miércoles, 26 de agosto de 2020

 La Argentina Moderna 1880 - 1916

A partir de 1880, bajo el lema Paz y Administración, impuesto por Roca, el país entra en un proceso de modernización.

Llegan a nuestro país una ingente masa inmigratoria, principalmente de Italia y España, pero también de medio oriente, los llamados "Turcos", en realidad eran sirios, armenios, griegos pero su pasaporte decía Imperio Turco. Y también Rusos propiamente dichos y judíos de cualquier país de Europa central quienes también se los llamó de la misma manera.

Esta inmigración no era la que la élite esperaba y tarjeron consigo, nuevas ideas, otras formas de organizarse, otras formas de creer en Dios y por supuesto dejaban de lado el servilismo que esperaba la oligarquía.

Esto lo deja muy bien expresado Miguel Cané, el escritor del simpático libro Juvenilia y el redactor de la Ley de Residencia.

El pensamiento de Miguel Cané y la Generación del 80
 (Hasta 14:40)
Fuente: Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, Capítulo 4. “Miguel Cané (h)”, págs. 109-126.
Hacia fines del siglo XIX, los procesos de modernización transforman radicalmente el panorama social, político y económico, introduciendo nuevos problemas, preocupaciones y conflictos. Si bien sabemos que, desde la esfera política, la elite que encabeza el presidente Julio A. Roca participa activamente en la puesta en marcha de estos procesos, también vemos que los discursos de algunos miembros destacados de esa elite (como Miguel Cané) revelan resistencias, dudas y vacilaciones con respecto al nuevo escenario que la modernidad despliega.
En esa década de 1880 se concluye la estructuración del estado nacional (link http://www.sociedad-estado.com.ar/wp-content/uploads/2010/01/corigliano), que ahora ostenta el monopolio de la fuerza legítima, afirmado en la derrota de las disidencias provinciales. La ciudad de Buenos Aires es federalizada, dando fin a un conflicto que había recorrido toda la breve, compleja y violenta vida nacional. Desde ese estado se sancionan las leyes laicas de educación y de registro civil, que colocan en manos estatales un control de la población hasta entonces dividido con la iglesia católica.
En el plano económico, a partir de una división internacional del trabajo que la ubicaba en el rubro productor de bienes agropecuarios, la Argentina experimentó un espectacular crecimiento. La apropiación de los territorios hasta entonces ocupados por los indígenas en la llamada “Campaña del Desierto” abrió para los vencedores un enorme territorio, sobre el cual las inversiones inglesas desplegarían una extensa red de vías férreas.
El emprendimiento llevado a cabo contra las poblaciones indígenas se apoyaba en una línea programática ampliamente compartida por las elites del mundo occidental: que las naciones viables eran aquellas dotadas de una población de raza blanca y de religión cristiana. Según los lineamientos inscriptos desde Acción de la Europa en América, Alberdi había acuñado al respecto la consigna “Somos europeos trasplantados en América”. Y como se lee en las Bases, lo guía la convicción de que en Hispanoamérica el indígena “no figura ni compone mundo”.
Hacia 1880 en la Argentina, el mensaje más inmediato que el diario oficialista La Tribuna Nacional se apresuró a difundir afirmaba que “la Argentina finalmente había entrado en una nueva era”, identificada con el arribo del progreso. Éste se materializaba en “buenas cosechas, industrias nuevas, empresas que requieren grandes capitales e ilimitada fortuna”. De tal modo, el diario repetía la moraleja de que las pasiones destructivas de la política habían sido dominadas por el desarrollo de los intereses asociados con el desarrollo económico, dado que “es el progreso material el que lleva al progreso moral, y no viceversa”.
Para el roquismo, la paz era el logro mayor del progreso económico, y con ello la política pasaba a segundo plano: “El tiempo de la política teatral ha pasado. No hay multitudes ociosas que fragüen revoluciones”, seguía proclamando La Tribuna en 1887.
Dentro de este panorama podemos preguntarnos: ¿cuáles fueron las preocupaciones dominantes en la sociedad y en el estado que llegaron a ser parte de la reflexión de los intelectuales en el período que se extiende entre 1880 y 1910? Para organizar una respuesta, comencemos por decir que se instala una determinada problemática. Ésta agrupa varias cuestiones: social, nacional, política e inmigratoria. Social, por los desafíos que planteaba el mundo del trabajo urbano. Nacional, ante el proceso de construcción de una identidad colectiva. Política, frente a la pregunta acerca de qué lugar asignarles a las masas en el interior de la “república posible”, esto es, la cuestión de la democracia. E inmigratoria, porque todos estos problemas se encontraron refractados y crispados en escala ampliada en torno de la excepcional incorporación de extranjeros a la sociedad argentina.
