lunes, 7 de septiembre de 2020

Actores sociales de la primera mitad del siglo XX.

 Actores sociales del siglo XX. Entre el Yrigoyenismo y el Frondizismo

Texto basado en los trabajos de Fernando Devoto “Historia de la Inmigración Argentina” y Juan José Sebreli “Buenos Aires, Vida Cotidiana y Alienación”

Como veníamos observando en encuentros anteriores la elite en 1880 dio por concluido el período de las guerras civiles, donde consiguió proletarizar al gaucho, exterminó a las etnias pampas y patagónicas, incorporó las tierras al sur del río negro al territorio nacional, fijando los límites con Chile.
Con el aporte de capitales ingleses en la industria del frigorífico y los ferrocarriles y nuestro país como productor de carne, lo único que quedaba era el progreso indefinido.
El aluvión inmigratorio de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX le cambiaron la cara a la Argentina y sobre todo a las grandes ciudades, sobre todo a Buenos Aires.
Los inmigrantes que llegaron en su mayoría italianos y españoles, no solo trajeron las ideologías de lucha, sino también otras ideas en cuanto a la generación de la riqueza.

¿Quienes eran los inmigrantes? Según Fernando Devoto en su libro Historia de la Inmigración Argentina, para el período de la inmigración de masas de europeos, desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, la cuestión de definir a un inmigrante parece a primera vista bastante sencilla. Se trataría de los europeos más o menos pobres, campesinos, varones, mayoritariamente analfabetos, que arribaban a nuestro país para “hacer la América”, en su propia perspectiva, y para poblar el desierto en la perspectivas de las elites argentinas.
La ley de inmigración de 1876 en el articulo 12 define al inmigrante como a: "todo extranjero jornalero, artesano, industrial, agricultor o profesor, que siendo menor de sesenta años y acreditando su moralidad y sus aptitudes, llegase a la república para establecerse en ella, en buques a vapor o a vela, pagando pasaje de segunda o tercera clase, o teniendo el viaje pagado por cuenta de la Nación, de las provincias o de las empresas particulares, protectoras de la inmigración y la colonización.”
En la percepción de los contemporáneos, aquella amplitud de una ley que incluía en la definición de inmigrante a los que llegaban en segunda clase y no solo en tercera clase reducía en los estereotipos sociales. Aquí inmigrante equivale a europeo, a trabajador, a rústico. En este último sentido, coincidía con las definiciones jurídicas o censales de los países de emigración y en los de inmigración en Europa y en América en el siglo XIX.

Como vimos anteriormente, estos inmigrantes comienzan a ocupar diversos sectores en la sociedad, desde obreros, jornaleros y peones; muchos fueron curas y otros lograron hacer fortuna en el comercio y acceder a la tierra y dedicarse a la agricultura.
Los inmigrantes terminaron ocupando todas las clases sociales en el nuevo país.

La pirámide social Argentina

Las Burguesías
Según Juan José Sebreli, la burguesía más antigua y a la que nosotros llamamos la “Elite” se debe a la alianza entre la burguesía agropecuaria y la burguesía comercial importadora y exportadora de Buenos Aires –tradicionalmente Unitarios y Federales- burguesía estrechamente ligada a los intereses del imperialismo inglés. Esta Burguesía, estas doscientas familias de apellido tradicional conocida como “aristocracia” por sus admiradores u “oligarquía” por sus detractores era la poseedora de las mejores tierras, invernaderos y ganadero vinculados a través de los frigoríficos al imperialismo inglés y cuyas fuentes exclusivas de riqueza surgen del arrendamiento de la tierra o de la explotación de productos agropecuarios.
Otros sectores de la misma clase componen los terratenientes de Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe; la antigua burguesía industrial, dueña de ingenios azucareros en Tucumán y bodegueros de San Juan y Mendoza; obrajeros y yerbateros del Norte; la burguesía comercial, parasitaria y burócrata exportadora de granos y cereales y exportadora de manufacturas; y la burguesía financiera. Los miembros más esclarecidos de esta clase ocupan una situación social vicaria como abogados de las empresas extranjeras o dirigentes políticos de los partidos conservadores.
La burguesía ganadera, la más antigua y tradicional despreciaba y consideraba impropia de su clase toda actividad industrial (a excepción de las industrias tradicionales que mencionamos más arriba), desprecio que se extendía a la propia agricultura por entenderla como “cosa de gringos”. Esta diferencia no solo de ideales sino también de intereses se expresó en movimientos políticos de oposición al conservadurismo ganadero: el Partido Demócrata progresista de Lisandro de la Torre en Santa Fe y la fracción “sabatinista” del radicalismo en Córdoba.

Un halo esotérico rodea a la egregia “gentry”, que actúa con una aristocrática arrogancia, con una altanera presunción de hallarse iniciada en un orden exclusivo donde se comparten valores inefables, tan invisibles al ojo común como la túnica del rey del cuento.

