Actores
sociales del siglo XX. Entre el Yrigoyenismo y el Frondizismo
Texto
basado en los trabajos de Fernando Devoto “Historia de la
Inmigración Argentina” y Juan José Sebreli “Buenos Aires, Vida
Cotidiana y Alienación”
Como
veníamos observando en encuentros anteriores la elite en 1880 dio
por concluido el período de las guerras civiles, donde consiguió
proletarizar al gaucho, exterminó a las etnias pampas y patagónicas,
incorporó las tierras al sur del río negro al territorio nacional,
fijando los límites con Chile.
Con el
aporte de capitales ingleses en la industria del frigorífico y los
ferrocarriles y nuestro país como productor de carne, lo único que
quedaba era el progreso indefinido.
El
aluvión inmigratorio de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX
le cambiaron la cara a la Argentina y sobre todo a las grandes
ciudades, sobre todo a Buenos Aires.
Los
inmigrantes que llegaron en su mayoría italianos y españoles, no
solo trajeron las ideologías de lucha, sino también otras ideas en
cuanto a la generación de la riqueza.
¿Quienes
eran los inmigrantes? Según Fernando Devoto en su libro Historia de
la Inmigración Argentina, para el período de la inmigración de
masas de europeos, desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la
Primera Guerra Mundial, la cuestión de definir a un inmigrante
parece a primera vista bastante sencilla. Se trataría de los
europeos más o menos pobres, campesinos, varones, mayoritariamente
analfabetos, que arribaban a nuestro país para “hacer la América”,
en su propia perspectiva, y para poblar el desierto en la
perspectivas de las elites argentinas.
La ley
de inmigración de 1876 en el articulo 12 define al inmigrante como
a: "todo extranjero jornalero, artesano,
industrial, agricultor o profesor, que siendo menor de sesenta años
y acreditando su moralidad y sus aptitudes, llegase a la república
para establecerse en ella, en buques a vapor o a vela, pagando pasaje
de segunda o tercera clase, o teniendo el viaje pagado por cuenta de
la Nación, de las provincias o de las empresas particulares,
protectoras de la inmigración y la colonización.”
En la
percepción de los contemporáneos, aquella amplitud de una ley que
incluía en la definición de inmigrante a los que llegaban en
segunda clase y no solo en tercera clase reducía en los estereotipos
sociales. Aquí inmigrante equivale a europeo, a trabajador, a
rústico. En este último sentido, coincidía con las definiciones
jurídicas o censales de los países de emigración y en los de
inmigración en Europa y en América en el siglo XIX.
Como
vimos anteriormente, estos inmigrantes comienzan a ocupar diversos
sectores en la sociedad, desde obreros, jornaleros y peones; muchos
fueron curas y otros lograron hacer fortuna en el comercio y acceder
a la tierra y dedicarse a la agricultura.
Los
inmigrantes terminaron ocupando todas las clases sociales en el nuevo
país.
La
pirámide social Argentina
Las
Burguesías
Según
Juan José Sebreli, la burguesía más antigua y a la que nosotros
llamamos la “Elite” se debe a la alianza entre la burguesía
agropecuaria y la burguesía comercial importadora y exportadora de
Buenos Aires –tradicionalmente Unitarios y Federales- burguesía
estrechamente ligada a los intereses del imperialismo inglés. Esta
Burguesía, estas doscientas familias de apellido tradicional
conocida como “aristocracia” por sus admiradores u “oligarquía”
por sus detractores era la poseedora de las mejores tierras,
invernaderos y ganadero vinculados a través de los frigoríficos al
imperialismo inglés y cuyas fuentes exclusivas de riqueza surgen del
arrendamiento de la tierra o de la explotación de productos
agropecuarios.
Otros
sectores de la misma clase componen los terratenientes de Córdoba,
Entre Ríos y Santa Fe; la antigua burguesía industrial, dueña de
ingenios azucareros en Tucumán y bodegueros de San Juan y Mendoza;
obrajeros y yerbateros del Norte; la burguesía comercial,
parasitaria y burócrata exportadora de granos y cereales y
exportadora de manufacturas; y la burguesía financiera. Los miembros
más esclarecidos de esta clase ocupan una situación social vicaria
como abogados de las empresas extranjeras o dirigentes políticos de
los partidos conservadores.
La
burguesía ganadera, la más antigua y tradicional despreciaba y
consideraba impropia de su clase toda actividad industrial (a
excepción de las industrias tradicionales que mencionamos más
arriba), desprecio que se extendía a la propia agricultura por
entenderla como “cosa de gringos”. Esta diferencia no solo de
ideales sino también de intereses se expresó en movimientos
políticos de oposición al conservadurismo ganadero: el Partido
Demócrata progresista de Lisandro de la Torre en Santa Fe y la
fracción “sabatinista” del radicalismo en Córdoba.
Un halo
esotérico rodea a la egregia “gentry”, que actúa con una
aristocrática arrogancia, con una altanera presunción de hallarse
iniciada en un orden exclusivo donde se comparten valores inefables,
tan invisibles al ojo común como la túnica del rey del cuento.
Existe un mito de la purificación hereditaria en la que esta clase cree ciegamente y que un “nuevo rico” jamás podrá alcanzar. Las buenas acciones serían inútiles para quien está privado de la gracia; esta no puede adquirirse, se nace con ella o no se nace.
La
“aristocracia del espíritu” en un país invadido por permanentes
oleadas inmigratorias, es aquella que está fuertemente al país, a
través de varias generaciones de criollos descendientes de los
Padres de la Patria, herederos de virtudes ancestrales y de las que
carecen la inmensa mayoría, los hijos de inmigrantes incapaces de
remontarse hasta las raíces de un árbol genealógico.
En
realidad, a los escasos apellidos patricios, frecuentemente pobres de
solemnidad –Pueyrredón, Balcarce, Lavalle, Posadas-, se fueron
agregando nuevos apellidos de inmigrantes con fortuna –Anchorena,
Iraola, Carabassa, Mihanovich, -, haciendo de la oligarquía actual
una fusión ecléctica de esos dos grupos de apellidos de distinto
origen: Álzaga Unzué o Paz Anchorena, por ejemplo.
