miércoles, 14 de septiembre de 2022

El Proceso de Reorganización Nacional y la clase trabajadora.



 

El «Proceso de Reorganización Nacional» (1976-1983) y la clase trabajadora

Por Victoria Basualdo


Los análisis del golpe militar del 24 de marzo de 1976, y de las características y efectos de la dictadura militar autodenominada «Proceso de Reorganización Nacional», que se extendió hasta 1983, han tendido a centrarse —tanto en lo que respecta a gran parte de la producción académica como al debate social más amplio—, en las dimensiones políticas de esta historia. Al pensar en la dictadura, se ha otorgado gran importancia, sin dudas con justicia, a las características del terrorismo de Estado y sus impactos, así como a las formas y consecuencias de la confrontación entre organizaciones político-militares y fuerzas armadas. El objetivo de este trabajo es analizar otra problemática que, aunque también resulta de gran relevancia para la caracterización del período, no ha sido aún cabalmente integrada en los análisis y debates: la evolución de la clase trabajadora en el contexto de las profundas transformaciones estructurales de este período. El análisis de este aspecto de la historia de la dictadura permite poner en el centro el hecho de que la instauración del Estado terrorista se produjo en el marco de una reconfiguración regresiva del sector industrial, una redistribución del ingreso inédita en contra de los trabajadores y una reducción de las posibilidades de organización y lucha de la clase trabajadora debido tanto a las políticas laborales como a las represivas.

El período que se abrió a mediados de los años 70 y se extendió hasta, por lo menos, la crisis institucional, social y política de 2001, marcó un cambio en el patrón de acumulación que había estado vigente en las cuatro décadas previas: la industrialización por sustitución de importaciones. La reforma financiera de 1977, en conjunción con la arancelaria y el endeudamiento externo, derivados de la apertura de las importaciones de 1979, promovió una reestructuración regresiva del sector industrial. Ésta implicó una desindustrialización en términos agregados (es decir que hubo un descenso en la participación del sector industrial en el PBI), que además tuvo un impacto heterogéneo sobre las distintas ramas, y provocó un proceso de concentración económica. En este contexto, se produjo un incremento exponencial del endeudamiento externo, el cual estuvo vinculado en forma creciente al proceso de valorización financiera.

Este cambio del patrón de acumulación de capital constituye el contexto imprescindible para analizar las transformaciones experimentadas por los trabajadores y sus organizaciones durante la dictadura militar.

La clase trabajadora se vio afectada en este período clave por políticas represivas, laborales y económicas. En primer término, es fundamental detenerse en la represión a los trabajadores en esta etapa que, aunque no se inició con el golpe militar (sino, por lo menos, un año antes), se acentuó de forma notable a partir del 24 de marzo de 1976. Entre 1974 y 1976, los focos de mayor agitación obrera (Córdoba y el cordón industrial del norte de la Provincia de Buenos Aires hasta el sur de Santa Fe y la provincia de Tucumán, entre otras) fueron fuertemente reprimidos por fuerzas policiales y militares, algunas de sus organizaciones intervenidas, y sus líderes perseguidos y encarcelados.

El punto más álgido de esta ofensiva de las fuerzas de seguridad fue el «copamiento» de la ciudad de Villa Constitución el 20 de marzo de 1975 y el arresto de la casi totalidad de los dirigentes sindicales de la zona.

A pesar de esta aparente continuidad, la violencia aplicada bajo el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón tuvo características cualitativamente diferentes a las que vendrían después: hasta 1976, la desaparición de personas no se encontraba aún institucionalizada. Las formas más frecuentes de represión eran los asesinatos aislados, aunque reiterados, por parte de fuerzas paramilitares y la detención de obreros y dirigentes. El golpe militar trajo consigo un nuevo esquema represivo, cuyo impacto sobre el movimiento obrero es descripto por Francisco Delich en los siguientes términos: «Dirigentes y activistas fueron muertos, presos, desaparecidos, exiliados. Las cifras, aunque imprecisas, tienen contornos siniestros y horrorosos; se cuentan no por individuos sino por centenares, por miles. Hubo ejecuciones en las fábricas y violencias físicas y psicológicas tendientes a aterrorizar a los obreros. Se prohibieron asambleas y reuniones. Se montó un sistema complejo de prevención: el reclutamiento obrero comenzó a hacerse de modo provisional; solamente después de informar a inteligencia de las fuerzas de seguridad y recibida la respuesta de éstos se adquiría una relativa estabilidad en el trabajo. Es obvio que un antecedente como activista impedía el acceso. Este sistema estuvo vigente en las zonas industriales del país por lo menos hasta 1979. La estabilidad en las fábricas dependía ahora no solamente de la eficiencia, de la clasificación o de la disciplina sino de la adaptación ideológica» (Delich, 1982). Como explicaba el sindicalista Víctor De Gennaro, ex Secretario General de la Central de los Trabajadores Argentinos: «El 67% de los desaparecidos son trabajadores, y fundamentalmente se apuntó a destruir a los activistas, delegados, y algunos secretarios generales […]. A nivel de los dirigentes intermedios fue tremendo, porque había que fracturar ese poder posible de los trabajadores organizados: eran los delegados de fábrica, los militantes los que construían todos los días ese poder que tenía la clase trabajadora. Ahí apuntó sin lugar a dudas la dictadura militar y fue sin piedad. Se entraba a una fábrica, se la tomaba por el Ejército, y delante de todo el personal se nombraba a los que habían sido delegados o militantes. Se los llevaban, desaparecían, y después terminaban muertos, 15 o 20 días después, tirados en las puertas de las fábricas o en los basurales.»