Existe un mito de la purificación hereditaria en la que esta clase cree ciegamente y que un “nuevo rico” jamás podrá alcanzar. Las buenas acciones serían inútiles para quien está privado de la gracia; esta no puede adquirirse, se nace con ella o no se nace.
La “aristocracia del espíritu” en un país invadido por permanentes oleadas inmigratorias, es aquella que está fuertemente al país, a través de varias generaciones de criollos descendientes de los Padres de la Patria, herederos de virtudes ancestrales y de las que carecen la inmensa mayoría, los hijos de inmigrantes incapaces de remontarse hasta las raíces de un árbol genealógico.
En realidad, a los escasos apellidos patricios, frecuentemente pobres de solemnidad –Pueyrredón, Balcarce, Lavalle, Posadas-, se fueron agregando nuevos apellidos de inmigrantes con fortuna –Anchorena, Iraola, Carabassa, Mihanovich, -, haciendo de la oligarquía actual una fusión ecléctica de esos dos grupos de apellidos de distinto origen: Álzaga Unzué o Paz Anchorena, por ejemplo.
Olvidando que sólo las masas populares pueden reivindicar muchas generaciones de su misma clase, en tanto que los antepasados de la burguesía no siempre fueron burgueses, sino, en muchos casos, nada más que contrabandistas de cueros, tenderos o pulperos enriquecidos o aventureros escapando de la policía española. A pesar de eso, nuestra burguesía terrateniente se dedicó a rastrear sus árboles genealógicos, para contrarrestar el aluvión de apellidos desconocidos, generalmente italianos que invadía el país.
El desprecio por el inmigrante italiano no era, al fin, sino desprecio por el trabajo, por la actividad útil y productiva como condición de clases inferiores. Ese desdén por la actividad útil y productiva debe ponerse en evidencia mediante una ostentación del ocio, empleo del tiempo en actividades banales: colección de antigüedades, deportes poco accesibles a la mayoría como el polo o el pato, fiestas, viajes a Europa, vicios costosos.

La descripción que, hasta ahora, hemos esbozado se refiere a la vieja burguesía terrateniente, a la oligarquía agropecuaria. Veamos ahora sus relaciones con las nuevas clases burguesas. Éstas, mucho menos homogéneas que las viejas, están compuestas por los miembros más destacados de las profesiones liberales de las clases medias, altos burócratas, afortunados comerciantes, el grupo específico de la “industria de la diversión”- deportistas, artistas, directores y escritores de cine, radio y televisión- de reciente data. Ninguno de estos grupos alcanza la cohesión y la importancia de la nueva burguesía industrial de origen artesanal y enriquecida durante el proceso de industrialización de la década peronista. Entendemos por burguesía industrial tanto a empresarios y gerentes como los distintos especialistas que se mueven alrededor de la industria: contadores, ingenieros, agentes de propaganda y altos empleados. A la burguesía industrial se agregan algunos miembros de las fuerzas armadas, provenientes también de las clases medias y enriquecidos a través de su vinculación a empresas industriales durante el peronismo. Las contradicciones entre burguesía agropecuaria y burguesía industrial intentan explicar al Estado peronista y su lucha contra la oligarquía y el imperialismo. Claro está que las actividades individuales y psicológicas de la burguesía industrial no siempre coinciden con sus intereses de clase.
Las viejas y nuevas clases burguesas no se diferencia por la cantidad de dinero que tienen –generalmente las nuevas burguesías tienen más dinero que las viejas-, sino en la calidad del mismo. El dinero de la burguesía agropecuaria es antiguo y no identificable, el esfuerzo por su acumulación primitiva se pierde en un lejano pasado. Por eso no piensa ni habla nunca de dinero y lo gasta con desenvoltura y naturalidad, sin dejarse sorprender ganándolo. Las nuevas burguesías por el contrario saben demasiado bien de donde ha salido su dinero, huele a resina de taller y a aceite de máquina.
La lucha por la industrialización ha sido para la Argentina, la lucha por la transformación democrática de su estilo de vida. El yrigoyenismo primero y el peronismo después fueron las expresiones políticas de este cambio democrático de estilo de vida, que se realizó contradictoriamente con el desconocimiento y aún en muchos casos, con la oposición de su principal factor, la propia burguesía industrial, alienada aún a la ideología de la vieja burguesía.
Si bien existe dentro de la nueva burguesía un orgullo por haberse “hecho a sí mismos” empezando desde abajo y miran con desdén e indiferencia a la vieja burguesía ociosa a la que consideran compuesta por juerguistas arruinados, afectos a todos los vicios e indignos de ser tratados como gente honrada.
Pero la actitud de la nueva burguesía frente a la vieja varía a medida que prospera la situación económica de aquella.
¿Cuál es, en tanto, la actitud de la vieja burguesía terrateniente frente a la ascensión de la nueva burguesía industrial? Tradicionalmente la vieja burguesía le cerraba las puertas, pero como el caleidoscopio social gira constantemente y va colocando en distintas posiciones y componiendo nuevas figuras con elementos que parecían inamovibles. Los matrimonios entre la hija de un exitoso empresario con el hijo de una familia tradicional en la ruina compra un apellido, gracias a la decadencia económica de la vieja burguesía terrateniente –motivada por la inflación y la caída de los precios agropecuarios- que contribuyó a disminuir la distancia entre burguesías.
Pero el acercamiento y contagio entre ambas burguesías no se explica tan sólo por las veleidades e inclinaciones personales de los individuos, sino por las bases objetivas que los sustentan. La imposibilidad de la vieja burguesía de seguir usufrutuando a solas el poder (porque el modelo agroexportador quedó en el pasado) la lleva a contemporizar con la burguesía industrial quien no vacila en capitular y renunciar a su porvenir político autónomo, temerosa del fortalecimiento de la clase obrera que trae el proceso de desarrollo industrial. Es así como desde que el desarrollo capitalista del país y la agudización del antagonismo de clases, sobrepasa las posibilidades de reformismo dentro de las estructuras demoburguesas, los sectores nacionales y antiimprialistas de la burguesía industrial (peronismo), son desplazados por los más inconsecuentes y conciliadores (frigerismo-frondizismo) aliados a la burguesía terrateniente y al imperialismo yanqui.