Olvidando
que sólo las masas populares pueden reivindicar muchas generaciones
de su misma clase, en tanto que los antepasados de la burguesía no
siempre fueron burgueses, sino, en muchos casos, nada más que
contrabandistas de cueros, tenderos o pulperos enriquecidos o
aventureros escapando de la policía española. A pesar de eso,
nuestra burguesía terrateniente se dedicó a rastrear sus árboles
genealógicos, para contrarrestar el aluvión de apellidos
desconocidos, generalmente italianos que invadía el país.
El
desprecio por el inmigrante italiano no era, al fin, sino desprecio
por el trabajo, por la actividad útil y productiva como condición
de clases inferiores. Ese desdén por la actividad útil y productiva
debe ponerse en evidencia mediante una ostentación del ocio, empleo
del tiempo en actividades banales: colección de antigüedades,
deportes poco accesibles a la mayoría como el polo o el pato,
fiestas, viajes a Europa, vicios costosos.
La
descripción que, hasta ahora, hemos esbozado se refiere a la vieja
burguesía terrateniente, a la oligarquía agropecuaria. Veamos ahora
sus relaciones con las nuevas clases burguesas. Éstas, mucho menos
homogéneas que las viejas, están compuestas por los miembros más
destacados de las profesiones liberales de las clases medias, altos
burócratas, afortunados comerciantes, el grupo específico de la
“industria de la diversión”- deportistas, artistas, directores y
escritores de cine, radio y televisión- de reciente data. Ninguno de
estos grupos alcanza la cohesión y la importancia de la nueva
burguesía industrial de origen artesanal y enriquecida durante el
proceso de industrialización de la década peronista. Entendemos por
burguesía industrial tanto a empresarios y gerentes como los
distintos especialistas que se mueven alrededor de la industria:
contadores, ingenieros, agentes de propaganda y altos empleados. A la
burguesía industrial se agregan algunos miembros de las fuerzas
armadas, provenientes también de las clases medias y enriquecidos a
través de su vinculación a empresas industriales durante el
peronismo. Las contradicciones entre burguesía agropecuaria y
burguesía industrial intentan explicar al Estado peronista y su
lucha contra la oligarquía y el imperialismo. Claro está que las
actividades individuales y psicológicas de la burguesía industrial
no siempre coinciden con sus intereses de clase.
Las
viejas y nuevas clases burguesas no se diferencia por la cantidad de
dinero que tienen –generalmente las nuevas burguesías tienen más
dinero que las viejas-, sino en la calidad del mismo. El dinero de la
burguesía agropecuaria es antiguo y no identificable, el esfuerzo
por su acumulación primitiva se pierde en un lejano pasado. Por eso
no piensa ni habla nunca de dinero y lo gasta con desenvoltura y
naturalidad, sin dejarse sorprender ganándolo. Las nuevas burguesías
por el contrario saben demasiado bien de donde ha salido su dinero,
huele a resina de taller y a aceite de máquina.
La
lucha por la industrialización ha sido para la Argentina, la lucha
por la transformación democrática de su estilo de vida. El
yrigoyenismo primero y el peronismo después fueron las expresiones
políticas de este cambio democrático de estilo de vida, que se
realizó contradictoriamente con el desconocimiento y aún en muchos
casos, con la oposición de su principal factor, la propia burguesía
industrial, alienada aún a la ideología de la vieja burguesía.
Si bien
existe dentro de la nueva burguesía un orgullo por haberse “hecho
a sí mismos” empezando desde abajo y miran con desdén e
indiferencia a la vieja burguesía ociosa a la que consideran
compuesta por juerguistas arruinados, afectos a todos los vicios e
indignos de ser tratados como gente honrada.
Pero la
actitud de la nueva burguesía frente a la vieja varía a medida que
prospera la situación económica de aquella.
¿Cuál
es, en tanto, la actitud de la vieja burguesía terrateniente frente
a la ascensión de la nueva burguesía industrial? Tradicionalmente
la vieja burguesía le cerraba las puertas, pero como el
caleidoscopio social gira constantemente y va colocando en distintas
posiciones y componiendo nuevas figuras con elementos que parecían
inamovibles. Los matrimonios entre la hija de un exitoso empresario
con el hijo de una familia tradicional en la ruina compra un
apellido, gracias a la decadencia económica de la vieja burguesía
terrateniente –motivada por la inflación y la caída de los
precios agropecuarios- que contribuyó a disminuir la distancia entre
burguesías.
Pero el
acercamiento y contagio entre ambas burguesías no se explica tan
sólo por las veleidades e inclinaciones personales de los
individuos, sino por las bases objetivas que los sustentan. La
imposibilidad de la vieja burguesía de seguir usufrutuando a solas
el poder (porque el modelo agroexportador quedó en el pasado) la
lleva a contemporizar con la burguesía industrial quien no vacila en
capitular y renunciar a su porvenir político autónomo, temerosa del
fortalecimiento de la clase obrera que trae el proceso de desarrollo
industrial. Es así como desde que el desarrollo capitalista del país
y la agudización del antagonismo de clases, sobrepasa las
posibilidades de reformismo dentro de las estructuras demoburguesas,
los sectores nacionales y antiimprialistas de la burguesía
industrial (peronismo), son desplazados por los más inconsecuentes y
conciliadores (frigerismo-frondizismo) aliados a la burguesía
terrateniente y al imperialismo yanqui.
Clase
Media
La
propiedad de los medios de producción, para la burguesía y su
condición de mercancía que se vende como las cosas que produce,
para el obrero, son sendos acondicionamientos de una visión
fundamentalmente práctica del mundo; es decir, que ambas clases
tienen tendencia a actuar de acuerdo a sus propios intereses. La
clase media, en cambio, no posee cosas como el burgués ni fabrica
cosas como el obrero. Lo único que no hace es vivir haciendo cosas
y más bien vive del mecanismo social que organiza y coordina a las
personas que hacen cosas. Esta peculiar condición la lleva, a
diferencia de las otras clases, a no preocuparse por sus verdaderos
intereses.