La evidencia recolectada por un conjunto de investigadores y activistas señala que la represión al movimiento obrero, si bien estuvo dirigida y ejecutada mayoritariamente por el ejército, contó no sólo con la connivencia sino también con el apoyo activo de grandes empresas, que en una gran cantidad de casos denunciaron a sus trabajadores, entregaron fondos a las fuerzas represivas, e incluso, en ocasiones, hasta autorizaron la instalación de centros clandestinos de detención en el predio de sus fábricas.

Esta política represiva, aunque se extendió a todas las actividades económicas, se concentró de manera preferencial en las actividades industriales (dentro de ellas, metalúrgicos y mecánicos fueron dos gremios especialmente perseguidos) y en los servicios públicos esenciales (transportes, ferroviarios, Luz y Fuerza); es decir, aquellos sectores que habían constituido, durante la segunda etapa de la industrialización por sustitución de importaciones, pilares clave de la organización sindical. Un blanco central de la política represiva fueron los delegados y miembros de las comisiones internas, es decir, los representantes de base de los trabajadores que durante décadas habían cumplido un papel muy importante en la defensa de los derechos laborales y en la organización y sostenimiento de conflictos y negociaciones con la patronal.



A estas formas de represión, el gobierno de facto sumó la intervención de la mayoría de los grandes sindicatos y federaciones, que comenzaron con la de la central nacional de trabajadores, la Confederación General del Trabajo (CGT).

En los primeros tres años, en los que se alcanzó el punto represivo más alto, se intervinieron decenas de las principales organizaciones obreras y se les retiró la personería jurídica a otras tantas. Mediante la designación de funcionarios militares en casi una tercera parte de las federaciones nacionales, se quebró la estructura nacional centralizada del movimiento sindical. Es de destacar que entre las federaciones intervenidas se encontraban las de mayor peso numérico sobre el total, como la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), y la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (con cerca de 300 mil afiliados cada una), entre muchas otras. En lo que se refiere a las políticas laborales, la dictadura militar promovió un conjunto de legislación tendiente a legalizar la actividad represiva y la intervención en el mundo sindical. Una serie de normas establecieron el congelamiento de la actividad gremial, como la Ley 21.261 del 24 de marzo de 1976 que suspendió el derecho de huelga; la Ley 21.356 de julio de 1976, que prohibió la actividad gremial, es decir asambleas, reuniones, congresos y elecciones, facultando al Ministerio de Trabajo a intervenir y reemplazar dirigentes dentro de los establecimientos fabriles; la Ley 21.263 del 24 de marzo de 1976 que eliminó el fuero sindical; Ley 21.259 del 24 de marzo de 1976, que reimplantó la Ley de Residencia, en virtud de la cual todo extranjero sospechoso de atentar contra la «seguridad nacional» podía ser deportado, la Ley 21.400 del 9 de septiembre de 1976, denominada de «Seguridad industrial», que prohibió cualquier medida concertada de acción directa, trabajo a desgano, baja de la producción, entre otras. La Ley Sindical 22.105, sancionada el 15 de noviembre de 1979, derogó la Ley de Asociaciones Profesionales N° 20.615, dictada por el gobierno constitucional previo, y terminó por legalizar la intervención extrema del Estado dictatorial, socavando las bases institucionales y financieras del poder sindical. En lo que se refiere a las transformaciones económicas, cabe destacar que una breve síntesis de los efectos de las políticas económicas hacia el sector industrial resulta útil para dar cuenta, al menos superficialmente, de la magnitud de la transformación que tuvo impactos profundos en las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera. En los primeros años posteriores al golpe, se produjo el cierre de más de veinte mil establecimientos fabriles; el producto bruto del sector cayó cerca de un 20% entre 1976 y 1983; la ocupación disminuyó en ese mismo período y se redujo el peso relativo de la actividad manufacturera en el conjunto de la economía (del 28 al 22%). La industria dejó de ser el núcleo dinamizador de las relaciones económicas y sociales, así como el sector de mayor tasa de retorno de toda la economía. En este contexto, las políticas referentes a salarios y empleo aplicadas por el ministro de economía, José Alfredo Martínez de Hoz, afectaron de manera profunda a los trabajadores. En su mensaje al país del 2 de abril de 1976, este funcionario explicó: «En cuanto a la política salarial, en una etapa inflacionaria como la que está viviendo el país y en el contexto de un programa de contención de la inflación, no es factible pensar que puedan tener vigencia las condiciones ideales de libre contratación entre la parte obrera y empresarial para la fijación del nivel de salarios. Debe, pues, suspenderse toda actividad de negociación salarial entre los sindicatos y los empresarios, así como todo proceso de reajuste automático de salarios de acuerdo con índices preestablecidos. Será el Estado el que establecerá periódicamente el aumento que deberán tener los salarios […]. El verdadero incentivo para el aumento de los salarios deberá provenir de la mayor productividad global de la economía y, en particular, del de la mano de obra. Si la producción aumenta no sólo con el esfuerzo de inversión del sector empresario, sino también por la eliminación de prácticas laborales que afecten la productividad, que conduzca a una mayor colaboración obrera para lograr dicho objetivo […].»