Clase Media

La propiedad de los medios de producción, para la burguesía y su condición de mercancía que se vende como las cosas que produce, para el obrero, son sendos acondicionamientos de una visión fundamentalmente práctica del mundo; es decir, que ambas clases tienen tendencia a actuar de acuerdo a sus propios intereses. La clase media, en cambio, no posee cosas como el burgués ni fabrica cosas como el obrero. Lo único que no hace es vivir haciendo cosas y más bien vive del mecanismo social que organiza y coordina a las personas que hacen cosas. Esta peculiar condición la lleva, a diferencia de las otras clases, a no preocuparse por sus verdaderos intereses.
Juega el papel de intermediarios entre los productores y los poseedores. .abogados, contadores, profesores, periodistas, corredores, comisionistas, empleados de banco, simples oficinistas-manejando tan sólo símbolos abstractos de las cosas: palabras, cifras, esquemas, diagramas, fichas, expedientes; predispuestos a una visión idealista del mundo y a una mentalidad legalista y administrativa, a creer en el valor absoluto de los papeles escrito, de las reglamentaciones y de las órdenes.
En consecuencia, la historia no es para la clase media una lucha de fuerzas entre grupos antagónicos que responden a necesidades objetivas, a intereses de clase, en una determinada situación social, sino una pugna de voluntades individuales, de intenciones subjetivas en un mundo homogéneo. Una política es buena o mala según la ejerzan individuos con buenas o malas intenciones.
Por eso el radicalismo yrigoyenista, típica expresión de la clase media en su momento de apogeo, pretendía ser una política de carácter íntimo, casi doméstico, de persuasión directa en rueda de correligionarios entre las cuatro paredes de un comité con calor de hogar.

No hay fuerzas económicas o sociales que condicionen la acción de los individuos, sino simplemente ambiciones personales, caprichos, debilidades, malas costumbres; la coima, el acomodo, el peculado son los supuestos males de la política criolla. De ahí que la clase media sea presa fácil de las campañas moralistas contra la corrupción de los agentes de la administración y el poder público. Las oligarquías explotan estas tendencias de la clase media, para crear un clima favorable a la caída de gobiernos populares tal como ocurrió con Yrigoyen y con Perón. Se pretendía enjuiciar al régimen peronista no hablando de otra cosa más que de negociados, que no son, al fin, sino característicos de cualquier régimen burgués y contraponiéndolo a lo que se supondría que es la buena política, o sea la ejecutada por políticos honrados.
Negando a la historia como totalidad donde cada parte depende de las demás y ocultando las relaciones sociales tras las particularidades de los individuos, el pequeñoburgués se balancea entre dos acitudes contradictorias – el voluntarismo optimista y el voluntarismo pesimista.
Existe una concepción optimista del mundo, una imagen del hombre generoso, difundida por los discursos edificantes, los sanos consejos de los maestros de escuela, los films de final feliz, los reglamentos de los boy scouts, etc. que convive con otra que sostiene que “la naturaleza humana no cambia”.
La tristeza, la indiferencia, el fatalismo con sus expresiones porteñas - “no te metás”, “ir tirando”, agachar el lomo”, “total para qué”, “qué se le va a hacer”; no son sino las reacciones psicológicas de una determinada clase social en una determinada circunstancia histórica. De una clase que no actúa, que no toma medidas ni quiere comprometerse, que no se congrega en mitines, que se sienta a ver la vida como un espectáculo, desde la vereda de enfrente, o semioculta detrás de la persiana, indiferente y un poco aburrida. Una clase que no quiere participar en la historia, que no cree participar y que participa a ciegas sin saber lo que hace, lo que quiere ni adonde va.

Cuando la clase media obtienen empleos, no solo venden su tiempo y su energía, sino también su personalidad. Venden por toda la semana o por todo el mes sus sonrisas y sus gestos amables y tienen que practicar la rápida represión del resentimiento y la violencia. Lo que cuenta es la reputación, la apariencia; se depende estrechamente del prójimo, se vive dominado por el temor al “que dirán”, al rumor y al escándalo. En esas condiciones, resulta la principal víctima de la represión puritana antisexual que constituye uno de los pilares fundamentales de la sociedad patriarcal burguesa y cristiana. Vemos así como durante los gobiernos de Frondizi o José María Guido, cuyo único apoyo civilresie en ciertos sectores de la clase media, se lleva a cabo una vastísima campaña moralizadora, un espionaje policial de la vida privada, con características de manía persecutoria, al tiempo que proliferaron las sociedades de defensa de las buenas costumbres y los apóstoles de la castidad, cuyo profundo objetivo, consciente o no, en sus ejecutores es la agitación de conciencias de la pequeña burguesía con inconfesables fines políticos. La supuesta crisis moral del países un modo de distraerla atención de la auténtica crisis económica y política. La desvalorización del peso y el atarso de los sueldos característicos del gobierno de Guido, están en relación directa con la razzia de parejas en plazas, hoteles, bares y calles de Buenos Aires.
 
La clase media proyecta y se identifica con la oligarquía. La clase media de un país precapitalista, destinada a trabajar irremediablemente para la burguesía terrateniente, extrae de ella, a la vez, sus fuentes de ingreso y su dignidad social. La oligarquía utiliza a su vez, a la clase media como masa de maniobra contra las clases populares, contra el incipiente proletariado: dividir para reinar ha sido siempre el instrumento de la opresión, conseguir privilegios a un grupo a expensas de otro mayor. Estos privilegios son principalmente psicológicos, tal como el mayor prestigio del trabajo intelectual sobre el manual, y la ilusión del empleado a formar parte de las tareas directivas y no de las productivas, ocultándose que sólo hace cumplir órdenes que no emergen de él, o maneja papeles que otros firmaron o suma ganancias que irán a otros bolsillos.
El más pobre, el más mediocre, el más desafortunado de los pequeñoburgueses puede sentirse superior frente a un obrero.
Al mismo tiempo, la oligarquía consigue mediante esta escición , que los obreros desvíen su atención y vean en el pequeñoburgés, mucho más visible para ellos que la alta burguesía, al verdadero enemigo. De ese modo, los propios oprimidos se convierten en los cómplices y colaboradores del opresor y la oligarquía hace una economía de personal: los propios clientes se ocupan del servicio. El mayor éxito de la oligarquía es haberse instalado en el corazón mismo de las clases sometidas, haciéndoles interiorizar los juicios objetivos y exteriores que emite sobre ellas.
A los privilegios psicológicos de la clase media sobre el proletariado se sumaban también, en el período anterior al peronismo, algunas ventajas económicos. La clase media usaba cuello y corbata en una época que no se permitía caminar por el centro sin saco, sutil disposición municipal que convertía a las principales calles de la ciudad en terreno vedado para el obrero, quien difícilmente podía comprarse un traje. Hacer un viaje a Mar del Plata o tener sirvienta, aunque casi no se le pagaba un sueldo, eran los lujos que ostensibles de la clase media. Este tren de vida a veces sobrepasaba sus auténticas posibilidades económicas, exigiéndoles grandes sacrificios.