En cuanto a los rasgos o características centrales de la modernidad, en el terreno de la economía significó el nacimiento y la expansión planetaria del modo de producción capitalista. En lo social, la aparición de clases sociales (burguesía, proletariado, clases medias) y de un proceso novedoso: la movilidad social, o el hecho de que los individuos –a diferencia de aquellos de las sociedades premodernas– pudieran pasar por diversos sectores o clases sociales a lo largo de sus vidas. En el ámbito político, la implantación de un nuevo criterio de legitimidad: la soberanía popular.
Pero la modernidad es asimismo un formidable proceso cultural. En su seno se produce el fenómeno designado como “secularización”. Con este término se indica el carácter terrenal, intramundano de los nuevos tiempos. En la modernidad, se ha dicho, “los dioses se alejan”. Simplificando, esto podría condensarse diciendo que ya no hay milagros, es decir, que los dioses ya no intervienen en los asuntos humanos para alterar a su voluntad los hechos de este mundo. A esto se lo llama el “desencantamiento del mundo”.
Gracias a ese proceso de secularización, ocurre algo que cambiará nuestras vidas hasta el presente: el mundo se torna calculable. En verdad, toda la realidad tiende a ser mirada como algo que se puede calcular. Para esto es preciso que los dioses se hayan alejado, que ya no haya milagros… (…)
Comprenderán inmediatamente que estamos hablando nada más y nada menos que de los fundamentos mismos de la ciencia moderna, empezando por la ciencia físico-matemática inaugurada por Galileo Galilei en el siglo XVII. Esta revolución científica es la que en buena medida ha configurado el mundo moderno en el que aún vivimos. En rigor, la potencia cognoscitiva de la ciencia se asociará indisolublemente a la revolución industrial del siglo XVIII, configurando un sistema tecnocientífico.
De allí en más, podría decirse que toda la vida de los modernos se ha caracterizado por incluir el cálculo como una de las lógicas centrales de su comportamiento, de su accionar. Calcula el empresario al realizar sus inversiones, pero también el asalariado al planificar sus gastos y el joven estudiante al elegir una carrera. En suma, todo el mundo calcula, es decir, prevé el resultado de sus acciones, las orienta de manera racional, se fija una finalidad y sopesa los medios más conducentes a su realización.
Los tiempos modernos son aquella época del mundo en que lo nuevo se torna bueno. En los estratos tradicionales de una sociedad, lo nuevo, lo novedoso, es generalmente visto como malo o al menos como una amenaza a un orden ya establecido, en el que nada debe cambiar.
Por el contrario, la modernidad impulsa el cambio, al que llamará desarrollo, evolución, progreso. Con esto es la concepción misma del tiempo, de la temporalidad, lo que se ha modificado.
En cuanto al tipo de intelectual imperante en el 80, escriben a partir de una sólida posición económica obtenida en un ámbito no intelectual (son estancieros, funcionarios estatales, médicos, abogados).
Entre los integrantes intelectuales más visibles de esa llamada Generación del 80 podemos nombrar a Eduardo Wilde, Lucio V. Mansilla, Miguel Cané (h) y Paul Groussac. Si buscamos sus voces comunes, podemos decir que, en términos generales, casi todos comparten un lamento tradicionalista, típico en épocas de cambios acelerados: se quejan de que el avance modernizador destruye los viejos sitios familiares y disuelve las viejas y sanas costumbres en una sociedad y una ciudad en rápida transformación. Pero estas quejas no pueden ser absolutas, ya que los miembros de la elite se hallan en una posición compleja al respecto: impulsan la modernización y al mismo tiempo lamentan algunas de sus consecuencias no queridas. Tal posición es la que le hace añorar a Vicente Quesada en Memorias de un viejo las añejas quintas y los altos cipreses desalojados por el ferrocarril, y al mismo tiempo prever que los bienes y usos europeos tarde o temprano se impondrán, para bien de la sociabilidad criolla.
José Antonio Wilde, un memorialista de la época, recuerda que antes “los niños jamás dejaban de pedir su bendición a sus padres al levantarse y al acostarse; otro tanto hacían con sus abuelos, tíos, etc. […] Esta señal de respetuosa sumisión ha desaparecido casi por completo, como otras muchas costumbres de tiempos pasados. Creemos que aún subsiste en algunos pueblos de las provincias argentinas”. Fíjense que aquí la añoranza por el pasado se relaciona con un tiempo en el que aún el igualitarismo (o la democracia como igualdad social) no había erosionado la “deferencia”. (Deferencia es el reconocimiento y expresión por parte de “los de abajo” de una jerarquía social superior.)