La fijación de los salarios por parte del Estado estaba estrechamente ligada al cercenamiento de derechos básicos como las convenciones colectivas de trabajo, el derecho a la negociación y a la protesta por parte del movimiento obrero. Una vez establecida la regulación oficial de los salarios, éstos sufrieron una caída de cerca del 40% respecto a los vigentes en 1974, en un contexto de suba del desempleo, supresión de horas extras y recortes en las prestaciones sociales. Sin embargo, el gobierno autorizó un marco de flexibilidad a las empresas respecto a los salarios fijados oficialmente, por lo que, como producto de luchas obreras o por la situación particular de algunas firmas, en muchas industrias los trabajadores recibieron salarios superiores a los autorizados. Al mismo tiempo, la abrupta caída del salario real, aunque afectó al conjunto de los trabajadores, lo hizo de diferentes maneras en cada caso. Los trabajadores del sector público se vieron perjudicados frente a los del sector privado, y existieron fuertes diferencias salariales entre las industrias localizadas en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires y el interior; entre los trabajadores de plantas grandes, medianas y pequeñas; de acuerdo a la rama de industria; y, dentro de una misma rama industrial, entre las diferentes categorías profesionales.

Las brechas salariales entre las distintas capas de trabajadores y de acuerdo a divisiones regionales tendieron a producir un efecto de fragmentación y diferenciación. Esta erosión de la relativa homogeneidad del movimiento obrero, produjo una fractura en uno de los puntos fundamentales de la solidaridad de los trabajadores: la lucha unificada por el salario, que había sido durante décadas la base del poder de negociación de los sindicatos centralizados. La fragmentación de la clase obrera en este período se vio también reforzada por otras políticas del equipo económico de la dictadura, como la de promoción industrial, que fomentó la relocalización de plantas en zonas alejadas de los principales centros industriales, generando desocupación en las zonas históricamente dedicadas a esta actividad y fomentando la conformación de una «nueva clase obrera» sin tradición sindical previa en áreas hasta ese momento periféricas. Una ilustración clara y contundente del resultado de todos estos procesos es la participación . De acuerdo a Gallitelli y Thompson (1990), los trabajadores fabriles de establecimientos privados más grandes recibían salarios de hasta un 40% más que los de medianos y pequeños, mientras que en el interior esta diferencia llegaba hasta un 50%. Asimismo, detectaron que los trabajadores del Gran Buenos Aires de cualquier rama y tamaño recibían salarios más elevados que los de sus pares del interior. Dentro de cada rama de la industria, se incrementó en este período la diferencia entre obreros no especializados y obreros especializados. A su vez, la brecha entre los obreros especializados de las diferentes industrias tendió a ensancharse. Existen numerosas evidencias sobre la heterogeneidad salarial. Consultar, entre otros, el trabajo de Falcón que afirma: «[se] produjo […] una modificación importante en el espectro salarial, que se expresaba, sobre todo, en un incremento de la llamada ‘flexibilidad salarial’, es decir, el aumento de diferencias en los niveles salariales y en distintos órdenes» de los asalariados en el ingreso nacional, que pasó del 43% en 1975 al 22% en la crisis hiperinflacionaria de 1982. Líneas de acción, protesta y organización obrera durante la dictadura Aunque las políticas represivas, laborales y económicas de la dictadura tuvieron un impacto decisivo en las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera, distintos sectores de esta clase desarrollaron respuestas frente a éstas que se desplegaron, debido a las características particulares del proceso represivo, tanto en el territorio argentino como en el extranjero. En lo que se refiere a las acciones desarrolladas en el territorio nacional, resulta necesario introducir una serie de diferenciaciones: por un lado, entre la acción de las bases y la de la dirigencia obrera, y por otro, entre formas tradicionales de protesta y nuevas estrategias, adaptadas al contexto de extrema represión bajo la dictadura. En términos de las formas de organización y lucha que tuvieron lugar en territorio nacional, es posible dividir al período de la dictadura en dos etapas diferentes, divididas por un hecho trascendente que transformó la dinámica sindical: la primera huelga general de abril de 1979. El primer período, se extiende desde marzo de 1976 a abril de 1979, mientras que el segundo se inicia en mayo de 1979 y concluye con el inicio de la transición democrática en 1983. El primer período comprendido entre 1976 y abril de 1979 estuvo caracterizado por una mayor fragmentación de las iniciativas de oposición abierta, una situación de enfrentamiento y diferenciación entre las corrientes sindicales y, sobre todo, por la elevada intensidad de la política represiva, que acalló y dio por concluidos conflictos importantes y promovió la desmovilización en casos en los que un contexto relativamente más permisivo probablemente habría ocasionado protestas de magnitud. El sindicalismo argentino había estado lejos de la unidad en el período previo, comprendido entre fines de los 60 hasta comienzos de los 70, y el enfrentamiento entre los sectores que apoyaban a los líderes más ortodoxos del movimiento obrero y los sectores combativos se volvió crecientemente agudo y virulento a partir de 1973.