Es de imaginar que la repentina aparición del peronismo en la apacible vida de la clase media produjo el mismo efecto de una piedra arrojada con fuerza en las aguas estancadas de un charco habitado por ranas dormidas. El torbellino de la aventura peronista vino a perturbar la monótona vida cotidiana sin riesgo ni temeridad en cuya permanencia habían encontrado la fórmula de la felicidad los pacíficos, los indecisos, los cómodos pequeñoburgueses que de ahora en adelante vivirán añorando el paraíso perdido del conservadurismo.
El peronismo era un desafío a las tradiciones pequeñoburguesas , a sus valores establecidos y a su hipócrita idea de la virtud.
Cuando hasta los valores estampados en billetes y en títulos de propiedad caían ¿En que valor creer? La frenética danza de la inflación, trajo consigo la inevitable destrucción moral del ahorro. Ya no era posible seguir haciendo cálculos para el futuro. La posesión conservadora de las cosas características de la pequeña burguesía es destruida por el proceso inflacionario, por el desarrollo industrial del país con su exigencia de mercado interno y el consiguiente aumento del consumo, obligando a usar y gastar lo más rápido posible y finalmente por la propaganda comercial a través de los nuevos medios de difusión -revistas ilustradas, cine norteamericano, radio y televisión- con su característica exaltación de un mundo lujoso y placentero, regido por la consumición pura.
La vieja clase media se adapta mal a esta nueva modalidad, ha hecho demasiados sacrificios para dilapidar sus esforzados ahorros. Pero en cambio, sus hijos, niños o adolescentes durante la época de prosperidad del peronismo, que han llevado por consiguiente una vida fácil, consentidos por sus padres -quienes no han querido privarlos de todo lo que les faltó a ellos- son los primeros en acostumbrarse a tirara las cosas cuando están rotas, en trastocar la mentalidad del ahorro por la del gasto, de la conservación por el cambio.
En la década del '60 en la cultura de masas comienzan a predominar los elementos juveniles, adolescentes, que en otra época no hubieran podido jugar sino un papel secundario. Esta irrupción antes desconocida del mundo juvenil trae como consecuencia un cambio en las relaciones familiares. La juventud se vuelve un valor en sí y la experiencia de los adultos ya no sirve en un mundo que evoluciona rápidamente.

También el peronismo contribuyó a la destrucción de la específica familia pequeñoburguesa. En el país del individualismo, la indiferencia y el “no te metás”, el peronismo obligaba a todos a a afirmar sus propias vidas en relación con los demás , con sus semejantes, con sus compañeros, aún con sus enemigos, por medio de la solidaridad o de la hostilidad, de la complicidad o de la delación, pero nunca la indiferencia.
La clase media reaccionaba ante ese proceso histórico, que no comprendía, con un histérico antiperonismo, en el cual, el obrero resultaba el chivo expiatorio. Por una parte su mentalidad formada por la pasividad y la dependencia ante las metrópolis imperialistas, en el goce de productos importados tanto materiales como culturales, la llevaba a despreciar la incipiente industria nacional. Por otra parte veía como la inflación ocasionada por la industrialización la hundía vertiginosamente – a causa de su individualismo, aislamiento y desorganización gremial- y la dejaba sin excusas ideológicas y sin pundonor de clase frente a un proletariado unido, organizado y desafiante. Este odio tan irracional y difuso encontró una forma de expresión en un racismo elemental y larvado, a causa de las migraciones internas. El “cabecita negra”representaba a la vez la industrialización del país -causa de empobrecimiento de la burocracia pequeñoburguesa- y el surgimiento de un proletariado genuinamente nacional. La asimilación del emigrante de las provincias , hizo que se terminara por colgarle el mote de “negro” o “negrada” a todo obrero. Desde un punto de vista individual y psicológico, el verdadero anticabecita negra es el pequeñoburgues. La alta burguesía se mueve en un mundo privado de barrios apartados, de casas herméticas, de automóviles veloces; no tiene por lo tanto casi oportunidad de encontrarse en su camino con un cabecita negra y puede darse el lujo de ignorarlo. El pequeño burgués, en cambio, debe viajar en en colectivos repletos compartiendo “su” espacio, la familia pequeñoburguesa vive pared de por medio de un conventillo y oye las rudas expresiones de alegría de la familia cabecita negra y hasta tiene que soportar las exigencias de la sirvienta, también cabecita negra.
El traslado del cabecita negra desde el campo a la ciudad y del proletariado en general desde barrios y pueblos suburbanos hasta el Centro, creó una nueva ciudad, hosca y anónima, llena de barullo, de aglomeraciones, de mal olor y de “estrepitoso mal gusto”, como dijera el general Lonardi (quién derrocó a Perón).
La caida del poder político de la burguesía terrateniente en la etapa peronista, provocó la pérdida de la suave tutoría que ejercía aquella sobre la clase media, quien se encontró desamparada, mientras contemplaba el ascenso desafiante de la clase obrera.
El antiperonismo de la clase media pone en evidencia el flagrante error de quienes se han empeñado en confundir el peronismo con el fascismo. La base social del fascismo residía precisamente en la clase media a la que se explotaba su resentimiento antiobrero, Mussolini utilizaba a los jóvenes universitarios como fuerza de choque contra los obreros. A la inversa, el peronismo utilizaba a los obreros como fuerza de choque contra los universitarios pequeñoburgueses.
Fue la clase media en general y el estudiantado universitario en particular, que sirviendo una vez más como masa de maniobra de la oligarquía constituyó el grueso de la oposición al peronismo y dio el necesario clima civil al levantamiento clérico- militar de 1955 que derrocara a Perón. La vana ilusión de
que poniendo “en su lugar” a los obreros, recuperaría su prestigio y sus privilegios perdidos no tardó en desvanecerse. La agudización de la crisis económica y la ola de reacción en el aspecto social terminaron por hundir definitivamente a la clase media. El atraso de los sueldos y la casi desaparición de las jubilaciones después de la caída de Frondizi constituyeron el golpe de gracia.
Destruídas las ilusiones que habían sido la base psicológica de toda su vida no acierta a encontrar nuevas esperanzas que sustituyan a las viejas.

