El
pensamiento de Miguel Cané y la Generación del 80
(Hasta 14:40)
Fuente: Oscar
Terán, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones
iniciales, 1810-1980, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, Capítulo 4.
“Miguel Cané (h)”, págs. 109-126.
Hacia
fines del siglo XIX, los procesos de modernización transforman
radicalmente el panorama social, político y económico,
introduciendo nuevos problemas, preocupaciones y conflictos. Si bien
sabemos que, desde la esfera política, la elite que encabeza el
presidente Julio A. Roca participa activamente en la puesta en marcha
de estos procesos, también vemos que los discursos de algunos
miembros destacados de esa elite (como Miguel Cané) revelan
resistencias, dudas y vacilaciones con respecto al nuevo escenario
que la modernidad despliega.
En
esa década de 1880 se concluye la estructuración del estado
nacional (link
http://www.sociedad-estado.com.ar/wp-content/uploads/2010/01/corigliano),
que ahora ostenta el monopolio de la fuerza legítima, afirmado en la
derrota de las disidencias provinciales. La ciudad de Buenos Aires es
federalizada, dando fin a un conflicto que había recorrido toda la
breve, compleja y violenta vida nacional. Desde ese estado se
sancionan las leyes laicas de educación y de registro civil, que
colocan en manos estatales un control de la población hasta entonces
dividido con la iglesia católica.
En
el plano económico, a partir de una división internacional del
trabajo que la ubicaba en el rubro productor de bienes agropecuarios,
la Argentina experimentó un espectacular crecimiento. La apropiación
de los territorios hasta entonces ocupados por los indígenas en la
llamada “Campaña del Desierto” abrió para los vencedores un
enorme territorio, sobre el cual las inversiones inglesas
desplegarían una extensa red de vías férreas.
El
emprendimiento llevado a cabo contra las poblaciones indígenas se
apoyaba en una línea programática ampliamente compartida por las
elites del mundo occidental: que las naciones viables eran aquellas
dotadas de una población de raza blanca y de religión cristiana.
Según los lineamientos inscriptos desde Acción de la Europa en
América, Alberdi había acuñado al respecto la consigna “Somos
europeos trasplantados en América”. Y como se lee en las Bases, lo
guía la convicción de que en Hispanoamérica el indígena “no
figura ni compone mundo”.
Hacia
1880 en la Argentina, el mensaje más inmediato que el diario
oficialista La
Tribuna Nacional se
apresuró a difundir afirmaba que “la Argentina finalmente había
entrado en una nueva era”, identificada con el arribo del progreso.
Éste se materializaba en “buenas cosechas, industrias nuevas,
empresas que requieren grandes capitales e ilimitada fortuna”. De
tal modo, el diario repetía la moraleja de que las pasiones
destructivas de la política habían sido dominadas por el desarrollo
de los intereses asociados con el desarrollo económico, dado que “es
el progreso material el que lleva al progreso moral, y no viceversa”.
Para
el roquismo, la paz era el logro mayor del progreso económico, y con
ello la política pasaba a segundo plano: “El tiempo de la política
teatral ha pasado. No hay multitudes ociosas que fragüen
revoluciones”, seguía proclamando La
Tribuna en
1887.
Dentro
de este panorama podemos preguntarnos: ¿cuáles
fueron las preocupaciones dominantes en la sociedad y en el estado
que llegaron a ser parte de la reflexión de los intelectuales en el
período que se extiende entre 1880 y 1910?
Para organizar una respuesta, comencemos por decir que se instala una
determinada problemática. Ésta agrupa varias cuestiones:
social, nacional, política e inmigratoria. Social, por los desafíos
que planteaba el mundo del trabajo urbano. Nacional, ante el proceso
de construcción de una identidad colectiva. Política, frente a la
pregunta acerca de qué lugar asignarles a las masas en el interior
de la “república posible”, esto es, la cuestión de la
democracia. E inmigratoria, porque todos estos problemas se
encontraron refractados y crispados en escala ampliada en torno de la
excepcional incorporación de extranjeros a la sociedad argentina.
