campo que la ciudad ha invadido y aniquilado.
También contamos con un extenso párrafo que suele citarse como modelo del rechazo de Cané a la caída de la deferencia y que ilustra el modo en que concebía un buen orden social. Está tomado de su artículo “En la tierra tucumana”, donde se queja de la pérdida de “la veneración de los subalternos” a los “superiores”, “colocados como por una ley divina inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano”.
¿Dónde, dónde están –se pregunta entonces– los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que servir bien y fielmente? El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor”. Como contrapartida emerge la revalorización de las provincias del interior y sobre todo de las campañas, donde “quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa”.
Estas opiniones permiten entender el sentido de las críticas de Cané y otros miembros de su grupo al avance de la democracia. Para ellos, el término “democracia” no significaba sólo un nuevo tipo de legitimidad política fundado en la soberanía popular; significaba también lo opuesto a un orden jerárquico aristocrático, significaba igualitarismo social.
Esta necesidad de enfatizar el orden frente a la libertad se reforzaba para Cané ante la “cuestión social”, es decir, ante los nuevos problemas surgidos en el mundo del trabajo urbano. La conflictividad social crecía en todo el mundo industrializado, así como la sindicalización de los obreros y los movimientos de protesta. En ese mundo del trabajo se desarrollaban asimismo las nuevas experiencias de los movimientos socialistas y anarquistas. Estos últimos acompañaban su acción gremial con espectaculares atentados. Es entonces cuando Cané concluye que “la revolución social está en todas partes” para atacar la propiedad, es decir, “la piedra angular de nuestro organismo social”, el suelo que da vida a las nociones de gobierno, libertad, orden, familia, derecho, patria.
Sin embargo, también existe allí mismo un llamamiento a la serenidad y a la confianza en la coerción legal: si “ellos nos suprimen por la dinamita –escribió–, nosotros los suprimimos por la ley”. Dentro de este espíritu presentó su proyecto de ley de Residencia en 1899, que fue aprobado tres años después. En su artículo 2º establecía que el Poder Ejecutivo, con acuerdo de los ministros, podía ordenar la expulsión de “todo extranjero cuya conducta pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o la tranquilidad social”. Resulta claro, creo, que la amplitud de esta cláusula (¿qué debe entenderse por “tranquilidad social”?) dotaba al estado de un arbitrio excesivo. En efecto, esta ley fue utilizada en diversas ocasiones para expulsar a extranjeros cuyas prácticas políticas pero también sindicales fueron consideradas riesgosas por el estado.
Lo que podemos verificar en sus escritos es que estas prevenciones ante la conflictividad social corrían parejas con la desconfianza hacia la democracia, y que ambas se apoyaban, al fin de cuentas, en la convicción de que el criterio de legitimidad político no es cuantitativo sino fundado en calidades. Cané dirá en Prosa ligera que “nadie me podrá quitar de la cabeza que es una inspiración de insano dar derechos electorales a los negros de Dakar o a ciertos blancos del otro lado del agua…”.
Los textos son elocuentes, y ellos nos conducen nuevamente a la cuestión de los criterios de legitimidad y del que compartía la clase dirigente del 80. Natalio Botana la ha sintetizado con exactitud en su libro El orden conservador: “Esta gente –dice refiriéndose a la elite argentina– representó el mundo político fragmentado en dos órdenes distantes: arriba, en el vértice del dominio, una elite o una clase política; abajo, una masa que acata y se pliega a las prescripciones del mando; y entre ambos extremos, un conjunto de significados morales o materiales que generan, de arriba hacia abajo, una creencia social acerca de lo bien fundado del régimen y del gobierno”.
Explícitamente, Cané repudia por ello el principio democrático. En una carta de mayo de 1896 a Carlos Pellegrini le comenta que, si en un momento no concebía otra forma de gobierno que la democrática, “cada día que pasa […] adquiero mayor repugnancia por todas esas imbecilidades juveniles que se llaman democracia, sufragio universal, régimen parlamentario, etcétera”.
Ya sabemos que no estaba solo en estas opiniones: eran compartidas por numerosos intelectuales europeos que afirmaban la necesidad de un gobierno de las aristocracias. La legitimidad de ese tipo de gobierno no reposa entonces en el número sino en la calidad. Y las cualidades que para Cané definen la legitimidad de la propia aristocracia dirigente están enumeradas en este pasaje que escribió luego de asistir en Londres a una función en el Covent Garden: “He ahí el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfera delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizan de una manera perfecta. La tradición de raza, la selección secular, la conciencia de una alta posición social que es necesario mantener irreprochable, la fortuna que aleja de las pequeñas miserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que se combinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza”.
La clase dirigente debe autolegitimarse entonces en el linaje, el saber y la virtud. Obsérvese que también debe tener fortuna, pero no como un fin en sí mismo, sino como aquello que “aleja de las pequeñas miserias que marchitan el alma y el cuerpo”.
Nuestros padres –escribió Cané en sus Ensayos – eran soldados, poetas y artistas. Nosotros somos tenderos, mercachifles y agiotistas. Ahora un siglo, el sueño constante de la juventud era la gloria, la patria, el amor; hoy es una concesión de ferrocarril, para lanzarse a venderla al mercado de Londres.”
Ya sabemos que ese afán mercantilista para Cané va unido a la decadencia de las viejas virtudes republicanas. En el discurso de homenaje a Sarmiento en 1888, esta sensación se ha vuelto angustia: “Siento, señores –confiesa–, que estamos en un momento de angustioso peligro para el porvenir de nuestro país”, porque “no se forman naciones dignas de ese nombre sin más base que el bienestar material o la pasión del lucro satisfecha”.
Hemos visto entonces en torno de los escritos de Cané cómo se articuló desde la Generación del 80 la problemática de las cuestiones política (democracia), social (movilidad y conflicto en el mundo del trabajo) e inmigratoria (“marea invasora”). Esta última alentó la idea de que muchas de las dificultades del presente se originaban en una sociedad “ “excesivamente heterogénea”. Juan Alsina, quien trabajó sobre la base de la información que los censos empezaban a aportar sobre la realidad nacional, opinó:
“La diversidad de razas coexistiendo en una nación crea problemas sociales gravísimos. Conservemos en nuestra república la homogeneidad, para disminuir conflictos que no dejarán de presentarse dentro de ella”.
Buena parte de las soluciones a estos conflictos se trasladó a la cuestión nacional Esto es, a la construcción de una identidad nacional capaz de homogeneizar y unificar aquello que la extranjería, el mercantilismo y la modernidad estaban separando y disolviendo.






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