Clases populares

Lumpen

Durante la década del 20, bajo el gobierno refinado y liberal de Alvear, se llega la apogeo de la llamada “mala vida” de Buenos Aires. La compañía de teatro de revistas francesas traen el auge del desnudo en el escenario porteño y la moda de la cocaína. Alrededor del tráfico de drogas y de la trata de blancas se organiza toda una vasta red.
Los rufianes se dividían en grupos de acuerdo a las nacionalidades. Los franceses, provenientes de Marsella, trabajaban solos y sin organización. Las prostitutas francesas explotadas por estos rufianes eran las de más categoría y se habían impuesto la costumbre de andar por la tarde, por la acera de la embajada francesa.
Los rufianes polacos, por su parte, se organizaban en verdaderos sindicatos disfrazados de sociedades de socorros mutuos judías. En la Zwi Migdal, con sede en la lujosa mansión de la calle Córdoba al 3200, se efectuaban en una falsa sinagoga con falsos rabinos, parodias de casamiento a las mujeres judías con engaños. La Zwi Migdal contaba con más de 500 socios y explotaba 2000 prostíbulos donde trabajaban 30000 mujeres.
El grupo más modesto lo constituían los rufianes criollos -el “cafishio del café con leche” lo llamaban despectivamente los franceses- que en un comienzo se conformaban con explotar a una sola mujer y luego terminaban formando bandas dedicadas a robarse mutuamente mujeres, a la vez que explotaban el juego clandestino: el Gallego Julio y Ruggerito serían los más famosos.
La campaña municipal y policial contra la prostitución organizada se inicia en los años 30 y culmina en la época peronista. No obstante la industrialización y su consiguiente migración interna de las provincias a la ciudad, provoca la organización de una prostitución alrededor de ese nuevo “solitario”, perdido en la gran ciudad, que es el “cabecita negra”.
El auge de la llamada “mala vida” en el arrabal de Buenos Aires comienza en la década del '80 para culminar y comenzar su decadencia en los años 20. El ingreso desde 1886 a 1889 de 260000 inmigrantes sería indudablemente, uno de los factores condicionantes. Es en ese momento que aparece un personaje típico de Buenos Aires: el “atorrante”, emigrante fracasado que pernocta en los caños abandonados.
Es en este momento cuando comienzan a alcanzar alarmante índice los robos, crímenes suicidios, aberraciones, prostitución, asociaciones delictivas, choques sociales de toda índole. Ahora bien, la llamada “mala vida” no era mera consecuencia del desarrollo demográfico, una “enfermedad de crecimiento” como diagnosticaban eufemistícamente los burgueses, ni tampoco una degeneración biológica, como dictaminan los sociólogos positivistas. No era una enfermedad sino un síntoma: el aspecto sucio de la acumulación primitiva del capital. En el país precapitalista, con escasa industrias, la inmensa muchedumbre transplantada a la ciudad, que no podía ser asimilada por el limitado mercado de trabajo, formaba invariablemente, al margen de la sociedad organizada, un proletariado harapiento, el lumpenproletariado, según la clásica expresión de Marx, la clase de los que no tienen nada y ni siquiera pueden organizarse entre ellos: vagabundos, mendigos, prostitutas, rufianes, estafadores, matones profesionales, vividores y mantenidos, trabajadores de cosas impuras, dispuestos a venderse por nada.
El lumpen era el habitante de zonas ambiguas donde se mezclaban el campo y la ciudad, él mismo era descendiente del gaucho o de inmigrantes también campesinos; participaba al mismo tiempo de dos tipos humanos heterogéneos e incompatibles, el hombre de campo y de ciudad, producto de dos evoluciones históricas, de dos desarrollos económicos totalmente distintos. El malevaje sería el desgarramiento, la rebelión frustrada.