En
cuanto a los rasgos o características centrales de la modernidad, en
el terreno de la economía significó el nacimiento y la expansión
planetaria del modo de producción capitalista. En lo social, la
aparición de clases sociales (burguesía, proletariado, clases
medias) y de un proceso novedoso: la movilidad social, o el hecho de
que los individuos –a diferencia de aquellos de las sociedades
premodernas– pudieran pasar por diversos sectores o clases sociales
a lo largo de sus vidas. En el ámbito político, la implantación de
un nuevo criterio de legitimidad: la soberanía popular.
Pero
la modernidad es asimismo un formidable proceso cultural. En su seno
se produce el fenómeno designado como “secularización”. Con
este término se indica el carácter terrenal, intramundano de los
nuevos tiempos. En la modernidad, se ha dicho, “los dioses se
alejan”. Simplificando, esto podría condensarse diciendo que ya no
hay milagros, es decir, que los dioses ya no intervienen en los
asuntos humanos para alterar a su voluntad los hechos de este mundo.
A esto se lo llama el “desencantamiento del mundo”.
Gracias
a ese proceso de secularización, ocurre algo que cambiará nuestras
vidas hasta el presente: el mundo se torna calculable. En verdad,
toda la realidad tiende a ser mirada como algo que se puede calcular.
Para esto es preciso que los dioses se hayan alejado, que ya no haya
milagros… (…)
Comprenderán
inmediatamente que estamos hablando nada más y nada menos que de los
fundamentos mismos de la ciencia moderna, empezando por la ciencia
físico-matemática inaugurada por Galileo Galilei en el siglo XVII.
Esta revolución científica es la que en buena medida ha configurado
el mundo moderno en el que aún vivimos. En rigor, la potencia
cognoscitiva de la ciencia se asociará indisolublemente a la
revolución industrial del siglo XVIII, configurando un sistema
tecnocientífico.
De
allí en más, podría decirse que toda la vida de los modernos se ha
caracterizado por incluir el cálculo como una de las lógicas
centrales de su comportamiento, de su accionar. Calcula el empresario
al realizar sus inversiones, pero también el asalariado al
planificar sus gastos y el joven estudiante al elegir una carrera. En
suma, todo el mundo calcula, es decir, prevé el resultado de sus
acciones, las orienta de manera racional, se fija una finalidad y
sopesa los medios más conducentes a su realización.
Los
tiempos modernos son aquella época del mundo en que lo nuevo se
torna bueno. En los estratos tradicionales de una sociedad, lo nuevo,
lo novedoso, es generalmente visto como malo o al menos como una
amenaza a un orden ya establecido, en el que nada debe cambiar.
Por
el contrario, la modernidad impulsa el cambio, al que llamará
desarrollo, evolución, progreso. Con esto es la concepción misma
del tiempo, de la temporalidad, lo que se ha modificado.
En
cuanto al tipo de intelectual imperante en el 80, escriben a partir
de una sólida posición económica obtenida en un ámbito no
intelectual (son estancieros, funcionarios estatales, médicos,
abogados).
Entre
los integrantes intelectuales más visibles de esa llamada Generación
del 80 podemos nombrar a Eduardo Wilde, Lucio V. Mansilla, Miguel
Cané (h) y Paul Groussac. Si buscamos sus voces comunes, podemos
decir que, en términos generales, casi todos comparten un lamento
tradicionalista, típico en épocas de cambios acelerados: se quejan
de que el avance modernizador destruye los viejos sitios familiares y
disuelve las viejas y sanas costumbres en una sociedad y una ciudad
en rápida transformación. Pero estas quejas no pueden ser
absolutas, ya que los miembros de la elite se hallan en una posición
compleja al respecto: impulsan la modernización y al mismo tiempo
lamentan algunas de sus consecuencias no queridas. Tal posición es
la que le hace añorar a Vicente Quesada en Memorias
de un viejo las
añejas quintas y los altos cipreses desalojados por el ferrocarril,
y al mismo tiempo prever que los bienes y usos europeos tarde o
temprano se impondrán, para bien de la sociabilidad criolla.