Desde el golpe militar de 1976 en adelante, las divisiones sindicales continuaron, y la actitud de la dirigencia sindical frente a la dictadura en sus primeros años estuvo lejos de ser unívoca. Sin embargo, hubo cambios dramáticos en la dinámica interna del movimiento sindical. Fundamentalmente, tanto los dirigentes como los trabajadores afiliados a las corrientes combativas del sindicalismo fueron uno de los blancos centrales de la represión dictatorial y fueron en su mayoría encarcelados, desaparecidos, o condenados al exilio externo o interno. Por lo tanto, aunque hubo divisiones en torno a la necesidad de participación o confrontación en el seno del sindicalismo durante la dictadura, la disputa estuvo sostenida por líneas sindicales diferentes a las predominantes antes de 1976. Por un lado, es posible distinguir a un sector de dirigentes que cultivaron una relación de cercanía y apoyo a la dictadura, y por otro, hubo líderes moderados cuya posición se fue radicalizando frente a la connivencia de otros sindicalistas con el régimen. El primer sector, de tendencia «participacionista», proporcionó el grupo de dirigentes obreros que concurrió a la conferencia de la Organización Internacional del Trabajo en mayo de 1976, a sólo dos meses del golpe militar. Por otro lado, un segundo grupo, crecientemente «confrontacionista», concretó en este primer período la creación de la Comisión Nacional de las 25 organizaciones (denominada «Comisión de los 25»), que propuso desconocer la presencia de los interventores militares o civiles en los gremios. En 1978, en un contexto de estabilización del plan económico y el auge de la propaganda dictatorial por el Campeonato Mundial de Fútbol, el gobierno militar logró acercamientos mayores con dirigentes «participacionistas,» que terminaron conformando en junio de ese año la Comisión de Gestión y Trabajo, que luego se convirtió, en octubre, en la base principal de la Comisión Nacional de Trabajo (CNT). Por su parte, el ala «confrontacionista» fundó, en junio de 1978, el Movimiento Sindical Peronista (MSP), que organizó la convocatoria al primer paro nacional, que se llevó a cabo en abril de 1979. Por un lado, esta primera etapa se caracterizó por la existencia de prácticas «subterráneas» a nivel de planta. Estas medidas de protesta encubiertas llevadas adelante por grupos de trabajadores con reducida coordinación e impacto, incluían el «trabajo a tristeza», el «trabajo a desgano» (reducciones del ritmo de trabajo), interrupciones parciales de tareas, sabotajes, y una multiplicidad de iniciativas tendientes a la organización de los trabajadores y al perjuicio de la patronal. En muchos casos, se trataba de formas de protesta que, aunque respetaban la letra de la ley y las reglas impuestas, subvirtieron en realidad el espíritu de las mismas, convirtiéndose en un desafío al régimen que se volvió crecientemente evidente. Por otro lado, como intentaremos desarrollar en los próximos párrafos, los conflictos obreros visibles y más extensos fueron, incluso en esta etapa, numerosos, y algunos de ellos lograron un impacto significativo. En lo que se refiere a cantidad de conflictos laborales, los datos agregados disponibles, provenientes del procesamiento de la información de prensa de la época (es decir, que reflejan únicamente los conflictos más importantes que no podían ser omitidos por la prensa de la dictadura), confirman la impresión del incremento progresivo de las protestas obreras, con la excepción del año 1978, en el que se evidencia un retroceso en términos de la lucha sindical: mientras en 1976 se habrían desarrollado 89 conflictos, en 1977 habrían sido 100, de los que se habría bajado a 40 en 1978, para culminar, en 1979, con un pico de 188 conflictos.