El lunfardo, que comenzó siendo el lenguaje técnico de los malhechores, destinado sólo a ser entendido por los iniciados, devino luego el lenguaje común de todo ese sector desasimilado, que intenta la destrucción simbólica de la sociedad organizada mediante la destrucción de su lenguaje. Cuando el lumpen adquiere conciencia de su total desamparo, pero sin tener los medios adecuados para oponerse, a su vez a sus opresores, no tiene otra salida que reivindicar el ostracismo al que ha sido arrojado para no dejar la iniciativa a sus enemigos. Su desafío es sumisión, aceptación del destino que le han impuesto los otros: el malhechor no es sino creación de la gente honesta, un producto de la sociedad basada en el individualismo y la propiedad privada. Esta sociedad puede darse el lujo de permitir en su seno el desorden del mal, siempre que este no pase de lo estrictamente particular y esté aislado. Las fuerzas del orden controlan y persiguen al malviviente, a la prostituta, pero no los exterminan del todo porque ellos también tienen una función dentro del equilibrio social.. En ningún momento el lumpen pone en tela de juicio los fundamentos de la sociedad constituída. No se propone modificar el mundo, ni le interesa la sociedad futura; no pretende otra cosa que poseer a quienes lo poseen. Esto puede entenderse por el mito de Carlos Gardel, de origen humilde, extranjero, hijo de una lavandera, que vivió en el bravo arrabal porteño, prontuariado en su juventud y con escasa educación estaba predestinado a no tener jamás acceso al respetable mundo burgués. Pero su simpatía y su voz excepcional le permitieron evadirse del mundo al que estaba destinado y conseguir el aplauso de quienes lo despreciaban en sus comienzos. Par un subproletariado andrajoso, sin medios eficaces de acción, la solución a sus problemas no será ya ese lento y paciente trabajo a realizarse en la historia, sino la absurda generosidad de la magia que cumple inmediatamente y sin esfuerzos los deseos más descabellados. Gardel -lumpen el mismo- no necesitó obrar para salvarse, le bastó cantar.
Siempre habrá quien no pudiendo cambiar el orden de las clases, aspire a cambiar de clase. El verbo “llegar” es la clave.
La sumisión del lumpen al sistema de valores de la subjetividad, muy frecuentemente se trata también de una sumisión material. Gozaba de inmunidad frente a la policía porque el caudillo del comité del barrio -que lo utilizaba como guardaespaldas o para mantener alejados de los comicios a los opositores en las elecciones.
Hay toda una tradición del lumpen al servicio de la política burguesa, desde el legendario Juan Moreira al servicio de Adolfo Alsina, hasta los más modernos “compadritos”: el Gallego Julio respondiendo a la U.C.R. Y su rival y victimario Juan Ruggero (Ruggerito) respondiendo al Partido Conservador. Cuando ambos cayeron asesinados, fueron velados en sus respectivos comités, cubiertos sus ataúdes de banderas argentinas y despedidos con laudatorios discursos.
Por otra parte, la mayor parte de de los piringundines y lupanares eran propiedad de destacados políticos. Aún las mayores organizaciones delictivas tenían sus relaciones con el Estado político n el sistema social y económico imperante. Para el funcionamiento de la Zwi Migdal, era necesaria la complicidad de la Dirección de Inmigración, la policía, la municipalidad, de algunos miembros del poder judicial y legislativo y de los grandes diarios que mantenían el silencio.
No se trataba ya, es ese tipo de casos, de la relación íntima, entre el político venal y el matón, tal como existía en el fin de siglo. Las relaciones entre la política y el gangsterismo se hacían en la década del 20 más vastas, complejas y diluidas. No era coincidencia que el recrudecimiento de la “mala vida” se produjera cuando la burguesía terrateniente necesitaba recurrir al fraude y a la violencia para mantener un poder que le era disputado desde 1916 por nuevos sectores políticos provenientes de las clases medias, y sobre todo para enfrentar las primeras luchas por las reivindicaciones sociales de la clase obrera, formada a la sombre del incipiente industrialismo. La oligarquía los utilizaba para dominar huelgas, destruir sindicatos, incendiar bibliotecas y centros de izquierda y a cambio de esos servicios otorgaba a los pistoleros una relativa libertad.
Por eso el lumpen no logra turbar la conciencia de los buenos burgueses, mientras éstos puedan canalizar su violencia hacia sus propios intereses. Sólo el obrero provoca el odio y el miedo burgués. La negatividad, la destructividad pura del delito que se consuma en el instante fugaz, no destruye sino a particularidades: la ciudad sigue en pié, intacta, indestructible.

A partir de la década del 30 y más aún en la época del peronismo, la “mala vida” dejó de estar en primer plano.
La clase obrera organizada en sindicatos encontraron una forma eficaz de lucha por sus reivindicaciones sociales. La burguesía por su parte, no podía seguir viendo con agrado la forma sangrienta con que los maleantes a su servicio resolvían sus propios problemas, porque la violencia desatada, cuando ya no podía dominarla ni controlarla acarreaba al fin, un peligro para su propia clase, y porque le resultaba muy poco delicado tener al malevo sentado sobre sus espaldas. Es así que después del golpe militar del 30, las clases dirigentes decidieron limpiar la ciudad, aunque siguieron jugando a dos puntas y pactando cuando resultara imprescindible con la delincuencia.
En 1930 clausuraban la Zwi Migdal, en ese mismo año el Gallego Julio, asesinado por la banda de Ruggerito; en 1933 Ruggerito, asesinado por la policía. En 1934 son deportados los principales jefes mafiosos.
No es sin embargo, la persecución policial científicamente organizada la que acaba con la “mala vida” sino la modificación de las estructuras sociales y económicas en vías del desarrollo industrial a partir de 1930 y sobre todo después de 1945. El drama de la “mala vida” a la vista de todos se oculta tras el progreso.
El arrabal, el hábitat del lumpen donde la sociedad precapitalista arrojaba sus propias escorias, se transforman por la expansión industrial en zonas fabriles y el lumpen es absorbido en buena parte, por la plena ocupación que otorgan las nuevas fuentes de trabajo en un país en pleno desarrollo. La lucha social en escala de oposición de clases el compadrito desaparece o está en vías de desaparición definitiva, mediante su incorporación al sindicato, en donde aprende lo que la sociedad le prohíbe saber: la conciencia de su miseria que es colectiva y no individual. El desarrollo de la clase obrera terminó con el compadrito.
Claro está que no obstante, el lumpen no ha desaparecido del todo y la transgresión de la ley subsiste en una sociedad basada en el individualismo y la propiedad privada; solo que ahora ha adquirido nuevas formas.