José
Antonio Wilde, un memorialista de la época, recuerda que antes “los
niños jamás dejaban de pedir su bendición a sus padres al
levantarse y al acostarse; otro tanto hacían con sus abuelos, tíos,
etc. […] Esta señal de respetuosa sumisión ha desaparecido casi
por completo, como otras muchas costumbres de tiempos pasados.
Creemos que aún subsiste en algunos pueblos de las provincias
argentinas”. Fíjense que aquí la añoranza por el pasado se
relaciona con un tiempo en el que aún el igualitarismo (o la
democracia como igualdad social) no había erosionado la
“deferencia”. (Deferencia es el reconocimiento y expresión por
parte de “los de abajo” de una jerarquía social superior.)
(…)
Hay
evocaciones melancólicas de los viejos sitios que ahora “la
piqueta del progreso” está destruyendo. En efecto, en esas décadas
la ciudad de Buenos Aires, con la intendencia de Torcuato de Alvear,
se encuentra sometida a una serie de profundas reformas urbanas que
alteran entre otros sitios su zona histórica, de la Plaza de Mayo
hacia el Congreso. Buenos Aires, según otro título emblemático de
la época, está dejando de ser “la gran aldea” pintada por Lucio
V. López para convertirse en una gran ciudad. Justamente, la ciudad
entendida como artefacto promotor y efecto de la modernización.
Esos
y otros tópicos característicos de esta generación
político-intelectual se encuentran en Miguel Cané (h), uno de los
más representativos de su grupo y un miembro relevante de la clase
dirigente. Cané posee un linaje que lo conecta con el patriciado y
con el exilio antirrosista, e inició su carrera de escritor en los
diarios La
Tribuna y El
Nacional.
De allí en más protagonizó una carrera típica entre los miembros
de su grupo: director general de Correos y Telégrafos, diputado;
ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y
Francia; intendente de Buenos Aires, ministro del Interior y de
Relaciones Exteriores.
Su
visión de la realidad argentina había comenzado siendo
celebratoria. En 1882 escribe que ningún extranjero podía creer “al
encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la
actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en
1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la
plaza de Mayo”. Sin embargo, progresivamente sus escritos se colman
de preocupaciones nacidas de algunos aspectos de los nuevos tiempos:
la modernidad. Es preciso decir que ciertas críticas están
íntimamente ligadas a la crisis financiera de 1890, cuando dentro de
la clase dirigente nacen o se refuerzan algunas prevenciones sobre el
proceso modernizador.
Dicha
crisis fue interpretada como la realización de la profecía sobre
las consecuencias negativas del ansia de enriquecimiento a toda
costa.
El
viejo Sarmiento ya había alertado en su momento acerca de este mal,
y lo había colocado dentro de una contradicción que se tornará
convincente: una sociedad que tiene al dinero como aspiración
fundamental es incompatible con la construcción de una república,
porque el predominio del afán de riquezas sólo puede generar “un
país sin ciudadanos”. Eso puede decirse de otra manera: la crisis
de 1890 demostraba que las pasiones del mercado habían predominado
sobre las virtudes cívicas y erosionaban los sentimientos de
pertenencia a una comunidad.
También
para Cané el consumo ostentoso era el síntoma de haberse extraviado
el rumbo. En Notas e
impresiones escribió:
“La marcha vertiginosa del país, la alegría de la vida, la
abundancia de placeres, la improvisación rápida de fortunas, habían
incandecido la atmósfera social. Las mujeres pedían trapos lujosos,
coches y palcos, los hijos jugaban a las carreras y en los clubs; y
el pobre padre, de escasos recursos, cedía a la tentación de hacer
gozar a los suyos y caía en manos del corruptor que husmeaba sus
pasos”.