Del total de medidas de fuerza reflejadas en los medios de comunicación masiva del país, la mayor parte fueron, hasta 1979, paros y quites de colaboración, y tuvieron como principal demanda el aumento de los salarios, aunque una minoría se propuso cuestionar las condiciones de trabajo, demandar la posibilidad de organización sindical. Otro análisis cuantitativo, en este caso de casi 300 conflictos sindicales entre el 24 de marzo de 1976 y octubre de 1981 que tuvieron lugar en el Gran Buenos Aires, la Capital Federal, Córdoba y Rosario, y que se llevaron a cabo en actividades industriales, mayoritariamente en fábricas metalúrgicas. Un ejemplo posible es el recurso a la protesta individual, en un contexto de absoluta prohibición del reclamo colectivo: se detectaron casos en los que los trabajadores solicitaban entrevistas individuales con la gerencia de personal, generando congestionamiento en las oficinas y planteando la misma queja o demanda una y otra vez. Se respetaba, por un lado, la prohibición de peticionar en conjunto al realizar peticiones individuales, pero se convertía a éstas en colectivas, al repetir una y otra vez las mismas consignas. Lo mismo sucede con los casos de trabajo a desgano, o a tristeza. Dado que les estaba prohibido parar, los trabajadores respetaban la letra de la ley, aunque disminuyendo el ritmo de producción de forma tal que se replicaba (o al menos se aproximaba a) los efectos de un paro. Otro ejemplo fueron las formas de comunicación entre trabajadores, en un marco en el que el silenciamiento y disciplinamiento eran extremos en el contexto de la fábrica. Al estar prohibida toda forma de reunión, los obreros establecían formas de información alternativas, como la pegatina de un volante o documento en los baños, que los trabajadores iban leyendo en forma sucesiva en sus momentos de descanso. Otro ejemplo, que según los documentos sobre la resistencia obrera que circularon clandestinamente en el país y en exterior, fue muy generalizado, fueron los sabotajes, otra forma de protesta «oculta»: «numerosas acciones paralizan la producción: el ‘olvido’ de camisas en los motores de las unidades fabricadas, la ‘pérdida’ de llaves de un automóvil herméticamente cerrado al final del proceso de ensamblaje, la aparición de fallas en un 80% de la producción diaria, etc.». automotrices, textiles y otros, de más de cincuenta obreros (en su mayoría, superiores a 100), confirma que la mayor cantidad de medidas de fuerza se debió a demandas salariales, mientras que una minoría se debió a protestas por las condiciones de trabajo, falta o disminución del trabajo, defensa de la organización sindical, o rechazo a las represalias patronales o a la represión estatal o paraestatal.