Obreros

La afluencia repentina durante la década del 80 de los inmigrantes europeos y de muchos habitantes del interior atraídos por Buenos Aires y las nuevas fuentes de trabajo que abrían los primeros establecimientos industriales, la formación en una palabra, del primer proletariado argentino en la década del 80, con las particularidades inherentes a nuestro propio proceso económico, provocaría la escasez de vivienda, el aumento delos alquileres, la especulación y el amontonamiento de inquilinos en los conventillos.
La burguesía no dejó de preocuparse por el problema de la vida en el conventillo, situación que no consideraba injusta por sí misma, sino, simplemente peligrosa, amenazadora y que de ningún modo trataba de modificar fundamentalmente, sino disimular mediante la filantropía y la caridad pública. Se tomaba al problema del conventillo como un foco de enfermedades infecciosas, amenaza de la salud pública pero, antes que nada, preocupaba el conventillo como foco de inmoralidad.
Junto a los viejos barrios deteriorados, se fueron construyendo alrededor de los establecimientos industriales nuevos barrios sobre los baldíos que dejaban a veces el remate y la parcelación de las viejas quintas donde se mezclaban obreros con las capas inferiores de las clases medias., en casitas que excedían al conventillo
en incomodidades: construcciones veces de madera sobre calles de tierra con charcos pestilentes, sin luz, desagües ni agua corriente, que muy lenta y deficientemente fueron evolucionando, gracias a los modestos albañiles italianos que cuando construyeron sus casas restauraron un sobrio clasisismo. Estos barrios tiene hoy cierto abolengo, residen las familias más viejas del proletariado, la élite de la clase obrera, descendientes de inmigrantes europeos de fin de siglo. Las nuevas promociones; los cabecitas negras llegados con la gran oleada de inmigración interna que trajo el proceso de industrialización de la década peronista inauguró un nuevo fenómeno habitacional: La villa miseria, también llamados barrios de emergencia. Aunque externamente se parezcan al “Barrio de las ranas” o “Villa Desocupación” que son barrios de cirujas , delincuentes desde la época de “la mala vida”, o simplemente desocupados; en las nuevas villas, sus habitantes son obreros que encontraron trabajo en la ciudad sin encontrar vivienda.
El surgimiento de las villas miserias en la época peronista fue utilizado por la oligarquía como argumento sofístico para atacar la despoblación del agro y a la industrialización del país, y a la vez a la congelación de alquileres causante de la falta de estímulo para la edificación. La clase media por su parte, proclive a la interpretación moralista, no puede explicarse el hecho de que obreros con altos salarios vivan en villas miseria, sino por una forma de degradación moral y una tendencia innata hacia la promiscuidad.   

Hasta la 2º Guerra Mundial no existía en nuestro país la industria a gran escala. En los pequeños talleres, el obrero no obstante estar separado de los medios de producción, manejaba aún sus herramientas, dominaba a la máquina en vez de ser dominado por ella, manteniendo la relativa autonomía que le daba su habilidad manual, su calificación, su jerarquía profesional. En el obrero primitivo, la faz positiva del trabajo -la transformación de la materia por el hombre- ocultaba en cierto modo la faz negativa: la alienación en que todo trabajo se realiza en la sociedad capitalista. Por otra parte al dejar el trabajo, el obrero primitivo descubría bruscamente que no sabía adonde ir, que no tenía adonde ir y que no tenía ganas de ir a ninguna parte. El trabajo podía resultar opresor pero al mismo tiempo, era imprescindible para el hombre que había sido condicionado para trabajar y a quien no se le había permitido desarrollar otras necesidades.
El aislamiento orgullosos , esa dignidad que le venía de la conciencia profesional, más que de la conciencia de clase, lo hacían más proclive al individualismo anarquista, que no pro casualidad predominaba en la primera etapa de las luchas sociales argentinas.
Las relaciones con los compañeros de trabajo también se movían en un plano individual: el taller pequeño no dominaba de todo al individuo, la falta de vigilancia y la escasa racionalización del trabajo permitía relaciones íntimas, cara a cara entre los obreros. También contribuía esa intimidad entre compañeros la vida del barrio, en una época en que los obreros vivían cerca de la fábrica donde trabajaban, habito que desapareció con la crisis de la vivienda.
De igual modo la intimidad con el patrón de la fábrica a quien se lo conocía y se lo odiaba como individuo, contribuía a hacerle ver al obrero su desventajosa situación como consecuencia de las malas intenciones del patrón y no de la estructura económica de la sociedad y, por sobre todo, le impedían comprender que el verdadero enemigo no era todavía la débil burguesía industrial sino la oligarquía terrateniente a quien el obrero no podía ver la cara, y los aún más invisibles y remotos hilos imperialistas. La lucha sindical se reducía, consecuentemente, a las reivindicaciones económicas inmediatas, rechazándose toda lucha meramente política como algo demasiado abstracto y general, prefiriéndose a ésta, la huelga salvaje, la manifestación espontánea y en algunos casos el atentado personal.
El origen inmigratorio de la clase obrera de la época -de carácter golondrina, que buscaba hacer fortuna y volverse a su país, aunque muchos no lo pudieron hacer- contribuyó también a la incomprensión de la realidad argentina y al transplante mecánico de esquemas clasistas de los países de capitalismo avanzado de donde provenían, inadecuados para nuestro país donde la lucha por las reivindicaciones sociales no puede separarse de la lucha nacional antiimperialista. El anarquismo y el socialismo justista fueron la expresión política de ese cosmopolitismo.
Por otra parte existían diferencias entre los obreros calificados y los descalificados, superpuestas a diferencias étnicas que complicaban la unidad de la clase obrera, Los obreros calificados por lo general eran los inmigrantes europeos, quedando para los criollos el trabajo subordinado de peón. El caso inverso se da el el caso de los frigoríficos, donde los obreros calificados son argentinos, mientras que los peones son extranjeros.
Esta primera etapa estuvo signada por la lucha entre gringos y criollos, ya que según los criollos los primeros venían a sacar el trabajo. La lucha por la organización gremial era vista como cosa de gringos, por eso la burguesía identificó al inmigrante con la subversión y reaccionó con la Ley de Residencia y los progroms organizados por la Liga Patriótica Argentina.