Juega
el papel de intermediarios entre los productores y los poseedores.
.abogados, contadores, profesores, periodistas, corredores,
comisionistas, empleados de banco, simples oficinistas-manejando tan
sólo símbolos abstractos de las cosas: palabras, cifras, esquemas,
diagramas, fichas, expedientes; predispuestos a una visión idealista
del mundo y a una mentalidad legalista y administrativa, a creer en
el valor absoluto de los papeles escrito, de las reglamentaciones y
de las órdenes.
En
consecuencia, la historia no es para la clase media una lucha de
fuerzas entre grupos antagónicos que responden a necesidades
objetivas, a intereses de clase, en una determinada situación
social, sino una pugna de voluntades individuales, de intenciones
subjetivas en un mundo homogéneo. Una política es buena o mala
según la ejerzan individuos con buenas o malas intenciones.
Por eso
el radicalismo yrigoyenista, típica expresión de la clase media en
su momento de apogeo, pretendía ser una política de carácter
íntimo, casi doméstico, de persuasión directa en rueda de
correligionarios entre las cuatro paredes de un comité con calor de
hogar.
No hay
fuerzas económicas o sociales que condicionen la acción de los
individuos, sino simplemente ambiciones personales, caprichos,
debilidades, malas costumbres; la coima, el acomodo, el peculado son
los supuestos males de la política criolla. De ahí que la clase
media sea presa fácil de las campañas moralistas contra la
corrupción de los agentes de la administración y el poder público.
Las oligarquías explotan estas tendencias de la clase media, para
crear un clima favorable a la caída de gobiernos populares tal como
ocurrió con Yrigoyen y con Perón. Se pretendía enjuiciar al
régimen peronista no hablando de otra cosa más que de negociados,
que no son, al fin, sino característicos de cualquier régimen
burgués y contraponiéndolo a lo que se supondría que es la buena
política, o sea la ejecutada por políticos honrados.
Negando
a la historia como totalidad donde cada parte depende de las demás y
ocultando las relaciones sociales tras las particularidades de los
individuos, el pequeñoburgués se balancea entre dos acitudes
contradictorias – el voluntarismo optimista y el voluntarismo
pesimista.
Existe
una concepción optimista del mundo, una imagen del hombre generoso,
difundida por los discursos edificantes, los sanos consejos de los
maestros de escuela, los films de final feliz, los reglamentos de los
boy scouts, etc. que convive con otra que sostiene que “la
naturaleza humana no cambia”.
La
tristeza, la indiferencia, el fatalismo con sus expresiones porteñas
- “no te metás”, “ir tirando”, agachar el lomo”, “total
para qué”, “qué se le va a hacer”; no son sino las reacciones
psicológicas de una determinada clase social en una determinada
circunstancia histórica. De una clase que no actúa, que no toma
medidas ni quiere comprometerse, que no se congrega en mitines, que
se sienta a ver la vida como un espectáculo, desde la vereda de
enfrente, o semioculta detrás de la persiana, indiferente y un poco
aburrida. Una clase que no quiere participar en la historia, que no
cree participar y que participa a ciegas sin saber lo que hace, lo
que quiere ni adonde va.
Cuando
la clase media obtienen empleos, no solo venden su tiempo y su
energía, sino también su personalidad. Venden por toda la semana o
por todo el mes sus sonrisas y sus gestos amables y tienen que
practicar la rápida represión del resentimiento y la violencia. Lo
que cuenta es la reputación, la apariencia; se depende estrechamente
del prójimo, se vive dominado por el temor al “que dirán”, al
rumor y al escándalo. En esas condiciones, resulta la principal
víctima de la represión puritana antisexual que constituye uno de
los pilares fundamentales de la sociedad patriarcal burguesa y
cristiana. Vemos así como durante los gobiernos de Frondizi o José
María Guido, cuyo único apoyo civilresie en ciertos sectores de la
clase media, se lleva a cabo una vastísima campaña moralizadora, un
espionaje policial de la vida privada, con características de manía
persecutoria, al tiempo que proliferaron las sociedades de defensa de
las buenas costumbres y los apóstoles de la castidad, cuyo profundo
objetivo, consciente o no, en sus ejecutores es la agitación de
conciencias de la pequeña burguesía con inconfesables fines
políticos. La supuesta crisis moral del países un modo de
distraerla atención de la auténtica crisis económica y política.
La desvalorización del peso y el atarso de los sueldos
característicos del gobierno de Guido, están en relación directa
con la razzia de parejas en plazas, hoteles, bares y calles de Buenos
Aires.
La
clase media proyecta y se identifica con la oligarquía. La clase
media de un país precapitalista, destinada a trabajar
irremediablemente para la burguesía terrateniente, extrae de ella, a
la vez, sus fuentes de ingreso y su dignidad social. La oligarquía
utiliza a su vez, a la clase media como masa de maniobra contra las
clases populares, contra el incipiente proletariado: dividir para
reinar ha sido siempre el instrumento de la opresión, conseguir
privilegios a un grupo a expensas de otro mayor. Estos privilegios
son principalmente psicológicos, tal como el mayor prestigio del
trabajo intelectual sobre el manual, y la ilusión del empleado a
formar parte de las tareas directivas y no de las productivas,
ocultándose que sólo hace cumplir órdenes que no emergen de él, o
maneja papeles que otros firmaron o suma ganancias que irán a otros
bolsillos.
El más
pobre, el más mediocre, el más desafortunado de los
pequeñoburgueses puede sentirse superior frente a un obrero.
Al
mismo tiempo, la oligarquía consigue mediante esta escición , que
los obreros desvíen su atención y vean en el pequeñoburgés, mucho
más visible para ellos que la alta burguesía, al verdadero enemigo.
De ese modo, los propios oprimidos se convierten en los cómplices y
colaboradores del opresor y la oligarquía hace una economía de
personal: los propios clientes se ocupan del servicio. El mayor éxito
de la oligarquía es haberse instalado en el corazón mismo de las
clases sometidas, haciéndoles interiorizar los juicios objetivos y
exteriores que emite sobre ellas.