(…)
Hay evocaciones melancólicas de los viejos sitios que ahora “la piqueta del progreso” está destruyendo. En efecto, en esas décadas la ciudad de Buenos Aires, con la intendencia de Torcuato de Alvear, se encuentra sometida a una serie de profundas reformas urbanas que alteran entre otros sitios su zona histórica, de la Plaza de Mayo hacia el Congreso. Buenos Aires, según otro título emblemático de la época, está dejando de ser “la gran aldea” pintada por Lucio V. López para convertirse en una gran ciudad. Justamente, la ciudad entendida como artefacto promotor y efecto de la modernización.
Esos y otros tópicos característicos de esta generación político-intelectual se encuentran en Miguel Cané (h), uno de los más representativos de su grupo y un miembro relevante de la clase dirigente. Cané posee un linaje que lo conecta con el patriciado y con el exilio antirrosista, e inició su carrera de escritor en los diarios La Tribuna y El Nacional. De allí en más protagonizó una carrera típica entre los miembros de su grupo: director general de Correos y Telégrafos, diputado; ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y Francia; intendente de Buenos Aires, ministro del Interior y de Relaciones Exteriores.
Su visión de la realidad argentina había comenzado siendo celebratoria. En 1882 escribe que ningún extranjero podía creer “al encontrarse en el seno de la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril del comercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 los caudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de la plaza de Mayo”. Sin embargo, progresivamente sus escritos se colman de preocupaciones nacidas de algunos aspectos de los nuevos tiempos: la modernidad. Es preciso decir que ciertas críticas están íntimamente ligadas a la crisis financiera de 1890, cuando dentro de la clase dirigente nacen o se refuerzan algunas prevenciones sobre el proceso modernizador.
Dicha crisis fue interpretada como la realización de la profecía sobre las consecuencias negativas del ansia de enriquecimiento a toda costa.
El viejo Sarmiento ya había alertado en su momento acerca de este mal, y lo había colocado dentro de una contradicción que se tornará convincente: una sociedad que tiene al dinero como aspiración fundamental es incompatible con la construcción de una república, porque el predominio del afán de riquezas sólo puede generar “un país sin ciudadanos”. Eso puede decirse de otra manera: la crisis de 1890 demostraba que las pasiones del mercado habían predominado sobre las virtudes cívicas y erosionaban los sentimientos de pertenencia a una comunidad.
También para Cané el consumo ostentoso era el síntoma de haberse extraviado el rumbo. En Notas e impresiones escribió: “La marcha vertiginosa del país, la alegría de la vida, la abundancia de placeres, la improvisación rápida de fortunas, habían incandecido la atmósfera social. Las mujeres pedían trapos lujosos, coches y palcos, los hijos jugaban a las carreras y en los clubs; y el pobre padre, de escasos recursos, cedía a la tentación de hacer gozar a los suyos y caía en manos del corruptor que husmeaba sus pasos”.
Tampoco es casual que en esas narrativas aparezcan pronunciamientos xenófobos y racistas, y no lo es porque algunos de los “males” de la modernización fueron vistos desde la clase dirigente como producto de la presencia masiva de extranjeros, es decir, como producto del proceso inmigratorio. De allí que alrededor de este proceso se reunieran, armando un paquete, los demás problemas o cuestiones que mencioné al principio de esta lección: social, político y, ahora, el problema nacional. ¿Por qué? Porque la crisis del 90, leída como producto del afán especulativo, revelaba una ausencia de civismo que fue atribuida a una presencia excesiva de extranjeros. Y si esto era así, la solución pasaba por desplegar a rajatabla un proceso de nacionalización de esas masas de extranjeros, un proceso destinado a definir e imponer una identidad nacional.
La Argentina terminó siendo el país del mundo que absorbió la mayor cantidad de población extranjera en relación con su población nativa.  Por razones de oportunidades laborales, fundadas a su vez en características estructurales de la economía argentina, tales como el régimen latifundista de apropiación de la tierra, la mayoría de los recién llegados se ubicó en las zonas litorales, y dentro de ellas, en Rosario y Buenos Aires en especial.
El censo de 1895 mostró que más de la mitad de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires eran en su mayoría italianos y españoles, y estas cifras trepaban a una proporción de cinco inmigrantes por cada nativo cuando se tomaba el segmento de los varones adultos. De manera que podemos imaginar que en algunos ámbitos de encuentro y sociabilidad como bares y cafés, por cierto dentro de una sociedad androcrática o machista, donde los varones ocupan esos espacios públicos y dan el tinte de la vida social, sólo una de cada cinco personas era nativa.