De la totalidad de las medidas de fuerza analizadas, casi un 33% fueron huelgas, otro tanto fueron quites de colaboración y trabajo a reglamento, mientras que otro 10% consistió en medidas diversas como boicots al comedor de planta, concentraciones internas y escasas ocupaciones de planta. El resto, alrededor de un 23% se plasmó en petitorios, reclamos y negociaciones. Ricardo Falcón destaca la práctica de elección de delegados provisorios o representantes de base, al margen de los procedimientos legales, que en muchos casos terminaban siendo reconocidos por las empresas como interlocutores legítimos. Resulta imposible, en el marco de este trabajo, realizar un análisis exhaustivo del desarrollo de las medidas de fuerza año a año, ni siquiera de las más importantes, pero cabe destacar una línea general de desarrollo que nos brindará un panorama general del problema. Incluso durante 1976, se produjeron conflictos significativos en grandes fábricas. Algunos ejemplos son los conflictos de IKA-Renault de Córdoba en marzo; General Motors en el barrio de Barracas en abril; Mercedes Benz, Chrysler de Monte Chingolo y Avellaneda y Di Carlo en mayo. A partir de octubre de 1976, entraron en conflicto los trabajadores del gremio de Luz y Fuerza, que aglutinaba a trabajadores de las empresas SEGBA, Agua y Energía, DEBA y Compañía Italo Argentina de Electricidad. El conflicto se extendió a varias ciudades del país e involucró a centenares de afiliados. En los primeros meses de 1977, el Sindicato de Luz y Fuerza desarrolló nuevamente medidas reivindicativas, y de resistencia a la aplicación del plan económico del ministro de economía José Martínez de Hoz. En el contexto de dicha lucha, y cuando se había concretado un acuerdo con la patronal, el dirigente más importante de Luz y Fuerza, Oscar Smith, fue secuestrado por las Fuerzas Armadas, lo que, sin embargo, no logró frenar el surgimiento de otros conflictos. En junio de 1977, más de seis mil trabajadores agrícolas se sumaron a medidas de obreros industriales en la zona de Rosario y San Lorenzo, mientras que en agosto los transportistas petroleros desarrollaron protestas contra las empresas Shell y Exxon. En octubre, los obreros de IKA-Renault de Córdoba reclamaron un aumento salarial del cincuenta por ciento, y la intervención de las fuerzas armadas dejó el saldo de cuatro obreros muertos. También en octubre, los ferroviarios entraron en huelga, mientras que en noviembre se declaró una medida de fuerza en la planta de Alpargatas de Florencio Varela que se prolongó por días, y que fue seguida por un lockout patronal, despidos y represión contra varios de los trabajadores involucrados. En 1978, un año de descenso de la protesta obrera que podría relacionarse con una relativa recuperación económica y con sucesos políticos de importancia (como el mencionado Mundial de Fútbol, las informaciones sobre el supuestamente inminente enfrentamiento militar con Chile, entre otros), las principales acciones las llevaron adelante los portuarios, los obreros de la fábrica Fiat y del frigorífico Swift de Rosario, bancarios y transportistas, ferroviarios, y automotrices de las empresas Renault y Firestone. El año 1979, constituyó un momento de transición en el que pudo concretarse la convocatoria a la primera huelga general, llevada adelante por la Comisión de los 25 con la oposición de los sectores «participacionistas» nucleados en la CNT. En abril de 1979, en un contexto de agitación creciente (uno de los conflictos más resonantes fue el de Alpargatas: los 3.800 obreros de la planta de Barracas decretaron en asamblea en la puerta de la fábrica un paro por tiempo indeterminado, desoyendo las amenazas oficiales), el consejo directivo de los 25 llamó a defender la industria nacional, a revisar la política arancelaria y a restituir el poder adquisitivo del salario, convocando a una «jornada de protesta» sin concurrencia al trabajo el 27 de abril de 1979. Más allá de que la convocatoria fue de un solo sector del sindicalismo, expresó un grado de cohesión y organización del movimiento sindical ausente en los años previos, al tiempo que constituyó un desafío al gobierno militar de una extensión y fuerza inusitadas, con fuerte repercusión nacional e internacional. Esta coyuntura planteada por el punto de inflexión que implicó el conflicto de 1979 resulta interesante para introducir una segunda dimensión de la resistencia en este primer período que no hemos abordado aquí: el análisis de las acciones de resistencia por parte de trabajadores y sindicalistas en el ámbito internacional. Aún sin compartir la apreciación de algunos autores respecto a que el espacio sindical nacional habría estado completamente «clausurado», consideramos correcta la apreciación de que «el espacio internacional cobró una importancia inusual y las acciones que allí se desarrollaron tuvieron repercusiones inesperadamente relevantes», en especial en este primer período que se extendió entre 1976 y 1979. En lo que se refiere a las acciones en el exterior, cabe destacar algunos procesos que hasta muy recientemente habían sido poco estudiado por la historiografía, como la labor de trabajadores y sindicalistas que debieron dirigirse al exilio, y que sumaron sus esfuerzos a la campaña de denuncia y aislamiento internacional de la dictadura militar por parte de organizaciones de defensa de los derechos humanos. Una serie de contribuciones recientes sobre el tema han demostrado que no sólo se constituyeron distintos agrupamientos en el exilio dedicados a la problemática sindical que establecieron contactos fructíferos con otros movimientos sindicales nacionales en Europa y América principalmente, sino que, además, varias de las iniciativas desarrolladas tuvieron impacto en la situación argentina. Ejemplos de ellas son las campañas por la liberación de los presos obreros y sindicalistas, que incidieron en la supervivencia e incluso liberación anticipada de trabajadores por los que se reclamaba (es el caso de los obreros de Villa Constitución, por ejemplo), y las intervenciones en coyunturas críticas, en las que someter al gobierno dictatorial a presiones internacionales en ocasiones amplió el margen de maniobra para los que luchaban en territorio argentino. Al mismo tiempo, la Organización Internacional del Trabajo se convirtió, en este período, en un foro de denuncia de la situación argentina, tanto por las intervenciones de delegados obreros del país que desconocían el mandato del gobierno de presentar una buena imagen ante la comunidad internacional, como, fundamentalmente, por la presencia de líderes exiliados en la conferencia que facilitaban la difusión de información sobre la represión a obreros y sindicalistas, promoviendo el repudio a la dictadura. La huelga general de 1979 constituye una coyuntura interesante para apreciar, aún en forma parcial y limitada, el funcionamiento de la campaña de apoyo a los trabajadores a nivel internacional. Las reacciones internacionales se produjeron sobre todo a partir de la detención, tres días antes de la medida de fuerza, de veinte de los sindicalistas que la habían convocado. El episodio fue especialmente escandaloso debido a que los sindicalistas fueron apresados a la salida de una reunión en el Ministerio de Trabajo, a la que habían sido convocados por miembros del gobierno militar.