A los
privilegios psicológicos de la clase media sobre el proletariado se
sumaban también, en el período anterior al peronismo, algunas
ventajas económicos. La clase media usaba cuello y corbata en una
época que no se permitía caminar por el centro sin saco, sutil
disposición municipal que convertía a las principales calles de la
ciudad en terreno vedado para el obrero, quien difícilmente podía
comprarse un traje. Hacer un viaje a Mar del Plata o tener sirvienta,
aunque casi no se le pagaba un sueldo, eran los lujos que ostensibles
de la clase media. Este tren de vida a veces sobrepasaba sus
auténticas posibilidades económicas, exigiéndoles grandes
sacrificios.
Es de
imaginar que la repentina aparición del peronismo en la apacible
vida de la clase media produjo el mismo efecto de una piedra arrojada
con fuerza en las aguas estancadas de un charco habitado por ranas
dormidas. El torbellino de la aventura peronista vino a perturbar la
monótona vida cotidiana sin riesgo ni temeridad en cuya permanencia
habían encontrado la fórmula de la felicidad los pacíficos, los
indecisos, los cómodos pequeñoburgueses que de ahora en adelante
vivirán añorando el paraíso perdido del conservadurismo.
El
peronismo era un desafío a las tradiciones pequeñoburguesas , a sus
valores establecidos y a su hipócrita idea de la virtud.
Cuando
hasta los valores estampados en billetes y en títulos de propiedad
caían ¿En que valor creer? La frenética danza de la inflación,
trajo consigo la inevitable destrucción moral del ahorro. Ya no era
posible seguir haciendo cálculos para el futuro. La posesión
conservadora de las cosas características de la pequeña burguesía
es destruida por el proceso inflacionario, por el desarrollo
industrial del país con su exigencia de mercado interno y el
consiguiente aumento del consumo, obligando a usar y gastar lo más
rápido posible y finalmente por la propaganda comercial a través de
los nuevos medios de difusión -revistas ilustradas, cine
norteamericano, radio y televisión- con su característica
exaltación de un mundo lujoso y placentero, regido por la
consumición pura.
La
vieja clase media se adapta mal a esta nueva modalidad, ha hecho
demasiados sacrificios para dilapidar sus esforzados ahorros. Pero en
cambio, sus hijos, niños o adolescentes durante la época de
prosperidad del peronismo, que han llevado por consiguiente una vida
fácil, consentidos por sus padres -quienes no han querido privarlos
de todo lo que les faltó a ellos- son los primeros en acostumbrarse
a tirara las cosas cuando están rotas, en trastocar la mentalidad
del ahorro por la del gasto, de la conservación por el cambio.
En la
década del '60 en la cultura de masas comienzan a predominar los
elementos juveniles, adolescentes, que en otra época no hubieran
podido jugar sino un papel secundario. Esta irrupción antes
desconocida del mundo juvenil trae como consecuencia un cambio en las
relaciones familiares. La juventud se vuelve un valor en sí y la
experiencia de los adultos ya no sirve en un mundo que evoluciona
rápidamente.
También
el peronismo contribuyó a la destrucción de la específica familia
pequeñoburguesa. En el país del individualismo, la indiferencia y
el “no te metás”, el peronismo obligaba a todos a a afirmar sus
propias vidas en relación con los demás , con sus semejantes, con
sus compañeros, aún con sus enemigos, por medio de la solidaridad o
de la hostilidad, de la complicidad o de la delación, pero nunca la
indiferencia.
La
clase media reaccionaba ante ese proceso histórico, que no
comprendía, con un histérico antiperonismo, en el cual, el obrero
resultaba el chivo expiatorio. Por una parte su mentalidad formada
por la pasividad y la dependencia ante las metrópolis imperialistas,
en el goce de productos importados tanto materiales como culturales,
la llevaba a despreciar la incipiente industria nacional. Por otra
parte veía como la inflación ocasionada por la industrialización
la hundía vertiginosamente – a causa de su individualismo,
aislamiento y desorganización gremial- y la dejaba sin excusas
ideológicas y sin pundonor de clase frente a un proletariado unido,
organizado y desafiante. Este odio tan irracional y difuso encontró
una forma de expresión en un racismo elemental y larvado, a causa de
las migraciones internas. El “cabecita negra”representaba a la
vez la industrialización del país -causa de empobrecimiento de la
burocracia pequeñoburguesa- y el surgimiento de un proletariado
genuinamente nacional. La asimilación del emigrante de las
provincias , hizo que se terminara por colgarle el mote de “negro”
o “negrada” a todo obrero. Desde un punto de vista individual y
psicológico, el verdadero anticabecita negra es el pequeñoburgues.
La alta burguesía se mueve en un mundo privado de barrios apartados,
de casas herméticas, de automóviles veloces; no tiene por lo tanto
casi oportunidad de encontrarse en su camino con un cabecita negra y
puede darse el lujo de ignorarlo. El pequeño burgués, en cambio,
debe viajar en en colectivos repletos compartiendo “su” espacio,
la familia pequeñoburguesa vive pared de por medio de un conventillo
y oye las rudas expresiones de alegría de la familia cabecita negra
y hasta tiene que soportar las exigencias de la sirvienta, también
cabecita negra.
El
traslado del cabecita negra desde el campo a la ciudad y del
proletariado en general desde barrios y pueblos suburbanos hasta el
Centro, creó una nueva ciudad, hosca y anónima, llena de barullo,
de aglomeraciones, de mal olor y de “estrepitoso mal gusto”, como
dijera el general Lonardi (quién derrocó a Perón).
La
caida del poder político de la burguesía terrateniente en la etapa
peronista, provocó la pérdida de la suave tutoría que ejercía
aquella sobre la clase media, quien se encontró desamparada,
mientras contemplaba el ascenso desafiante de la clase obrera.
El
antiperonismo de la clase media pone en evidencia el flagrante error
de quienes se han empeñado en confundir el peronismo con el
fascismo. La base social del fascismo residía precisamente en la
clase media a la que se explotaba su resentimiento antiobrero,
Mussolini utilizaba a los jóvenes universitarios como fuerza de
choque contra los obreros. A la inversa, el peronismo utilizaba a los
obreros como fuerza de choque contra los universitarios
pequeñoburgueses.