Las características de la producción de una sociedad precapitalista subsisten, aunque a partir de los años 30 haya comenzado un lento desarrollo de la industria y el capitalismo. En una sociedad , donde las clases aún no están del todo estabilizadas y las estructuras sociales no son demasiado rígidas, subsistía, hasta hace poco, el obrero escapista, que esperaba la oportunidad para cambiar su situación instalándose por su propia cuenta. Se da muy frecuentemente en la época peronista el tipo de patrón pequeñoburgués de origen obrero que instala un taller o pequeña fábrica, gracias a los préstamos concedidos por el Banco Industrial, que vive acuciado por las deudas, que busca enriquecerse rápidamente y demasiado consciente de las diferencias entre él y sus obreros, con quienes mantiene estrechos vínculos biográficos por su mismo origen y formación. Las relaciones son ambiguas y fluctuantes, en épocas de prosperidad, adquieren las formas de paternalismo y colaboración de clases; pero en épocas de crisis, el patrón debe marcar las distancias con el obrero, a quien hasta ayer tratara con confianza: se introduce, por ejemplo el reloj de fichar la hora de entrada, sin necesidad de llamarle la atención al obrero personalmente por faltas a la puntualidad.

Pero al mismo tiempo y sin desplazar totalmente las formas atrasadas de producción, se ha ido desarrollando en nuestro país , desde 1938 a 1955, una creciente expansión de la producción en serie, el maquinismo, la racionalización, el taylorismo, la división y especialización del trabajo, que trae como consecuencia cambios importantes en la conciencia obrera.
La fábrica moderna envuelve al obrero por todas partes, sin interrupción, sin descanso, no deja perder nada. El transporte mecánico, la extrema atención que requieren las complicadas maquinas, el número crecido de obreros que trabajan en una fábrica y el funcionalismo de los nuevos edificios donde no hay paredes como en el viejo taller, donde no hay recovecos para ocultarse a fumar un cigarrillo o conversar, son poco propicios para las relaciones interpersonales, cara a cara, que sólo tienen el comedor o el baño como último refugio. El excesivo ruido, obliga a los obreros a hablar por señas, como sordomudos. En la fábrica moderna, se introduce la distancia entre los obreros, que dejan de verse como individuos concretos, entre quienes se entablan relaciones amistosas o no, para reconocerse como meros compañeros sometidos a la misma explotación y entre quienes sólo se tiene contacto a través de la máquina. A la salida del trabajo, los colectivos los dispersan para extremos opuestos de la ciudad haciendo casi imposible toda relación fuera del trabajo.
Las relaciones con el capataz experimentan, del mismo modo, una notable modificación: el delegado sindical rivaliza con aquel en autoridad. Las arbitrariedades del capataz eran resueltas, en los viejos tiempos mediante peleas y otros recursos ilegales. Con el apogeo del sindicalismo se recurre directamente al delegado, quien consigue en algunos casos la expulsión del capataz.
Ya no hay nadie concreto a quien odiar, nada inmediato contra que rebelarse, los capataces y los jefes hasta suelen ser amables y los patrones no se ven. El obrero aprende, de ese modo, a pensar con ideas generales y abstractas, se ve a sí mismo como perteneciente a una clase social homogénea, universal dependiente de un determinado tipo de sociedad global. La mecanización, por la ligazón absoluta de todos sus elementos y la inetrcambiabilidad de sus tareas, permite por primera vez la unificación total de la clase obrera – a las agrupaciones locales del anarcosindicalismo preocupadas por mantener la particularidad de los oficios sucede la centralización unificadora de la CGT- y permite al proletariado llegar a una percepción total del proceso de producción, imposible de abarcar en la etapa artesanal, dando origen al primer movimiento de masas en la historia argentina.
Pero no solamente se ha modificado la actitud del obrero frente a sus compañeros y a sus patrones, sino frente a su propio trabajo. La parcelación, automatización y especialización hacen del obrero un objeto intercambiable, sustituible por otro, una simple pieza de un complicado mecanismo. El trabajo se vuelve monótono, insoportable y la desaparición de la autonomía profesional, la habilidad técnica y el conocimiento de la materia, engendran un sentimiento de irresponsabilidad. Por otra parte, el vacío que sentía el obrero al salir del trabajo en la época anterior, ahora es llenado por la “cultura de masas”, por las diversas formas de ocio alienado.
El desgano por el trabajo, el ausentismo, el interés exclusivo por las diversas formas de la “cultura de masas” y la alegría de los días de huelga hacen exclamar a la burguesía escandalizada::”el obrero no quiere trabajar” y culpan de ello a la demagogia peronista. Ciertos anacrónicos nostálgicos de la supuesta edad de oro del movimiento obrero argentino, se lamentan de la falta de orgullo de las nuevas generaciones y del escaso amor por el oficio, acusándolo también al peronismo y ocultándose que esa falta de amor por el trabajo constituyó una pérdida de la conciencia profesional por la modificación de las reglas de la fábrica, pero un avance en la conciencia de clase, ya que el sentido revolucionario del obrero consiste en trascender las condiciones de su propia clase.

Por otra parte, la desaparición relativa de la “aristocracia obrera”, de la élite de trabajadores calificados, hizo posible la irrupción en la política argentina de la innumerable masa de ex campesinos, los cabecitas negras, a quienes su total falta de preparación, les bastaba unos pocos días de aprendizaje para ser absorbidos por las nuevas industrias mecanizadas modificando totalmente el panorama de las luchas sociales . Alrededor de 1945 se produjo lo que puede llamarse una proletarización del proletariado.
Este cambio en la composición del proletariado no fue comprendido por las izquierdas tradicionales, quienes acostumbradas a la crema del proletariado europeo, higiénico y bien educado, acusaron a las nuevas masas descalificadas de haber degradado el movimiento obrero con su inexperiencia y su falta de cultura social, y confundieron al cabecita negra con el lumpen , error que los llevó a confundir al peronismo con el fascismo.

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