Por fin, lejos de adoptar la posición pasiva que desde la mirada de la dirigencia muchas veces se les adjudicaba, los inmigrantes tuvieron una activa participación sindical y política pero también económica. Según Gerchunoff y Llach, “pronto dominaron el comercio y la industria: en 1914 casi un 70 % de los empresarios comerciales e industriales habían nacido fuera de la Argentina”.
Estos datos están hablando de la debilidad de la sociedad receptora. De allí que también aquí el papel integrador y nacionalizador quedó fundamentalmente en manos del estado, aun cuando se observan iniciativas en igual dirección encaradas por instituciones y asociaciones de la sociedad civil. Dentro de ese papel estatal, los intelectuales encontraron un espacio privilegiado de intervención. Ese espacio privilegiado se les abrió porque el proceso de nacionalización de las masas requiere obviamente tener definida una identidad nacional. Y ocurre que esa respuesta no estaba aún elaborada. Como esa elaboración es un proceso fundamentalmente simbólico, aquí el oficio de los intelectuales, sus destrezas y saberes, resultaron absolutamente necesarios.
Retornando a Cané, verificamos que el autor de Juvenilia encuentra motivos para alimentar su angustia al contemplar ya no a los inmigrantes civilizados previstos por Alberdi, sino a –dice– “una masa adventicia, salida en su inmensa mayoría de aldeas incultas o de serranías salvajes”.
Era una queja que ya había entonado tempranamente nada menos que el propio Alberdi. En un apéndice de 1873 a las Bases, y refiriéndose a su famosa consigna, aclara que “gobernar es poblar” si se educa y civiliza como ha sucedido en los Estados Unidos, pero que “poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de la Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta”. También es la presencia de extranjeros lo que le hace opinar a Lucio V. Mansilla que “Buenos Aires se va haciendo una ciudad inhabitable”, y a Lucio V. López determinar que es en la Argentina “donde el mal gusto que elimina la Europa encuentra, falto de crítica, amplio refugio”. Daban cuenta así del hecho muy conocido de que la inmigración que realmente llegaba a las playas argentinas no era la anglosajona proveniente del norte europeo, sino sobre todo la que venía del sudeste europeo, especialmente compuesta por italianos y españoles.
A este pecado de origen, a los ojos de la elite la inmigración le sumaba una doble actitud considerada negativa: por una parte, era ínfima la cantidad de extranjeros que tramitaban la nacionalidad argentina, casi seguramente porque al no haber ley de doble nacionalidad debían renunciar a la propia. Pero junto con ello revelaban una actitud de participación y penetración en actividades y prácticas de los nativos. En otras palabras, lejos de mantenerse en una actitud pasiva, revelaban una presencia expansiva en la nueva sociedad. De allí que una imagen repetida una y otra vez en los textos de la clase dirigente sea la de la invasión, la de “la marea” –dirá Cané– que todo lo invade. Era la misma imagen marina que seguía apareciendo en el discurso de Lucio V. López de 1891 en la ceremonia de graduación de la Facultad de Derecho: “Lo sé: nosotros los contemporáneos vemos la ola invasora que nos anuncia la inundación por todas partes”. Del mismo modo, Emilio Daireaux en Vida y costumbres en el Plata, de 1888, preveía que, si la proporción de extranjeros aumentaba, “la población indígena, anegada por esta formidable oleada, bajo esta invasión de bárbaros armados de palas, vería completamente en peligro su influencia política y directriz”.
Pero para Cané la “invasión” amenazaba con penetrar hasta los círculos más íntimos y aun familiares de la elite.
Temor entonces ante el ascenso social de los extranjeros, pero también problemas en el otro extremo de la pirámide social para las clases dirigentes y poseedoras, porque dentro del mundo del trabajo existían inmigrantes que adherían a ideologías socialistas y anarquistas que aquellas consideraban injustificables en un país como la Argentina, donde –decían– no tenían cabida la proclamación de la lucha de clases ni el activismo político y sindical de izquierda. Mucho más cuando dentro del movimiento anarquista se manifestaron tendencias proclives a lo que se llamó la “propaganda por los hechos”, con lo cual se designaba una práctica de corte violento como el asesinato del coronel Falcón, jefe de la Policía Federal, a manos del inmigrante anarquista Simón Radowitzky.

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