Este hecho proporcionó a las organizaciones de exiliados la oportunidad de colaborar concretamente con los sindicalistas en suelo argentino, convocando a la solidaridad del sindicalismo internacional. La reacción de las organizaciones internacionales no se hizo esperar: las tres centrales mundiales enviaron telegramas pidiendo la inmediata liberación de los detenidos, numerosas centrales nacionales europeas (sobre todo las francesas y españolas) presentaron inmediatas protestas y hasta voceros del gobierno de Estados Unidos manifestaron la preocupación del presidente Carter por los detenidos.

A los pocos días, algunos de los dirigentes comenzaron a ser liberados, mientras otros fueron procesados y puestos a disposición del Poder Ejecutivo. El segundo período en términos de conflictos llevados adelante por los trabajadores se abrió con el primer paro general y culminó con la transición a la democracia en diciembre de 1983; estuvo marcado por la sanción de la Ley de Asociaciones Profesionales, al tiempo que estuvo caracterizado por intentos fallidos de unificación de las tendencias sindicales, una disminución significativa de la intensidad de la política represiva, y el surgimiento de nuevos espacios para la organización, que permitieron que las formas de lucha se extendieran y se volvieran crecientemente masivas. Una iniciativa importante en lo que se refiere a los intentos de unificación, aunque finalmente resultó efímera, fue la conformación de la Conducción Unificada de los Trabajadores Argentinos (CUTA), en septiembre de 1979, para enfrentar la inminente aprobación de la Ley Sindical promovida por la dictadura. Debido a la imposibilidad de consolidar acuerdos sobre las tácticas de oposición a la norma, el intento culminó en fracaso, y la CUTA se escindió en abril de 1980. La aprobación de esta norma implicó un ataque directo al poder sindical, ya que se disolvieron las entidades de tercer grado existentes, no contemplaba la existencia de federaciones, se ampliaron las facultades de intervención en los sindicatos por parte del estado, entre otros, y a su fuente de financiamiento a partir de la estipulación de que los sindicatos no serían destinatarios de los recursos provenientes de las obras sociales, ni intervendrían en la conducción y administración de las mismas, estableciendo además restricciones a su patrimonio. Paradójicamente, a partir de la sanción de la Ley Sindical, las diferencias entre estas dos corrientes del sindicalismo no disminuyeron sino que se expandieron. Y la conflictividad, lejos de acallarse, se incrementó sin pausa hasta el final de la dictadura. Los cambios en la situación política y sindical argentina no sólo abrieron nuevas oportunidades de apoyo concreto al movimiento sindical en Argentina por parte de la solidaridad internacional, sino que modificaron los ejes de trabajo de las agrupaciones sindicales en el exilio. En efecto, aún cuando la actividad de denuncia internacional siguió siendo importante, el desarrollo de alternativas políticas en el propio país pasó a ocupar en esta nueva etapa el lugar principal. Las divergencias de las dos corrientes principales en términos de proyectos de vinculación del sindicalismo con el Estado se plasmaron aún más claramente cuando los sectores «confrontacionistas» decidieron reconstituir la CGT. Estas tentativas culminaron a fines de noviembre de 1980, cuando se constituyó, bajo el signo de la explícita hostilidad oficial, la CGT «Brasil» (denominada como la calle donde tenía su sede). En abierto desafío al decreto especial de la Junta Militar que declaraba a la CGT disuelta, y a la Ley 22.105, vigente desde noviembre de 1979, que vetaba la existencia de entidades sindicales de tercer grado, fueron electos el 12 de diciembre el dirigente cervecero Saúl Ubaldini como Secretario General, Fernando Donaires del sindicato de papeleros como adjunto, Lesio Romero, del sindicato de la carne, como Secretario de Hacienda. Al mismo tiempo, a partir de 1980, los efectos de la campaña de denuncia de distintos grupos de exiliados, por parte de agrupamientos sindicales y, fundamentalmente, de derechos humanos, comenzaban a mostrar importantes progresos. La dictadura militar se encontraba prácticamente aislada internacionalmente, lo cual puede verse con claridad en la convocatoria que la Junta Argentina extendió en octubre de 1979 a los gobiernos militares de Chile, Uruguay y Paraguay para conformar un «mecanismo geopolítico y geoestratégico de defensa». El nuevo protagonismo de los sectores «confrontacionistas» del sindicalismo argentino quedó claro en la 67ma. Asamblea de la OIT en Ginebra, Esto puede verse, por ejemplo, en la correspondencia de algunos de los activistas que habían apuntalado la campaña de denuncia contra la dictadura desde el exilio, como es el caso del dirigente gráfico Raimundo Ongaro. La correspondencia de Ongaro con una gran cantidad de personalidades e instituciones sindicales y de derechos humanos, disponible en el archivo de la central sindical francesa CFDT en Paris, Francia, pone en evidencia, en especial desde 1979, una creciente atención hacia la creciente actividad en el territorio argentino. El diario, citando al matutino argentino La Nación, indica que los Ministros de Relaciones Exteriores