Tampoco
es casual que en esas narrativas aparezcan pronunciamientos xenófobos
y racistas, y no lo es porque algunos de los “males” de la
modernización fueron vistos desde la clase dirigente como producto
de la presencia masiva de extranjeros, es decir, como producto del
proceso inmigratorio. De allí que alrededor de este proceso se
reunieran, armando un paquete, los demás problemas o cuestiones que
mencioné al principio de esta lección: social, político y, ahora,
el problema nacional. ¿Por qué? Porque la crisis del 90, leída
como producto del afán especulativo, revelaba una ausencia de
civismo que fue atribuida a una presencia excesiva de extranjeros. Y
si esto era así, la solución pasaba por desplegar a rajatabla un
proceso de nacionalización de esas masas de extranjeros, un proceso
destinado a definir e imponer una identidad nacional.
La
Argentina terminó siendo el país del mundo que absorbió la mayor
cantidad de población extranjera en relación con su población
nativa. Por razones de oportunidades laborales, fundadas a su
vez en características estructurales de la economía argentina,
tales como el régimen latifundista de apropiación de la tierra, la
mayoría de los recién llegados se ubicó en las zonas litorales, y
dentro de ellas, en Rosario y Buenos Aires en especial.
El
censo de 1895 mostró que más de la mitad de los habitantes de la
ciudad de Buenos Aires eran en su mayoría italianos y españoles, y
estas cifras trepaban a una proporción de cinco inmigrantes por cada
nativo cuando se tomaba el segmento de los varones adultos. De manera
que podemos imaginar que en algunos ámbitos de encuentro y
sociabilidad como bares y cafés, por cierto dentro de una sociedad
androcrática o machista, donde los varones ocupan esos espacios
públicos y dan el tinte de la vida social, sólo una de cada cinco
personas era nativa.
Por
fin, lejos de adoptar la posición pasiva que desde la mirada de la
dirigencia muchas veces se les adjudicaba, los inmigrantes tuvieron
una activa participación sindical y política pero también
económica. Según Gerchunoff y Llach, “pronto dominaron el
comercio y la industria: en 1914 casi un 70 % de los empresarios
comerciales e industriales habían nacido fuera de la Argentina”.
Estos
datos están hablando de la debilidad de la sociedad receptora. De
allí que también aquí el papel integrador y nacionalizador quedó
fundamentalmente en manos del estado, aun cuando se observan
iniciativas en igual dirección encaradas por instituciones y
asociaciones de la sociedad civil. Dentro de ese papel estatal, los
intelectuales encontraron un espacio privilegiado de intervención.
Ese espacio privilegiado se les abrió porque el proceso de
nacionalización de las masas requiere obviamente tener definida una
identidad nacional. Y ocurre que esa respuesta no estaba aún
elaborada. Como esa elaboración es un proceso fundamentalmente
simbólico, aquí el oficio de los intelectuales, sus destrezas y
saberes, resultaron absolutamente necesarios.
Retornando
a Cané, verificamos que el autor de Juvenilia encuentra
motivos para alimentar su angustia al contemplar ya no a los
inmigrantes civilizados previstos por Alberdi, sino a –dice– “una
masa adventicia, salida en su inmensa mayoría de aldeas incultas o
de serranías salvajes”.
Era
una queja que ya había entonado tempranamente nada menos que el
propio Alberdi. En un apéndice de 1873 a las Bases,
y refiriéndose a su famosa consigna, aclara que “gobernar es
poblar” si se educa y civiliza como ha sucedido en los Estados
Unidos, pero que “poblar es apestar, corromper, degenerar,
envenenar un país cuando en vez de poblarlo con la flor de la
población trabajadora de la Europa, se le puebla con la basura de la
Europa atrasada o menos culta”. También es la presencia de
extranjeros lo que le hace opinar a Lucio V. Mansilla que “Buenos
Aires se va haciendo una ciudad inhabitable”, y a Lucio V. López
determinar que es en la Argentina “donde el mal gusto que elimina
la Europa encuentra, falto de crítica, amplio refugio”. Daban
cuenta así del hecho muy conocido de que la inmigración que
realmente llegaba a las playas argentinas no era la anglosajona
proveniente del norte europeo, sino sobre todo la que venía del
sudeste europeo, especialmente compuesta por italianos y españoles.