Fue la
clase media en general y el estudiantado universitario en particular,
que sirviendo una vez más como masa de maniobra de la oligarquía
constituyó el grueso de la oposición al peronismo y dio el
necesario clima civil al levantamiento clérico- militar de 1955 que
derrocara a Perón. La vana ilusión de
que
poniendo “en su lugar” a los obreros, recuperaría su prestigio y
sus privilegios perdidos no tardó en desvanecerse. La agudización
de la crisis económica y la ola de reacción en el aspecto social
terminaron por hundir definitivamente a la clase media. El atraso de
los sueldos y la casi desaparición de las jubilaciones después de
la caída de Frondizi constituyeron el golpe de gracia.
Destruídas
las ilusiones que habían sido la base psicológica de toda su vida
no acierta a encontrar nuevas esperanzas que sustituyan a las
viejas.
Clases
populares
Lumpen
Durante
la década del 20, bajo el gobierno refinado y liberal de Alvear, se
llega la apogeo de la llamada “mala vida” de Buenos Aires. La
compañía de teatro de revistas francesas traen el auge del desnudo
en el escenario porteño y la moda de la cocaína. Alrededor del
tráfico de drogas y de la trata de blancas se organiza toda una
vasta red.
Los
rufianes se dividían en grupos de acuerdo a las nacionalidades. Los
franceses, provenientes de Marsella, trabajaban solos y sin
organización. Las prostitutas francesas explotadas por estos
rufianes eran las de más categoría y se habían impuesto la
costumbre de andar por la tarde, por la acera de la embajada
francesa.
Los
rufianes polacos, por su parte, se organizaban en verdaderos
sindicatos disfrazados de sociedades de socorros mutuos judías. En
la Zwi
Migdal,
con sede en la lujosa mansión de la calle Córdoba al 3200, se
efectuaban en una falsa sinagoga con falsos rabinos, parodias de
casamiento a las mujeres judías con engaños. La Zwi Migdal contaba
con más de 500 socios y explotaba 2000 prostíbulos donde trabajaban
30000 mujeres.
El
grupo más modesto lo constituían los rufianes criollos -el
“cafishio del café con leche” lo llamaban despectivamente los
franceses- que en un comienzo se conformaban con explotar a una sola
mujer y luego terminaban formando bandas dedicadas a robarse
mutuamente mujeres, a la vez que explotaban el juego clandestino: el
Gallego Julio y Ruggerito serían los más famosos.
La
campaña municipal y policial contra la prostitución organizada se
inicia en los años 30 y culmina en la época peronista. No obstante
la industrialización y su consiguiente migración interna de las
provincias a la ciudad, provoca la organización de una prostitución
alrededor de ese nuevo “solitario”, perdido en la gran ciudad,
que es el “cabecita negra”.
El
auge de la llamada “mala vida” en el arrabal de Buenos Aires
comienza en la década del '80 para culminar y comenzar su decadencia
en los años 20. El ingreso desde 1886 a 1889 de 260000 inmigrantes
sería indudablemente, uno de los factores condicionantes. Es en ese
momento que aparece un personaje típico de Buenos Aires: el
“atorrante”, emigrante fracasado que pernocta en los caños
abandonados.
Es
en este momento cuando comienzan a alcanzar alarmante índice los
robos, crímenes suicidios, aberraciones, prostitución, asociaciones
delictivas, choques sociales de toda índole. Ahora bien, la llamada
“mala vida” no era mera consecuencia del desarrollo demográfico,
una “enfermedad de crecimiento” como diagnosticaban
eufemistícamente los burgueses, ni tampoco una degeneración
biológica, como dictaminan los sociólogos positivistas. No era una
enfermedad sino un síntoma: el aspecto sucio de la acumulación
primitiva del capital. En el país precapitalista, con escasa
industrias, la inmensa muchedumbre transplantada a la ciudad, que no
podía ser asimilada por el limitado mercado de trabajo, formaba
invariablemente, al margen de la sociedad organizada, un proletariado
harapiento, el lumpenproletariado, según la clásica expresión de
Marx, la clase de los que no tienen nada y ni siquiera pueden
organizarse entre ellos: vagabundos, mendigos, prostitutas, rufianes,
estafadores, matones profesionales, vividores y mantenidos,
trabajadores de cosas impuras, dispuestos a venderse por nada.
El
lumpen era el habitante de zonas ambiguas donde se mezclaban el campo
y la ciudad, él mismo era descendiente del gaucho o de inmigrantes
también campesinos; participaba al mismo tiempo de dos tipos humanos
heterogéneos e incompatibles, el hombre de campo y de ciudad,
producto de dos evoluciones históricas, de dos desarrollos
económicos totalmente distintos. El malevaje sería el
desgarramiento, la rebelión frustrada.
El
lunfardo, que comenzó siendo el lenguaje técnico de los
malhechores, destinado sólo a ser entendido por los iniciados,
devino luego el lenguaje común de todo ese sector desasimilado, que
intenta la destrucción simbólica de la sociedad organizada mediante
la destrucción de su lenguaje. Cuando el lumpen adquiere conciencia
de su total desamparo, pero sin tener los medios adecuados para
oponerse, a su vez a sus opresores, no tiene otra salida que
reivindicar el ostracismo al que ha sido arrojado para no dejar la
iniciativa a sus enemigos. Su desafío es sumisión, aceptación del
destino que le han impuesto los otros: el malhechor no es sino
creación de la gente honesta, un producto de la sociedad basada en
el individualismo y la propiedad privada. Esta sociedad puede darse
el lujo de permitir en su seno el desorden del mal, siempre que este
no pase de lo estrictamente particular y esté aislado. Las fuerzas
del orden controlan y persiguen al malviviente, a la prostituta, pero
no los exterminan del todo porque ellos también tienen una función
dentro del equilibrio social.. En ningún momento el lumpen pone en
tela de juicio los fundamentos de la sociedad constituída. No se
propone modificar el mundo, ni le interesa la sociedad futura; no
pretende otra cosa que poseer a quienes lo poseen. Esto puede
entenderse por el mito de Carlos Gardel, de origen humilde,
extranjero, hijo de una lavandera, que vivió en el bravo arrabal
porteño, prontuariado en su juventud y con escasa educación estaba
predestinado a no tener jamás acceso al respetable mundo burgués.