de los cuatro gobiernos dictatoriales se reunirían en Punta del Este, Uruguay, en noviembre de 1979. Se destaca asimismo que una de las razones principales que causaron esta iniciativa fue el recrudecimiento en Francia de lo que la dictadura denominó «campaña antiargentina». Esta convocatoria tuvo como objetivo principal contrarrestar las críticas del gobierno norteamericano, de numerosas organizaciones y partidos políticos europeos y de los organismos de defensa de los derechos humanos a la política represiva de las dictaduras latinoamericanas. El que los gobiernos militares coordinaran mecanismos defensivos sugiere que, con muy escasas excepciones, la comunidad internacional y, particularmente, los sectores sindicales a los que habían apelado las agrupaciones de exiliados habían respondido de manera extremadamente solidaria a las campañas de denuncia sobre la situación del país. 61 en julio de 1981, cuando Saúl Ubaldini comenzó su mensaje, como cabeza de la delegación paralela, sosteniendo: «La situación política, económica y social del país no puede ser más crítica. Han pasado más de cinco años desde el 24 de marzo de 1976 y nada ha cambiado en cuanto a las restricciones a la actividad gremial, pero todo ha empeorado en cuanto a las condiciones de vida de nuestro pueblo». A partir de mediados de 1981, las protestas sindicales se fueron sucediendo de manera más frecuente y fueron adquiriendo un carácter cada vez más masivo. Se realizó una segunda huelga general con muy alto acatamiento el 22 de julio de 1981, a raíz de la cual el gobierno detuvo a gran cantidad de sindicalistas involucrados en su organización. El 7 de noviembre de 1981, se realizó la primera movilización popular contra la dictadura que no se restringió al ámbito sindical pero en la cual éste tuvo presencia central. El sindicalismo «confrontacionista» buscó confluir con la Iglesia, llamando a una marcha a San Cayetano (santo del trabajo de acuerdo a la religión católica) bajo el lema «Paz, Pan y Trabajo». Numerosos partidos políticos y organizaciones sociales adhirieron a la medida, y a pesar de la fuerte represión, de la intimidación en los medios de comunicación y del sitio establecido por las fuerzas de seguridad, más de 10.000 personas participaron de la movilización. El 30 de marzo de 1982, sólo dos días antes de la declaración de guerra a Gran Bretaña por las Islas Malvinas se realizó una huelga y marcha a Plaza de Mayo a la que concurrieron 30.000 personas y que terminó con graves disturbios y numerosas detenciones. El interregno de la Guerra de Malvinas puso en suspenso por dos meses toda movilización sindical de protesta contra la dictadura. Sin embargo, después de la derrota y del papel cumplido por los altos mandos del ejército en la guerra, percibidos por muchos sectores como la sentencia final de la dictadura, el movimiento de protesta por el descenso en las condiciones de vida de los asalariados, el cierre de fábricas y el incremento del desempleo no hicieron más que aumentar. El 22 de diciembre de 1982, 30.000 personas se movilizaron a Plaza de Mayo y entregaron un petitorio con demandas en Casa de Gobierno. En noviembre, 10.000 trabajadores se movilizaron en Rosario, demandando mejoras salariales y una política contra el desempleo. A fines de 1982, la CGT Azopardo (que reunía a los sectores antes vinculados con la CNT) convocó por primera vez a una medida de fuerza, llamando a huelga general para el 6 de diciembre. Pocos días después, el 16 de diciembre de 1982, la Multipartidaria convocaba a la Marcha por la Democracia, a la que asistieron 100.000 personas. En 1983, aún siendo público el llamado a elecciones y el fin de la dictadura se realizaron dos paros generales, el 28 de marzo y el 4 de octubre. La transición a la democracia estaba en camino. La importancia de estas dimensiones para el estudio de la última dictadura militar La transición a la democracia a fines de 1983 marcó un importante cambio en términos políticos, dando lugar a una serie de debates e iniciativas que intentaron enfrentar, aún con contradicciones, avances y retrocesos, el legado del Estado terrorista en materia de violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, resultó menos evidente la herencia de transformaciones estructurales y sus impactos en las posibilidades de organización y lucha de la clase trabajadora, así como sus corolarios en términos de una más regresiva distribución del ingreso. El análisis de la evolución de la clase trabajadora en este período resulta de gran importancia para poner de manifiesto que las políticas represivas llevadas adelante en el marco del Estado terrorista estuvieron entrelazadas con otras transformaciones en la estructura económica y social. Estas transformaciones resultan particularmente importantes no sólo para lograr una mejor caracterización del «Proceso de Reorganización Nacional», sino también para comprender la historia de las décadas posteriores, ya que estas transformaciones estructurales tuvieron un impacto de largo alcance, y marcaron un cauce que no sólo no fue cuestionado sino que fue, por el contrario, profundizado en el período que culminó en la crisis política, económica e institucional de 2001.

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