A
este pecado de origen, a los ojos de la elite la inmigración le
sumaba una doble actitud considerada negativa: por una parte, era
ínfima la cantidad de extranjeros que tramitaban la nacionalidad
argentina, casi seguramente porque al no haber ley de doble
nacionalidad debían renunciar a la propia. Pero junto con ello
revelaban una actitud de participación y penetración en actividades
y prácticas de los nativos. En otras palabras, lejos de mantenerse
en una actitud pasiva, revelaban una presencia expansiva en la nueva
sociedad. De allí que una imagen repetida una y otra vez en los
textos de la clase dirigente sea la de la invasión, la de “la
marea” –dirá Cané– que todo lo invade. Era la misma imagen
marina que seguía apareciendo en el discurso de Lucio V. López de
1891 en la ceremonia de graduación de la Facultad de Derecho: “Lo
sé: nosotros los contemporáneos vemos la ola invasora que nos
anuncia la inundación por todas partes”. Del mismo modo, Emilio
Daireaux en Vida
y costumbres en el Plata,
de 1888, preveía que, si la proporción de extranjeros aumentaba,
“la población indígena, anegada por esta formidable oleada, bajo
esta invasión de bárbaros armados de palas, vería completamente en
peligro su influencia política y directriz”.
Pero
para Cané la “invasión” amenazaba con penetrar hasta los
círculos más íntimos y aun familiares de la elite.
Temor
entonces ante el ascenso social de los extranjeros, pero también
problemas en el otro extremo de la pirámide social para las clases
dirigentes y poseedoras, porque dentro del mundo del trabajo existían
inmigrantes que adherían a ideologías socialistas y anarquistas que
aquellas consideraban injustificables en un país como la Argentina,
donde –decían– no tenían cabida la proclamación de la lucha de
clases ni el activismo político y sindical de izquierda. Mucho más
cuando dentro del movimiento anarquista se manifestaron tendencias
proclives a lo que se llamó la “propaganda por los hechos”, con
lo cual se designaba una práctica de corte violento como el
asesinato del coronel Falcón, jefe de la Policía Federal, a manos
del inmigrante anarquista Simón Radowitzky.
En
síntesis, la inmigración causaba problemas, y esos problemas
trataron de ser resueltos desde el estado tanto por vía coercitiva
(mediante las leyes de Residencia y de Defensa Social, del estado de
sitio, el accionar policial y parapolicial)
como por medio de la búsqueda de consenso centrada en la
incorporación plena de los extranjeros y sus hijos a una identidad
nacional argentina. Fue así como desde el estado (en especial
mediante la educación pública y el servicio militar obligatorio) y
desde la sociedad civil (agrupaciones políticas, asociaciones
civiles y religiosas, clubes sociales y deportivos, etc.) se montó
un vasto y capilar dispositivo nacionalizador.
En
principio y sin duda, la principal finalidad residió en generar
fuertes sentimientos de identificación nacional para incorporar esas
masas de manera homogénea a la nación, y así promover mejores
condiciones de convivencia y gobernabilidad. Pero además, con el
mismo movimiento se barrió un arco más amplio de objetivos.
Uno
de ellos formó parte de las luchas de poder dentro de los diversos
grupos sociales, que en este caso pretendió definir una posición de
supremacía de los criollos viejos ante los extranjeros.
Otro
objetivo que se cubrió con esta cruzada nacionalizadora fue el de
producir nuevas identidades para limitar los efectos de anomia que
suelen ser resultado de los procesos de migración. (La “anomia”
es la ausencia de marcos regulatorios, de pautas orientadoras de la
acción social o del “qué hacer” en el nuevo escenario.) Émile
Durkheim creaba en esos mismos años desde Francia la categoría de
la “anomia” para describir el fenómeno moderno de la pérdida de
sentido de pertenencia al grupo. En nuestro caso, la interpelación
nacionalista destinada a inducir una nueva identidad colectiva
(“¡Sean argentinos!”) entraba en disputa de tal modo con otras
ofertas identitarias: obviamente, con las nacionalidades de origen
(italiana, española y un largo etcétera), pero también con otras
ya no nacionales sino confesionales o políticas –como la católica
o la anarquista–, que a los ojos del estado argentino amenazaban la
necesaria homogeneidad sociocultural.