Pero su simpatía y su voz excepcional le permitieron evadirse del
mundo al que estaba destinado y conseguir el aplauso de quienes lo
despreciaban en sus comienzos. Par un subproletariado andrajoso, sin
medios eficaces de acción, la solución a sus problemas no será ya
ese lento y paciente trabajo a realizarse en la historia, sino la
absurda generosidad de la magia que cumple inmediatamente y sin
esfuerzos los deseos más descabellados. Gardel -lumpen el mismo- no
necesitó obrar para salvarse, le bastó cantar.
Siempre
habrá quien no pudiendo cambiar el orden de las clases, aspire a
cambiar de clase. El verbo “llegar” es la clave.
La
sumisión del lumpen al sistema de valores de la subjetividad, muy
frecuentemente se trata también de una sumisión material. Gozaba de
inmunidad frente a la policía porque el caudillo del comité del
barrio -que lo utilizaba como guardaespaldas o para mantener alejados
de los comicios a los opositores en las elecciones.
Hay
toda una tradición del lumpen al servicio de la política burguesa,
desde el legendario Juan Moreira al servicio de Adolfo Alsina, hasta
los más modernos “compadritos”: el Gallego Julio respondiendo a
la U.C.R. Y su rival y victimario Juan Ruggero (Ruggerito)
respondiendo al Partido Conservador. Cuando ambos cayeron asesinados,
fueron velados en sus respectivos comités, cubiertos sus ataúdes de
banderas argentinas y despedidos con laudatorios discursos.
Por
otra parte, la mayor parte de de los piringundines y lupanares eran
propiedad de destacados políticos. Aún las mayores organizaciones
delictivas tenían sus relaciones con el Estado político n el
sistema social y económico imperante. Para el funcionamiento de la
Zwi Migdal, era necesaria la complicidad de la Dirección de
Inmigración, la policía, la municipalidad, de algunos miembros del
poder judicial y legislativo y de los grandes diarios que mantenían
el silencio.
No
se trataba ya, es ese tipo de casos, de la relación íntima, entre
el político venal y el matón, tal como existía en el fin de siglo.
Las relaciones entre la política y el gangsterismo se hacían en la
década del 20 más vastas, complejas y diluidas. No era coincidencia
que el recrudecimiento de la “mala vida” se produjera cuando la
burguesía terrateniente necesitaba recurrir al fraude y a la
violencia para mantener un poder que le era disputado desde 1916 por
nuevos sectores políticos provenientes de las clases medias, y sobre
todo para enfrentar las primeras luchas por las reivindicaciones
sociales de la clase obrera, formada a la sombre del incipiente
industrialismo. La oligarquía los utilizaba para dominar huelgas,
destruir sindicatos, incendiar bibliotecas y centros de izquierda y a
cambio de esos servicios otorgaba a los pistoleros una relativa
libertad.
Por
eso el lumpen no logra turbar la conciencia de los buenos burgueses,
mientras éstos puedan canalizar su violencia hacia sus propios
intereses. Sólo el obrero provoca el odio y el miedo burgués. La
negatividad, la destructividad pura del delito que se consuma en el
instante fugaz, no destruye sino a particularidades: la ciudad sigue
en pié, intacta, indestructible.
A
partir de la década del 30 y más aún en la época del peronismo,
la “mala vida” dejó de estar en primer plano.
La
clase obrera organizada en sindicatos encontraron una forma eficaz de
lucha por sus reivindicaciones sociales. La burguesía por su parte,
no podía seguir viendo con agrado la forma sangrienta con que los
maleantes a su servicio resolvían sus propios problemas, porque la
violencia desatada, cuando ya no podía dominarla ni controlarla
acarreaba al fin, un peligro para su propia clase, y porque le
resultaba muy poco delicado tener al malevo sentado sobre sus
espaldas. Es así que después del golpe militar del 30, las clases
dirigentes decidieron limpiar la ciudad, aunque siguieron jugando a
dos puntas y pactando cuando resultara imprescindible con la
delincuencia.
En
1930 clausuraban la Zwi Migdal, en ese mismo año el Gallego Julio,
asesinado por la banda de Ruggerito; en 1933 Ruggerito, asesinado por
la policía. En 1934 son deportados los principales jefes mafiosos.
No
es sin embargo, la persecución policial científicamente organizada
la que acaba con la “mala vida” sino la modificación de las
estructuras sociales y económicas en vías del desarrollo industrial
a partir de 1930 y sobre todo después de 1945. El drama de la “mala
vida” a la vista de todos se oculta tras el progreso.
El
arrabal, el hábitat del lumpen donde la sociedad precapitalista
arrojaba sus propias escorias, se transforman por la expansión
industrial en zonas fabriles y el lumpen es absorbido en buena parte,
por la plena ocupación que otorgan las nuevas fuentes de trabajo en
un país en pleno desarrollo. La lucha social en escala de oposición
de clases el compadrito desaparece o está en vías de desaparición
definitiva, mediante su incorporación al sindicato, en donde aprende
lo que la sociedad le prohíbe saber: la conciencia de su miseria que
es colectiva y no individual. El desarrollo de la clase obrera
terminó con el compadrito.
Claro
está que no obstante, el lumpen no ha desaparecido del todo y la
transgresión de la ley subsiste en una sociedad basada en el
individualismo y la propiedad privada; solo que ahora ha adquirido
nuevas formas.
Obreros
La
afluencia repentina durante la década del 80 de los inmigrantes
europeos y de muchos habitantes del interior atraídos por Buenos
Aires y las nuevas fuentes de trabajo que abrían los primeros
establecimientos industriales, la formación en una palabra, del
primer proletariado argentino en la década del 80, con las
particularidades inherentes a nuestro propio proceso económico,
provocaría la escasez de vivienda, el aumento delos alquileres, la
especulación y el amontonamiento de inquilinos en los conventillos.
La
burguesía no dejó de preocuparse por el problema de la vida en el
conventillo, situación que no consideraba injusta por sí misma,
sino, simplemente peligrosa, amenazadora y que de ningún modo
trataba de modificar fundamentalmente, sino disimular mediante la
filantropía y la caridad pública. Se tomaba al problema del
conventillo como un foco de enfermedades infecciosas, amenaza de la
salud pública pero, antes que nada, preocupaba el conventillo como
foco de inmoralidad.
Junto
a los viejos barrios deteriorados, se fueron construyendo alrededor
de los establecimientos industriales nuevos barrios sobre los baldíos
que dejaban a veces el remate y la parcelación de las viejas quintas
donde se mezclaban obreros con las capas inferiores de las clases
medias., en casitas que excedían al conventillo
en
incomodidades: construcciones veces de madera sobre calles de tierra
con charcos pestilentes, sin luz, desagües ni agua corriente, que
muy lenta y deficientemente fueron evolucionando, gracias a los
modestos albañiles italianos que cuando construyeron sus casas
restauraron un sobrio clasisismo. Estos barrios tiene hoy cierto
abolengo, residen las familias más viejas del proletariado, la élite
de la clase obrera, descendientes de inmigrantes europeos de fin de
siglo. Las nuevas promociones; los cabecitas negras llegados con la
gran oleada de inmigración interna que trajo el proceso de
industrialización de la década peronista inauguró un nuevo
fenómeno habitacional: La villa miseria, también llamados barrios
de emergencia. Aunque externamente se parezcan al “Barrio de las
ranas” o “Villa Desocupación” que son barrios de cirujas ,
delincuentes desde la época de “la mala vida”, o simplemente
desocupados; en las nuevas villas, sus habitantes son obreros que
encontraron trabajo en la ciudad sin encontrar vivienda.
El
surgimiento de las villas miserias en la época peronista fue
utilizado por la oligarquía como argumento sofístico para atacar la
despoblación del agro y a la industrialización del país, y a la
vez a la congelación de alquileres causante de la falta de estímulo
para la edificación. La clase media por su parte, proclive a la
interpretación moralista, no puede explicarse el hecho de que
obreros con altos salarios vivan en villas miseria, sino por una
forma de degradación moral y una tendencia innata hacia la
promiscuidad.
Hasta
la 2º Guerra Mundial no existía en nuestro país la industria a
gran escala. En los pequeños talleres, el obrero no obstante estar
separado de los medios de producción, manejaba aún sus
herramientas, dominaba a la máquina en vez de ser dominado por ella,
manteniendo la relativa autonomía que le daba su habilidad manual,
su calificación, su jerarquía profesional. En el obrero primitivo,
la faz positiva del trabajo -la transformación de la materia por el
hombre- ocultaba en cierto modo la faz negativa: la alienación en
que todo trabajo se realiza en la sociedad capitalista. Por otra
parte al dejar el trabajo, el obrero primitivo descubría bruscamente
que no sabía adonde ir, que no tenía adonde ir y que no tenía
ganas de ir a ninguna parte. El trabajo podía resultar opresor pero
al mismo tiempo, era imprescindible para el hombre que había sido
condicionado para trabajar y a quien no se le había permitido
desarrollar otras necesidades.
El
aislamiento orgullosos , esa dignidad que le venía de la conciencia
profesional, más que de la conciencia de clase, lo hacían más
proclive al individualismo anarquista, que no pro casualidad
predominaba en la primera etapa de las luchas sociales argentinas.
Las
relaciones con los compañeros de trabajo también se movían en un
plano individual: el taller pequeño no dominaba de todo al
individuo, la falta de vigilancia y la escasa racionalización del
trabajo permitía relaciones íntimas, cara a cara entre los obreros.
También contribuía esa intimidad entre compañeros la vida del
barrio, en una época en que los obreros vivían cerca de la fábrica
donde trabajaban, habito que desapareció con la crisis de la
vivienda.
De
igual modo la intimidad con el patrón de la fábrica a quien se lo
conocía y se lo odiaba como individuo, contribuía a hacerle ver al
obrero su desventajosa situación como consecuencia de las malas
intenciones del patrón y no de la estructura económica de la
sociedad y, por sobre todo, le impedían comprender que el verdadero
enemigo no era todavía la débil burguesía industrial sino la
oligarquía terrateniente a quien el obrero no podía ver la cara, y
los aún más invisibles y remotos hilos imperialistas. La lucha
sindical se reducía, consecuentemente, a las reivindicaciones
económicas inmediatas, rechazándose toda lucha meramente política
como algo demasiado abstracto y general, prefiriéndose a ésta, la
huelga salvaje, la manifestación espontánea y en algunos casos el
atentado personal.
El
origen inmigratorio de la clase obrera de la época -de carácter
golondrina, que buscaba hacer fortuna y volverse a su país, aunque
muchos no lo pudieron hacer- contribuyó también a la
incomprensión de la realidad argentina y al transplante mecánico de
esquemas clasistas de los países de capitalismo avanzado de donde
provenían, inadecuados para nuestro país donde la lucha por las
reivindicaciones sociales no puede separarse de la lucha nacional
antiimperialista. El anarquismo y el socialismo justista fueron la
expresión política de ese cosmopolitismo.
Por
otra parte existían diferencias entre los obreros calificados y los
descalificados, superpuestas a diferencias étnicas que complicaban
la unidad de la clase obrera, Los obreros calificados por lo general
eran los inmigrantes europeos, quedando para los criollos el trabajo
subordinado de peón. El caso inverso se da el el caso de los
frigoríficos, donde los obreros calificados son argentinos, mientras
que los peones son extranjeros.
Esta
primera etapa estuvo signada por la lucha entre gringos y criollos,
ya que según los criollos los primeros venían a sacar el trabajo.
La lucha por la organización gremial era vista como cosa de gringos,
por eso la burguesía identificó al inmigrante con la subversión y
reaccionó con la Ley de Residencia y los progroms organizados por la
Liga Patriótica Argentina.