Luego,
el movimiento nacionalizador, como todo proceso identitario,
resultaba funcional para exorcizar otra sensación de anomia y
desconcierto que suele acompañar los procesos acelerados de
modernización como el que se vivía en el país. En un mundo donde
todo cambia, muchos buscan algo sólido que permanezca igual, y si
ese igual es algo tan íntimo, tan personal como la identidad, mejor.
Miguel Cané confiesa así en una carta que, a riesgo de ser tratado
de bárbaro, le sería muy grato ver en Buenos Aires “algún
aspecto de mi infancia, […] con mucho pantano y mucha pita”. Esto
es, podría decirse, con esos restos de campo que la ciudad ha
invadido y aniquilado.
También
contamos con un extenso párrafo que suele citarse como modelo del
rechazo de Cané a la caída de la deferencia y que ilustra el modo
en que concebía un buen orden social. Está tomado de su artículo
“En la tierra tucumana”, donde se queja de la pérdida de “la
veneración de los subalternos” a los “superiores”, “colocados
como por una ley divina inmutable en una escala más elevada, algo
como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano”.
“¿Dónde,
dónde están –se pregunta entonces– los criados viejos y fieles
que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde
aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños
príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a
nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de
juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más
preocupación que servir bien y fielmente? El movimiento de las
ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas
y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar
todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, se viste
mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas
se le mira con rigor”. Como contrapartida emerge la revalorización
de las provincias del interior y sobre todo de las campañas, donde
“quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de
antaño, no tan mala como se piensa”.
Estas
opiniones permiten entender el sentido de las críticas de Cané y
otros miembros de su grupo al avance de la democracia. Para ellos, el
término “democracia” no significaba sólo un nuevo tipo de
legitimidad política fundado en la soberanía popular; significaba
también lo opuesto a un orden jerárquico aristocrático,
significaba igualitarismo social.
Esta
necesidad de enfatizar el orden frente a la libertad se reforzaba
para Cané ante la “cuestión social”, es decir, ante los nuevos
problemas surgidos en el mundo del trabajo urbano. La conflictividad
social crecía en todo el mundo industrializado, así como la
sindicalización de los obreros y los movimientos de protesta. En ese
mundo del trabajo se desarrollaban asimismo las nuevas experiencias
de los movimientos socialistas y anarquistas. Estos últimos
acompañaban su acción gremial con espectaculares atentados. Es
entonces cuando Cané concluye que “la revolución social está en
todas partes” para atacar la propiedad, es decir, “la piedra
angular de nuestro organismo social”, el suelo que da vida a las
nociones de gobierno, libertad, orden, familia, derecho, patria.
Sin
embargo, también existe allí mismo un llamamiento a la serenidad y
a la confianza en la coerción legal: si “ellos nos suprimen por la
dinamita –escribió–, nosotros los suprimimos por la ley”.
Dentro de este espíritu presentó su proyecto de ley de Residencia
en 1899, que fue aprobado tres años después. En su artículo 2º
establecía que el Poder Ejecutivo, con acuerdo de los ministros,
podía ordenar la expulsión de “todo extranjero cuya conducta
pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o
la tranquilidad social”. Resulta claro, creo, que la amplitud de
esta cláusula (¿qué debe entenderse por “tranquilidad social”?)
dotaba al estado de un arbitrio excesivo. En efecto, esta ley fue
utilizada en diversas ocasiones para expulsar a extranjeros cuyas
prácticas políticas pero también sindicales fueron consideradas
riesgosas por el estado.
Lo
que podemos verificar en sus escritos es que estas prevenciones ante
la conflictividad social corrían parejas con la desconfianza hacia
la democracia, y que ambas se apoyaban, al fin de cuentas, en la
convicción de que el criterio de legitimidad político no es
cuantitativo sino fundado en calidades. Cané dirá en Prosa ligera
que “nadie me podrá quitar de la cabeza que es una inspiración de
insano dar derechos electorales a los negros de Dakar o a ciertos
blancos del otro lado del agua…”.