Las
características de la producción de una sociedad precapitalista
subsisten, aunque a partir de los años 30 haya comenzado un lento
desarrollo de la industria y el capitalismo. En una sociedad , donde
las clases aún no están del todo estabilizadas y las estructuras
sociales no son demasiado rígidas, subsistía, hasta hace poco, el
obrero escapista, que esperaba la oportunidad para cambiar su
situación instalándose por su propia cuenta. Se da muy
frecuentemente en la época peronista el tipo de patrón
pequeñoburgués de origen obrero que instala un taller o pequeña
fábrica, gracias a los préstamos concedidos por el Banco
Industrial, que vive acuciado por las deudas, que busca enriquecerse
rápidamente y demasiado consciente de las diferencias entre él y
sus obreros, con quienes mantiene estrechos vínculos biográficos
por su mismo origen y formación. Las relaciones son ambiguas y
fluctuantes, en épocas de prosperidad, adquieren las formas de
paternalismo y colaboración de clases; pero en épocas de crisis, el
patrón debe marcar las distancias con el obrero, a quien hasta ayer
tratara con confianza: se introduce, por ejemplo el reloj de fichar
la hora de entrada, sin necesidad de llamarle la atención al obrero
personalmente por faltas a la puntualidad.
Pero
al mismo tiempo y sin desplazar totalmente las formas atrasadas de
producción, se ha ido desarrollando en nuestro país , desde 1938 a
1955, una creciente expansión de la producción en serie, el
maquinismo, la racionalización, el taylorismo, la división y
especialización del trabajo, que trae como consecuencia cambios
importantes en la conciencia obrera.
La
fábrica moderna envuelve al obrero por todas partes, sin
interrupción, sin descanso, no deja perder nada. El transporte
mecánico, la extrema atención que requieren las complicadas
maquinas, el número crecido de obreros que trabajan en una fábrica
y el funcionalismo de los nuevos edificios donde no hay paredes como
en el viejo taller, donde no hay recovecos para ocultarse a fumar un
cigarrillo o conversar, son poco propicios para las relaciones
interpersonales, cara a cara, que sólo tienen el comedor o el baño
como último refugio. El excesivo ruido, obliga a los obreros a
hablar por señas, como sordomudos. En la fábrica moderna, se
introduce la distancia entre los obreros, que dejan de verse como
individuos concretos, entre quienes se entablan relaciones amistosas
o no, para reconocerse como meros compañeros sometidos a la misma
explotación y entre quienes sólo se tiene contacto a través de la
máquina. A la salida del trabajo, los colectivos los dispersan para
extremos opuestos de la ciudad haciendo casi imposible toda relación
fuera del trabajo.
Las
relaciones con el capataz experimentan, del mismo modo, una notable
modificación: el delegado sindical rivaliza con aquel en
autoridad. Las arbitrariedades del capataz eran resueltas, en los
viejos tiempos mediante peleas y otros recursos ilegales. Con el
apogeo del sindicalismo se recurre directamente al delegado, quien
consigue en algunos casos la expulsión del capataz.
Ya
no hay nadie concreto a quien odiar, nada inmediato contra que
rebelarse, los capataces y los jefes hasta suelen ser amables y los
patrones no se ven. El obrero aprende, de ese modo, a pensar con
ideas generales y abstractas, se ve a sí mismo como perteneciente a
una clase social homogénea, universal dependiente de un determinado
tipo de sociedad global. La mecanización, por la ligazón absoluta
de todos sus elementos y la inetrcambiabilidad de sus tareas, permite
por primera vez la unificación total de la clase obrera – a las
agrupaciones locales del anarcosindicalismo preocupadas por mantener
la particularidad de los oficios sucede la centralización
unificadora de la CGT- y permite al proletariado llegar a una
percepción total del proceso de producción, imposible de abarcar en
la etapa artesanal, dando origen al primer movimiento de masas en la
historia argentina.
Pero
no solamente se ha modificado la actitud del obrero frente a sus
compañeros y a sus patrones, sino frente a su propio trabajo. La
parcelación, automatización y especialización hacen del obrero un
objeto intercambiable, sustituible por otro, una simple pieza de un
complicado mecanismo. El trabajo se vuelve monótono, insoportable y
la desaparición de la autonomía profesional, la habilidad técnica
y el conocimiento de la materia, engendran un sentimiento de
irresponsabilidad. Por otra parte, el vacío que sentía el obrero al
salir del trabajo en la época anterior, ahora es llenado por la
“cultura de masas”, por las diversas formas de ocio alienado.
El
desgano por el trabajo, el ausentismo, el interés exclusivo por las
diversas formas de la “cultura de masas” y la alegría de los
días de huelga hacen exclamar a la burguesía escandalizada::”el
obrero no quiere trabajar” y culpan de ello a la demagogia
peronista. Ciertos anacrónicos nostálgicos de la supuesta edad de
oro del movimiento obrero argentino, se lamentan de la falta de
orgullo de las nuevas generaciones y del escaso amor por el oficio,
acusándolo también al peronismo y ocultándose que esa falta de
amor por el trabajo constituyó una pérdida de la conciencia
profesional por la modificación de las reglas de la fábrica, pero
un avance en la conciencia de clase, ya que el sentido revolucionario
del obrero consiste en trascender las condiciones de su propia clase.
Por
otra parte, la desaparición relativa de la “aristocracia obrera”,
de la élite de trabajadores calificados, hizo posible la irrupción
en la política argentina de la innumerable masa de ex campesinos,
los cabecitas negras, a quienes su total falta de preparación, les
bastaba unos pocos días de aprendizaje para ser absorbidos por las
nuevas industrias mecanizadas modificando totalmente el panorama de
las luchas sociales . Alrededor de 1945 se produjo lo que puede
llamarse una proletarización del proletariado.
Este
cambio en la composición del proletariado no fue comprendido por las
izquierdas tradicionales, quienes acostumbradas a la crema del
proletariado europeo, higiénico y bien educado, acusaron a las
nuevas masas descalificadas de haber degradado el movimiento obrero
con su inexperiencia y su falta de cultura social, y confundieron al
cabecita negra con el lumpen , error que los llevó a confundir al
peronismo con el fascismo.
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