Los
textos son elocuentes, y ellos nos conducen nuevamente a la cuestión
de los criterios de legitimidad y del que compartía la clase
dirigente del 80. Natalio Botana la ha sintetizado con exactitud en
su libro El
orden conservador: “Esta
gente –dice refiriéndose a la elite argentina– representó el
mundo político fragmentado en dos órdenes distantes: arriba, en el
vértice del dominio, una elite o una clase política; abajo, una
masa que acata y se pliega a las prescripciones del mando; y entre
ambos extremos, un conjunto de significados morales o materiales que
generan, de arriba hacia abajo, una creencia social acerca de lo bien
fundado del régimen y del gobierno”.
Explícitamente,
Cané repudia por ello el principio democrático. En una carta de
mayo de 1896 a Carlos Pellegrini le comenta que, si en un momento no
concebía otra forma de gobierno que la democrática, “cada día
que pasa […] adquiero mayor repugnancia por todas esas
imbecilidades juveniles que se llaman democracia, sufragio universal,
régimen parlamentario, etcétera”.
Ya
sabemos que no estaba solo en estas opiniones: eran compartidas por
numerosos intelectuales europeos que afirmaban la necesidad de un
gobierno de las aristocracias. La legitimidad de ese tipo de gobierno
no reposa entonces en el número sino en la calidad. Y las cualidades
que para Cané definen la legitimidad de la propia aristocracia
dirigente están enumeradas en este pasaje que escribió luego de
asistir en Londres a una función en el Covent Garden: “He ahí el
lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de
suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta
atmósfera delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizan
de una manera perfecta. La tradición de raza, la selección secular,
la conciencia de una alta posición social que es necesario mantener
irreprochable, la fortuna que aleja de las pequeñas miserias que
marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que se combinan
para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres
fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner.
La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza”.
La
clase dirigente debe autolegitimarse entonces en el linaje, el saber
y la virtud. Obsérvese que también debe tener fortuna, pero no como
un fin en sí mismo, sino como aquello que “aleja de las pequeñas
miserias que marchitan el alma y el cuerpo”.
“Nuestros
padres –escribió Cané en sus Ensayos –
eran soldados, poetas y artistas. Nosotros somos tenderos,
mercachifles y agiotistas. Ahora un siglo, el sueño constante de la
juventud era la gloria, la patria, el amor; hoy es una concesión de
ferrocarril, para lanzarse a venderla al mercado de Londres.”
Ya
sabemos que ese afán mercantilista para Cané va unido a la
decadencia de las viejas virtudes republicanas. En el discurso de
homenaje a Sarmiento en 1888, esta sensación se ha vuelto angustia:
“Siento, señores –confiesa–, que estamos en un momento de
angustioso peligro para el porvenir de nuestro país”, porque “no
se forman naciones dignas de ese nombre sin más base que el
bienestar material o la pasión del lucro satisfecha”.
Hemos
visto entonces en torno de los escritos de Cané cómo se articuló
desde la Generación del 80 la problemática de las cuestiones
política (democracia), social (movilidad y conflicto en el mundo del
trabajo) e inmigratoria (“marea invasora”). Esta última alentó
la idea de que muchas de las dificultades del presente se originaban
en una sociedad “ “excesivamente heterogénea”. Juan Alsina,
quien trabajó sobre la base de la información que los censos
empezaban a aportar sobre la realidad nacional, opinó:
“La diversidad de razas coexistiendo en una nación crea problemas sociales gravísimos. Conservemos en nuestra república la homogeneidad, para disminuir conflictos que no dejarán de presentarse dentro de ella”.
“La diversidad de razas coexistiendo en una nación crea problemas sociales gravísimos. Conservemos en nuestra república la homogeneidad, para disminuir conflictos que no dejarán de presentarse dentro de ella”.
Buena
parte de las soluciones a estos conflictos se trasladó a la cuestión
nacional Esto es, a la construcción de una identidad nacional capaz
de homogeneizar y unificar aquello que la extranjería, el
mercantilismo y la modernidad estaban separando y disolviendo.
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